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La distancia física y la distancia social

 

En diciembre de 2010, un conjunto de habitantes de villas porteñas ocupó el Parque Indoamericano de la ciudad de Buenos Aires. La memoria podrá jugarnos, a escasos meses de lo ocurrido, alguna mala pasada para recordar los detalles que se sucedieron en esos fatídicos días; lo que resulta imposible olvidar es al Jefe de gobierno porteño responsabilizando a la “inmigración desenfrenada” de un rosario de males que aquejan a la ciudad.

Resulta imprescindible problematizar la (¿insalvable?) distancia social desde la cual son pensadas las prácticas de estos vecinos relegados del Sur de la ciudad. Reducidos a la condición de okupas, delincuentes, narcotraficantes o inmigrantes ilegales, se obtura toda posibilidad de pensarlos como nuestros co-ciudadanos. Judith Butler[1] diría que sus vidas no logran ser reconocidas, aprehendidas como vidas; y simétricamente, pareciera que sus muertes no merecen ser lloradas con la misma intensidad que otras. Todos supimos pronto, por ejemplo, la nacionalidad de los dos primeros muertos en los conflictos del Parque Indoamericano: una boliviana y un paraguayo. ¿Cambiaría algo si las víctimas hubiesen sido argentinas? ¿Las víctimas se volverían, por eso, más “dignas de ser lloradas”? ¿El duelo sería más hondo?

En simultáneo con la toma del Parque Indoamericano, la protesta vecinal de la villa 20 incluyó la quema de autos del depósito policial que jamás terminó de ser desafectado por el Gobierno de la Ciudad, pese a la orden judicial que lo exigía no solo en virtud de los altos contenidos de plomo en sangre de sus habitantes, sino para avanzar con un proyecto de viviendas en ese predio. El gesto es al mismo tiempo material y simbólico: el fuego busca reducir a cenizas aquello que les provoca sufrimiento ambiental, y busca también denunciar, hacia el resto de la ciudadanía, el desamparo en el que se sienten sumidos.

Resulta más sencillo pensar a estos vecinos del Sur como “manchados”, como portadores de un pecado o casi como extraterrestres cuyos conflictos nos son ajenos. El atajo es concebirlos como un “otro” radical con el cual es imposible tener algún punto de contacto; como si estos hombres y mujeres estuviesen modelando para sí mismos, por pura elección, un rostro bestial. O como si libraran en su interior una constante batalla entre su humanidad y animalidad, en la cual la victoria sobre esta última no está garantizada.

No se trata de la animalidad de todos los humanos, por supuesto, sino de aquéllos que no pueden, en apariencia, apartarse del sustrato biológico para alcanzar un refinamiento estético, espiritual o moral. En tanto existe una imposibilidad, desde una mirada neoevolucionista, de concebir a los sectores populares urbanos más desfavorecidos como plenamente humanos, se les confiere atributos desde el espejo del primitivismo. En tanto la amalgama animal-humano es atribuida exclusivamente a las clases sociales inferiores, sirve como fundamento para esclarecer límites entre lo puro y lo contaminado, y para reafirmar la “verdadera humanidad” de las clases privilegiadas.

Pero al animalizar a esos “otros” que observamos por televisión -es decir, al negarles una humanidad completa como la nuestra- en verdad nos estamos animalizando a nosotros mismos. Que el propio Jefe de gobierno aliente esta lectura xenófoba tiene consecuencias nefastas sobre la convivencia urbana, ya que al poner en duda la condición de humanidad de las personas involucradas en este conflicto se habilita -directa o indirectamente- el uso de la violencia sobre ellos. En efecto, esta concepción actúa como fundamento no visible de prácticas represivas sobre los humanos supuestamente desprovistos de cultura.

Y se omite aquí un hecho fundamental: los habitantes de estas villas y complejos habitacionales contribuyen activamente al pulso diario de Buenos Aires con sus trabajos, por lo general sin aportes y mal remunerados. Alejandro Grimson y otros colegas han demostrado además que se han sobredimensionado los datos sobre los migrantes de países limítrofes, a quienes se responsabilizan de nuestros males.

Sabemos de sobra que la París de Latinoamérica alberga, haciendo honor a su apodo, un sofisticado arsenal de estilos arquitectónicos, monumentos y múltiples joyas patrimoniales y paisajísticas de sello europeo. En su vida cultural conviven una extraordinaria cartelera teatral con espectáculos de tango, festivales internacionales de cine y experiencias vanguardistas o underground de danza, diseño, gastronomía y música. Todo esto ha cimentado la fama de Buenos Aires como una ciudad refinada, nocturna y vibrante. La clase media porteña disfruta esas permanentes novedades, y al mismo tiempo se siente orgullosa heredera de los inmigrantes europeos de comienzos del siglo XX. Ese es el espejo en el cual al porteño le gusta mirarse, y ese es el pasado que busca exhibir como auténtico. Su patrimonio está constituido por una serie de bienes, símbolos y reliquias asociados al orden de lo genuino que remiten a ese pasado idealizado, tomando distancia de otros migrantes de décadas más recientes, y subsumiendo las desigualdades sociales.

Los “hermanos” latinoamericanos no son apreciados, en las miradas prevalecientes, sino como lejanos parientes conflictivos, que son tolerados para los trabajos en negro de la Reina del Plata, pero que también son acusados de ser los responsables del aumento del delito y la inseguridad. Los  trabajadores provenientes de Perú, Bolivia o Paraguay de las últimas décadas son recibidas con escepticismo o abierta xenofobia por buena parte de los vecinos del centro porteño, que se sienten más cultos, más europeos y más blancos que cualquier otro latinoamericano.

Si bien parte de un espíritu de universalidad, la gestión cultural abierta, gozosa y liviana de Buenos Aires también vuelve a la ciudad más exclusiva. En un cínico travestismo, la subalternidad de los migrantes latinoamericanos es presentada bajo el atuendo de lo “rico” y “diverso”, y ocasionalmente recuperada por las autoridades como parte esencial de la pluralidad de la Buenos Aires contemporánea. Exóticas comidas peruanas o bailes bolivianos son exhibidos en la “fiesta multicultural” de la gran vidriera porteña, pero esos mismos extranjeros pueden ser condenados cuando se apagan las luces del show y retoman su primigenia condición non sancta de inmigrantes ilegales, ocupantes de una casa o habitués de una ruidosa bailanta popular. Se puede “habitar” temporariamente a Buenos Aires para el goce de la fiesta, pero no residir en ella en forma permanente si no se cuenta con los atributos propios de un ciudadano idóneo.

A la par del boom turístico y cultural de Buenos Aires, existe una deliberada política de olvido de aquellos que ofrecen, a los ojos de los demás, su ardua existencia cotidiana. Me refiero a las personas que habitan en plazas o baldíos, a orillas del río o debajo de una autopista, que tienen altos contenidos de plomo en la sangre o que viven en casillas sin luz, que se incendian trágicamente. También me refiero a los niños de las villas al borde de las vías que son aplastados por el tren, o los sin techo que mueren invisiblemente, de madrugada, en plena calle, durante los inviernos, a escasos metros del Obelisco y los teatros de la avenida Corrientes, y que son continuamente expulsados de los barrios acaudalados.

Tomemos en consideración un dato paradigmático: en los primeros cuatro años posteriores a la crisis socioeconómica de 2001, la población de las villas porteñas creció de 110.000 a 150.000 personas. Durante ese mismo período, el Gobierno de la Ciudad no construyó, en promedio, más de 350 unidades de vivienda por año. En los últimos años, los sectores populares hacinados de Buenos Aires han ocupado edificios a medio construir, viviendas construidas para otros destinatarios o terrenos en desuso. Desde ciertos imaginarios de la clase media urbana, esos hábitats populares constituyen menos un espacio físico donde se despliega la vida cotidiana de sus moradores, que auténticas usinas generadoras de miedo. En dichas usinas se “fabrican”, en apariencia, las condiciones para que otros (¿los “verdaderos” humanos?) sientan miedo. Si las villas son consideradas el espacio de la violencia y el desorden, no resulta sorprendente que los megaproyectos de los barrios cerrados se construyan partiendo de lo que es percibido como un primer factor cultural: la eliminación del miedo.

La profundización de la sensación de miedo -que no necesariamente se corresponde con la violencia real experimentada por los ciudadanos- acciona el consumo masivo de una serie de “antídotos”: basta pensar en la proliferación de muros y rejas en los más disímiles barrios céntricos y periféricos de nuestras ciudades latinoamericanas. Si la clase media encuentra los medios para crear barreras materiales contra el miedo, la paradoja es que este miedo no se extingue completamente, sino que se traslada a otros espacios físicos ahora también considerados peligrosos: las inmediaciones de la entrada al barrio custodiado, las salidas de la autopista protectora.

Pero cerrar un barrio no consiste solamente en levantar un muro o colocar un alambrado; no se trata de una cuestión estética ante eventuales vistas panorámicas con poco glamour. Sofisticados dispositivos de seguridad proporcionan la libertad del paraíso y garantizan su tan mentada tranquilidad: alarmas, garitas, cámaras, patrullajes, tarjetas de acceso, custodias. Y aquí reside la paradoja de las murallas: la distancia física entre clases sociales se reduce y la distancia social se amplía[2].

¿A qué modelo de ciudad queremos acercarnos? ¿Cómo luchar para que no haya vidas –ciudadanías- de primera y de segunda? La subejecución de las partidas presupuestarias, la dramática ausencia de una política de vivienda para los sectores vulnerables y la profunda desinversión social no ha de conducirnos, ciertamente, a una ciudad más inclusiva o democrática. El errático vaivén entre políticas de omisión y políticas de exceso de los últimos tiempos, tampoco. Aparecen ante nuestros ojos, además, los tristes ecos de la represión de los pobres de Buenos Aires durante la dictadura militar y el gobierno de Menem en los años 90, y materializada recientemente en el accionar de la Unidad de Control del Espacio Público dependiente del Ministerio homónimo. La controvertida política de los subsidios monetarios para desplazar a los habitantes considerados “indeseables”, sumado a violentos desalojos durante la madrugada, no hizo sino reproducir la lógica imperante durante la dictadura militar de que solo han de habitar la ciudad capital quienes en apariencia “merezcan” vivir en ella. La histórica desigualdad entre el Norte y el Sur de Buenos Aires permanece, además, a la orden del día.

Aunque en una sociedad capitalista resulte fácil olvidarlo, todos formamos parte de un conjunto humano interdependiente. Por más que se instauren rejas en los parques públicos o barrios amurallados para las clases acomodadas, debemos aprender a convivir en la diferencia. El Estado tiene la obligación legal de efectivizar el acceso a ese bienestar. La ley de migraciones de 2003, entre otras, establece el derecho no discriminatorio del migrante y su familia a salud, educación, justicia, trabajo y seguridad social. Como decíamos al comienzo, las vidas de todos los ciudadanos no solo merecen ser reconocidas como vidas, sino que también merecen ser vividas con la misma dignidad.

María Carman

Dra. en Antropología Social (UBA) [i]

mariacarman [at] uolsinectis.com.ar

Notas

 

[i] Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicos y Técnicas (CONICET).

 

[1] Butler, Judith (2010) Marcos de guerra. Las vidas lloradas. Paidós, Buenos Aires.

[2] Esta temática es abordada con mayor detalle en Carman, María (2011) Las trampas de la naturaleza. Medio ambiente y segregación en Buenos Aires. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires.

 

 
Articulo publicado en
Abril / 2011