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Mujeres: discursos que se transforman y escucha de lo que permanece

 

­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­Escuchar el inconsciente y sus efectos en interpelación con la cultura se inscribe en la tradición del psicoanálisis cuya aparición produce una ruptura epistemológica respecto al pensamiento del sujeto y sus padecimientos, ya que desde los inicios la escucha atañe a las personas tanto como a las cuestiones subjetivas dependientes de las contingencias socio-históricas. La separación que en ocasiones se establece dentro y fuera de la disciplina entre el Freud clínico y el pensador de la cultura no parece resultado exclusivo de la lectura de su pensamiento y algunos autores lo acreditan a la influencia de las introducciones a las obras freudianas efectivizadas por el traductor de la edición inglesa. Pinto Venegas (2021) por ejemplo, lo hace en un trabajo que “problematiza” tal división identificando las notas introductorias de Tótem y Tabú, donde Strachey señala que “las contribuciones freudianas se dirigen principalmente a lo que se entiende en términos generales como antropología social” y la correspondiente al Malestar en la Cultura, en la cual el desarrollo freudiano es considerado un “trabajo sociológico”.

El orden simbólico imperante, la sociedad patriarcal en la que Freud desarrolla el psicoanálisis, no deja de imponer sus efectos en las conceptualizaciones del autor sobre la cuestión femenina.

Para Carpintero resulta erróneo designar como sociológicas algunas de las obras freudianas que conciernen a temas culturales ya que no dejan de ser genuinamente psicoanalíticas debido a que en ellas Freud no se interesa por el análisis de los asuntos sociales que describe, “sino como éstos se inscriben en un aparato psíquico sobredeterminado por lo inconsciente y como éste produce efectos en lo social” ( p. 29).

El orden simbólico imperante, la sociedad patriarcal en la que Freud desarrolla el psicoanálisis, no deja de imponer sus efectos en las conceptualizaciones del autor sobre la cuestión femenina. Tal como señala Beauvoir, referenciada por Butler, al afirmar que “ser mujer en el seno de una cultura masculinista es ser una fuente de misterio y desconocimiento para los hombres” (Butler 2007), Freud cierra su conferencia sobre La feminidad subrayando el “incompleto y fragmentario” conocimiento adquirido y concediendo las respuestas de lo enigmático que subsiste en él a otros territorios de consulta. En biografías de Freud y de su discípula Marie Bonaparte la persistencia del enigma de lo femenino en Freud se reafirma en un comentario atribuido al padre del psicoanálisis, que los biógrafos refieren a partir de notas tomadas por Bonaparte durante sus sesiones de análisis con Freud. Se trata de su declaración explícita respecto al fracazo para dar respuesta a la pregunta acerca del deseo de la mujer, trasladando a su interlocutora, paciente y colaboradora, la incertidumbre con relación a qué quiere la mujer.

López Mondéjar (2021) señala que entre 1856 y 1939, años de vida de Freud, la cuestión femenina ya palpitaba fuerte en la sociedad europea, “Las mujeres obreras habían participado en las revoluciones con un papel tan protagonista que contribuyó a que se las llamasen las agitadoras

Zafiropoulos sostiene la hipótesis de que el propio sostén de la pregunta con relación al deseo femenino, revela la falta de convicción freudiana respecto a que “la situación femenina se establece al final de Edipo, mediante el deseo del pene o del hijo. Es decir, in fine, por una identificación ideal con la madre en la esfera del tener. (Zafiropuolos, 2017).

López Mondéjar (2021) señala que entre 1856 y 1939, años de vida de Freud, la cuestión femenina ya palpitaba fuerte en la sociedad europea, “Las mujeres obreras habían participado en las revoluciones con un papel tan protagonista que contribuyó a que se las llamasen las agitadoras” y promediando el siglo XIX las voces de las mujeres aparecen en distintas publicaciones. En Alemania surgen periódicos feministas y autobiografías de mujeres obreras, a las que Goethe llamó “autobiografías desde abajo”. La autora advierte que por esos tiempos hasta un 85% de las mujeres estaban alfabetizadas y que en el territorio que habitaba Freud, la Austria del imperio alemán “leían con voracidad, y no solo la Biblia o novelas sentimentales, sino que sentían auténtica curiosidad por la lectura de novelas y periódicos; siendo Shakespeare, Miraveau y Condorcet autores muy estimados” agrega además que la esposa de Freud, Martha Bernays, sostenía lazos de amistad con algunas feministas que protagonizaban esta suerte de “auténtica revolución cultural”. Para López Mondéjar el protagonismo femenino obtiene en ese lugar y tiempo una “reacción misógina” de la que el propio Freud participaría desde su “inconsciente patriarcal” sosteniendo conceptualizaciones que confirmarían las representaciones sociales, es decir los estereotipos de género creados hasta el momento, mostrando con ello un orden de contradicción ya que a su vez “mantenía relaciones de igualdad con sus colegas, mujeres por fuera de la norma exigida a la feminidad de la época” .

Respaldando las críticas a las argumentaciones de la conferencia sobre la feminidad producidas dentro de la misma disciplina, que decide el destino de las mujeres en lo materno y la posición pasiva de la pulsión sexual que deriva en el masoquismo femenino como características psíquicas sin arraigo en lo social, se puede coincidir plenamente respecto a las contradicciones freudianas relativas a la cuestión femenina, ya que sus trabajos de corte psicopatológico dan cuenta de la escucha respecto a los malestares y trastornos emergentes de la situación social de las mujeres.

Freud y su escucha precursora

El nexo establecido por Freud, entre la moral sexual cutural de su tiempo y la patología psíquica emergente padecida preponderantemente por las mujeres, la diferenciación que observa entre la vida sexual de los hombres y la de las mujeres implican para algunos especialistas en los estudios de género un anticipo de “la actual perspectiva de los estudios de Género sobre la psicopatología (Burín et. al, 1990; Meler, 1996; Meler, 2012), estableciendo una distinción estructural que seguía los carriles de la diferencia sexual cultural: perversión para los varones; neurosis para las mujeres”

La escucha clínica condujo a Freud tempranamente a vincular los padecimientos psíquicos de las mujeres con específicos ordenamientos sociales o con prácticas sexuales abusivas como su temprana teoría del trauma sexual infantil situado como noxa externa etipatogénica de los trastornos y síntomas histéricos. Las prácticas incestuosas, ocultas discursivamente para la sociedad en general, no fueron ajenas al conocimiento de la comunidad científica francesa que contaba con registros y textos producidos por destacados médicos forenses y legales, constatando la enorme incidencia del incesto y de los ataques sexuales a las infancias en tiempos en que Freud estudia las histerias.

Cuando Volnovich analiza las posibles causas de la declaración freudiana de finales de 1890 en la que desestima la teoría de la seducción como relato real de “sus neuróticas”, considera una probable negociación inconsciente de Freud para mantener su inclusión social: “Amenazado con la exclusión (del universo de los médicos, del universo de los varones que defienden el patriarcado) por haber atacado los valores más sagrados del poder, por denunciar su abuso…” .

No obstante, sobre comienzos del siglo XX en La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna Freud articulará nuevamente las prácticas eróticas vigentes en la época con los padecimientos subjetivos de la población en general y de las mujeres en particular.

Sostiene la argumentación de sus observaciones clínicas apoyándose en las elaboraciones del filósofo y psicólogo austríaco Christian von Ehrenfels, discípulo de Brentano y de Meignon, y considerado precursor de las ideas de la psicología de la Gestald.

Ehrenfels publicó también numerosos escritos científicos de corte social-cultural, en los que cuestiona los estatutos sexuales vigentes y es justamente en el titulado Ética sexual en el que Freud se basa. Comenzando por la distinción entre la moral sexual que denomina “natural” es decir la relativa a las tendencias que expresa la pulsión sexual humana desde sus orígenes y la apropiada a la génesis cultural que responde a las prescripciones impuestas por la sociedad, Freud sostendrá que “No es arriesgado suponer que bajo el imperio de una moral sexual cultural puedan quedar expuestas a ciertos daños la salud y la energía vital individuales” (Freud, 1908/1973) ya que la pulsión sexual “no tiene originariamente como fin la reproducción, sino determinadas formas de la consecución del placer” (Freud, 1908/1973) contrariando la prescripción normativizante de la época que propone abstinencia y comercio sexual en el marco exclusivo del matrimonio y sólo con fines reproductivos.

Estableciendo una observación diferencial para la mujer y el varón, Freud señala la importante asimetría que se produce respecto a los permisos sociales en el ejercicio de la sexualidad. Coincidiendo con Ehrenfels en la lectura sobre la hipocrecía social existente que claramente favorece a los varones, declara las concedidas prácticas masculinas como elocuente testimonio de la inconveniencia en el cumplimiento de lo prescripto: “La <<doble>> moral sexual existente para el hombre en nuestra sociedad es la mejor confesión de que la sociedad misma que ha promulgado los preceptos restrictivos no cree posible su observancia” (Freud, 1908/1973).

La descripción freudiana del estado de situación de las mujeres desde su punto de vista clínico incluye la aseveración del factor causal en una necesidad de orden netamente social: la subordinación y sostén de la inexperiencia sexual para ellas estaría destinada, por el poder dominante masculino, a la preservación de la monogamia.

La resultante psicopatológica que establece como consecuencia de estas prácticas prescriptas por la cultura para “ellas”, se traduce en la observación clínica freudiana en la profusión de las denominadas “neurosis tóxicas”.

El conjunto de las neurosis actuales que en el texto se presentan bajo el nombre de tóxicas, las neurastenias y las neurosis de angustia, concuerdan en una etiología: el factor causal se encuentra en la vida sexual actual y refieren, desde el punto de vista de la dinámica psíquica, a un déficit en la consecución de placer, ya que la energía sexual somática no lograría encontrar ese destino. Las consecuencias semiológicas de dicho déficit se distribuyen en torno a los diversos trastornos que el autor describe como cuadros clínicos de las neurosis actuales mencionadas: los variados y múltiples equivalentes somáticos de angustia (taquicardia, disnea, sudoración, vértigo, etc.) en los cuales la energía sexual somática dercarga en el organismo, modalidad que Freud llamó angustia automática o traumática y que menciona como “tóxica” en tanto al agitar el aparato neurovegetativo provoca sindromes orgánicos que homologa a las intoxicaciones o abstinencias repentinas de ciertas sustancias de alta toxicidad. Pero la acumulación energética también descarga en la mente, y ello ocurre produciendo “expectativa angustiosa” o depresión por falta de energía denominada por el autor como “astenia neurótica”.

Transformaciones discursivas en la subordinación social de las mujeres

De la construcción de discursos que visibilizaron la opresión de las mujeres en la estructura patriarcal, dos aportes procedentes de la filosofía y la sociología sintetizan magistralmente el panorama que ofrece el ordenamiento cultural. Se trata de las conceptualizaciones de Simone de Beauvoir (1949) y Pierre Bourdieu (1998).

El desarrollo de Simone de Beauvoir publicado en El segundo sexo no sólo impresiona por su firmeza argumental sino porque su estudio de la alteridad que implica la mujer en la cultura patriarcal logra discernir una estructura elemental de la falta de equidad.

En la introducción del libro, de Beauvoir advierte sobre la “falacia nominal” que oculta a las mujeres bajo el universal “hombre”. “Esta convicción lleva a Beauvoir a especificar los modos en que las mujeres históricamente fueron excluidas del reconocimiento de sus derechos qua humanas, a grandes rasgos, objetivo de El segundo sexo”. (Femenías, 2019)

de Beauvoir encara un análisis desde diversas disciplinas que la conducen a concluir que los motivos de la falta de equidad para con la mujer proceden de la cultura que la ha representado “bajo la aristotélica idea de que la mujer es un hombre incompleto”. Su investigación le permite comprobar que en la sociedad occidental, el hombre se erige como “Sujeto Absoluto”.

Siguiendo a Lévi-Strauss, a quien en el libro agradece haberle facilitado los escritos preliminares de “Las estructuras elementales del parentesco”, se apoya en el principio de que el paso de la naturaleza a la cultura, se define en la capacidad del humano para “concebir las relaciones biológicas en forma de sistemas de oposiciones”. Esto significa que siempre, para que haya un Uno, debe haber un Otro al que oponerse.

Martinez señala que, además de utilizar una cita de Lévi-Strauss para mostrar la forma en que los grupos se establecen como “lo Uno” a partir de la creación de “lo Otro”, de Beauvoir a pesar de las diferentes procedencias filosóficas con Levi-Strauss, vuelve a referenciarse en él en la lectura que lleva a cabo de la historia de las mujeres. “Ella acepta el supuesto de que el matrimonio nunca ha sido un contrato entre mujeres y hombres, pues la estructura fundamental del parentesco es, más bien, una relación de intercambio de mujeres entre hombres”.

Simone de Beauvoir entiende que la cultura ha convertido al varón en “el Uno” y en “Sujeto Absoluto”, mientras que la mujer resulta la Alteridad y el “otro desconocido”. En su extenso examen histórico sobre las situaciones de las mujeres, de Beauvoir concluye que no existió ninguna civilización en que las mujeres se construyeran como Sujetos, nunca hubo un “antes” de libertad para ellas, cuestión que emplaza la alteridad, al escapar del “carácter accidental del hecho histórico” en un “absoluto”. Simone de Beauvoir “analizó los planteamientos más avanzados de diversas disciplinas y campos científico-ideológicos en torno a las mujeres, a las relaciones entre mujeres y hombres y, sobre todo, las explicaciones legitimadoras de la opresión genérica” , planteo la intertextualidad que plasma la concepción donde los discursos confluyeron: la construcción “filosófica, científica y política del sujeto, protagonista exclusivo de su paradigma” , que determinó para la mujer una alteridad no recíproca: el lugar de “lo Otro”, particularmente una posición que designa como “lo Otro desigual”.

Sobre finales del siglo XX, específicamente en 1998, Bourdieu en La dominación masculina al indagar sobre los mecanismos históricos responsables de las estructuras de la división de género se emplaza en el mismo territorio, ya que parte de dicha dominación como una “arbitrariedad eternizada” para señalar la “deshistorización” que esto implica respecto a las mujeres.

P. Bourdieu aplica su concepto de violencia simbólica, categoría que “se encuentra transversalizada en la obra del autor” e ilumina conceptualmente un territorio de interface entre lo social-cultural y lo psíquico, colocando el foco en la producción de subjetividad genérica a partir del concepto de “habitus”.

Su análisis sociológico lo conduce a una topología del mundo social. Una teoría de “los campos” que articula con la del habitus lo conduce a situar que: “La realidad social existe, por decirlo así, dos veces, en las cosas y en las mentes, en los campos y en los habitus, dentro y fuera de los agentes “(Bourdieu. 2003).

El concepto de “habitus” se presenta entonces como una estructura a la vez estructurante y Bourdieu al producir este análisis, invita a recordar que en la historia lo que “aparece como eterno sólo es el producto de un trabajo de eternización que incumbe a unas instituciones (interconectadas) tales como la Familia, la Iglesia, el Estado, la Escuela, así como en otro orden el deporte y el periodismo” (Bourdieu, 2003)

Pero su análisis estructuralista-constructivista, no se centrará exclusivamente en la descripción de lo dado, ya que al aplicar el concepto de “violencia simbólica” a la estructura social de la división de géneros, su propuesta sumará valor a los resultados de dichos esquemas de poder del campo cultural: situará la violencia como ejercicio de un poder de dominancia y la definirá como simbólica en tanto eficaz para la producción de sentidos, al mencionar la violencia simbólica como forma de dominación “blanda” Bourdieu alude a que se trata de estructuras que logran conseguir la adición de los dominados por la vía de las significaciones y representaciones sociales, por el sistema simbólico que opera en el campo de abordaje.

El autor, considera que la diferencia sexual anatómica entre las personas, como dato de la realidad humana, se integraría con las construcciones representacionales de la cultura de pertenencia, generando dos “habitus” complementarios, pero también opuestos, a partir de significaciones y de valores que concuerdan con los principios de la “visión del mundo”, de modo que el habitus se emplazaría como una coerción de la cultura.

Como señala Posada Kubissa “no es el falo (o su ausencia) el fundamento de esta visión, sino que esta visión del mundo, al estar organizada de acuerdo con la división de género relacionales, masculino y femenino, puede instituir el falo” .

Estas interpelaciones al modelo patriarcal, entre otras sin duda de gran importancia, sentaron las bases conceptuales del largo proceso de transformación que se viene produciendo por el cual las mujeres han logrado su estatuto como sujetos de derecho, que el propio Bourdieu señala como inherente “al inmenso trabajo crítico del movimiento feminista que, por lo menos en algunas regiones del espacio social, ha conseguido romper el círculo del refuerzo generalizado” (Bourdieu 2003).

Las innovaciones logradas comprenden el marco ético jurídico con enfoque en derechos humanos (DDHH) que implica el Protocolo Facultativo de la Convención sobre Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), adoptado por unanimidad en la Asamblea General de las Naciones Unidas el 6 de octubre de 1999.

En tiempos contemporáneos desde la perspectiva psicológica, las grandes transformaciones en el universo simbólico posibilitan las múltiples innovaciones de los imaginarios sociales, como señala Fernández “Asistimos hoy a un proceso de transformaciones de los imaginarios sociales (de sus prácticas, relatos, subjetivaciones, com-posición de las corporalidades)…que estarían reconfigurando las lógicas colectivas modernas…”.

Coincidiendo con Volnovich en que el psicoanálisis se emplaza como “el edificio teórico más complejo y riguroso que tenemos para albergar nuestros interrogantes acerca de la constitución subjetiva y la construcción del sujeto psíquico”, convendría considerar que la valiosa herramienta que implica la lectura metapsicológica para la investigación de los dolores del alma como diría Freud, debería acompañarse de un necesario pensamiento crítico que no coagule teorías convirtiéndolas en saber dogmático.

Escucha de lo que permanece

La práctica clínica de raigambre freudiana, como fue señalado, contempla escuchar a los sujetos y a sus “formas históricas” atendiendo por tanto a su “corposubjetividad”, concepto de Carpintero (2014) que delimita el anudamiento de tres espacios: orgánico, cultural y psíquico que aportan sus propias leyes y se constituyen en aparatos productores de subjetividad. Formas históricas que en la investigación de la práctica psicoanalítica atañen a los lugares “donde se articulan los enunciados sociales respecto al Yo” (Bleichmar, 2009).

La clínica psicoanalítica detecta en las relaciones sexo- afectivas actuales malestares subjetivos que conservan huellas de patrones de dominio masculino.

La subjetividad remite a cuestiones del ser, por tanto, del orden de la identidad, y en la compleja construcción identitaria de los seres humanos las cuestiones relativas al género parecen ocupar un lugar temprano. Lagarde, entre otros autores, sostiene que las identificaciones de género constituyen “la primera gran clasificación” otorgando impresiones precoces acerca de uno de los aspectos subjetivos, por lo cual las referencias genéricas le aparecen al sujeto como “hitos primarios” sobre los que se organizarían otros elementos identitarios. La autora puntualiza sobre la pregunta “¿Quién soy?” como organizadora de la subjetividad “La identidad remite al ser y su semejanza, su diferencia, su posesión, y su carencia” (Lagarde, 2019) y señala que las respuestas se organizarán en la experiencia vital: “el vivir” personal que aporta sus ingredientes singulares, pero también generales en el forjamiento de la identidad. Lagarde señalará que “las mujeres comparten como género la misma condición histórica” pero se diferencian por sus coyunturas particulares “en sus modos de vida, sus concepciones del mundo, así como en los grados y niveles de la opresión” (Lagarde, 2019), cuestiones diferenciales que los estudios de género contemporáneos abordan desde la perspectiva metodológica denominada interseccionalidad. Pero haciendo abstracción de esas condiciones particulares de vida de las mujeres que implicarían diferencias graduales en la subordinación u opresión, la autora propone la existencia de características genéricas compartidas por “todas las mujeres…”. Se trataría de trazos de identidad, rasgos del ser que se encuentran por lo común en las mujeres atravesadas en sus experiencias vitales por los elementos simbólicos de un tiempo histórico compartido.

La clínica psicoanalítica detecta en las relaciones sexo- afectivas actuales malestares subjetivos que conservan huellas de patrones de dominio masculino. En lo que las mujeres comparten como género una modalidad vincular en la esfera erótica y un rasgo de carácter o de personalidad relativo a las prácticas afectivas prevalecen en la escucha clínica contemporánea, se trata de la “violencia racional” y del “ser para los otros”.

J. Benjamin se abocó en la década del 80 a analizar los “lazos de amor”, localizando una modalidad de violencia naturalizada societariamente que se forja en una estructura de dominación. Producirá su análisis psicoanalítico para dar cuenta de las posiciones que organizan la “violencia racional” que aparece con preponderancia en la cultura, focalizando los orígenes en las relaciones primarias, precisamente en los procesos de individuación y separación del sujeto psíquico.

La autora denomina “violencia racional” a la asociación entre erotismo femenino y sometimiento que encuentra presente en múltiples ocasiones en la sociedad contemporánea. “La fantasía de la dominación erótica impregna toda la imaginación sexual en nuestra cultura” (Benjamin, 2017) señala, subrayando cómo la imagen de la dominación erótica, incluso la de violación femenina, impregna la obra artística y “las imágenes más sagradas de trascendencia religiosa” desde siempre y “aparece como un tema vital de la imaginación pornográfica contemporánea donde las mujeres son regularmente representadas en lazos del amor” (Benjamin, 2017).

El ensayo alude a un tipo de violencia que se produce en forma racional, su análisis no pretende explicar todas las formas de violencia contra la mujer sino, como dice Benjamin “… limito mi estudio a la forma controlada y ritualizada de violencia que se expresa en la vida de la fantasía sexual y en algunas prácticas sexuales cuidadosamente institucionalizadas” (2017). Otras formas de violencia contra las mujeres no participan en este carácter racional, se trata de todas aquellas que cotidianamente se producen en la sociedad en las que las mujeres “simplemente son asaltadas y no pueden defenderse con éxito” (Benjamin, 2017).

Por lo tanto resaltará que “Esta fantasía, que mezcla amor, control y sumisión, también fluye bajo la superficie del “amor normal” entre adultos” (Benjamin, 2017) y es porque se erige en ese lugar tan destacado del intercambio sexual que la autora investiga los procesos de producción de subjetividad esperando mostrar la ligadura que encuentra entre estos posicionamientos en las fantasías y prácticas sexuales y las experiencias de la primera infancia de los sujetos psíquicos que se encontrarían cargadas del anhelo de reconocimiento por parte del semejante, de modo que el sometimiento al otro encarnaría un deseo de reconocimiento. “El otro es poseedor del poder que el sí mismo anhela, el otro es lo bastante poderoso como para otorgar ese reconocimiento” .

Benjamin produce su análisis a partir de un texto publicado en 1965 “The Story of O de Paulina Réage”, que obtuvo un gran reconocimiento, “excesivamente alto” según considera, y examina allí la fantasía mutua de control y sumisión “que conocemos como sadomasoquismo” a los fines de “examinar las cuestiones psicológicas que subyacen a la dominación a través del amor” (Benjamin, 2017).

La asociación entre amor y dominación tal como señala Meler “ha sido el eje de la crítica feminista respecto de lo que fue caracterizado como la mistificación del amor, y considerado como la argucia suprema del patriarcado para establecer la dominación masculina sobre las mujeres” (Meler, 2022).

La preponderancia en la cultura de las fantasías eróticas y las prácticas vinculares que adoptan esta forma de violencia, al llevar asociados amor y dominación conducen a Benjamin a describir como estructura elemental simbólica de las tramas subjetivas en cuestión: la producción de una dicotomía radical entre sujeto y objeto: “Esta es la dicotomía que, en la ciencia y en otras creaciones racionales, niega el reconocimiento mutuo de los sujetos” (Benjamin, 2017).

La autora encara el análisis de la primera relación vincular del infante con el otro de la dependencia. Las interacciones tempranas que posibilitan la afirmación del sí mismo infantil dependerían de la presencia de experiencias suficientemente buenas de reconocimiento de las necesidades y sentimientos del infante, en una mutualidad diferencial en tanto incluiría también de parte de la madre, el reconocimiento de la existencia del hijo como otro independiente. En el complejo proceso de diferenciación del sí mismo en los tiempos de dependencia del sujeto humano, Benjamin conjetura que los fracasos maternos en el reconocimiento del niño, al quitar significación a sus acciones y no permitir la vivencia omnipotente pondrían en juego una forma extrema de obediencia: el sometimiento.

En cuanto a los intercambios vinculares afectivos, las investigaciones concuerdan respecto a la presencia de una dimensión óntica de lo femenino: se trata del “ser para otros” que arraiga al servicio de una ética del cuidado del otro y de una postergación de las prácticas ligadas al “para sí”.

Para Lagarde se trata de una característica básica de las mujeres como seres sociales y culturales, es decir una cualidad que muestra una identidad genérica, que la lleva a sostener: “El deseo femenino organizador de la identidad es el deseo por los otros” (Lagarde 2019).

Fridman dirá al respecto: “El modo histórico de construcción subjetiva ha determinado que las mujeres constituyamos nuestra identidad de género, entre otros aspectos, alrededor de las relaciones amorosas. Se ha denominado a esta tendencia caracterológica como el ser para otros” (2022) que contrasta con la tendencia del “ser para sí” de los varones, mayormente proclives por tanto a las prácticas del placer gestadas en la estructuración de subjetividad en torno a la construcción del prestigio que le otorgará poder en la sociedad.

Fridman destaca que históricamente los varones han sido sostenidos afectivamente por las mujeres: “Como define Hobbes…en relación con la subjetivación por género: “ella para él, él para el Estado”, delimitando quienes son los sustentadores del poder económico, pero también quienes sostienen a los reproductores económicos” (Fridman, 2022).

La autora que basa su observación en la práctica psicoanalítica, declara la importancia de señalar la procedencia o recorte de las subjetividades investigadas y aclara referirse “a mujeres heterosexuales de sectores medios urbanos” cuando relata los malestares ligados a los vínculos amorosos que encuentra en la actualidad en su práctica clínica, señalando que: “Innumerables mujeres que han accedido a puestos de prestigio, tanto simbólico como económico, no cuentan con el sostén afectivo con el que cuentan los varones” (Fridman, 2022).

Respecto a esta categoría subjetiva ligada a la prevalencia del otro, y específicamente a las prácticas de cuidado, Jónasdóttir (2011) coloca en el centro de su análisis teórico del “patriarcado formalmente igualitario” el concepto de “poder del amor”. En su intento para explicar los motivos de la permanencia de la dominación masculina en las sociedades contemporáneas de Occidente, coloca en el centro de la escena la persistente desigualdad en el territorio de la afectividad respecto a mujeres y varones. La autora identifica “al amor y al poder del amor como una capacidad humana creativa-productiva -y explotable- de importancia comparable a la del trabajo o a la del poder del trabajo” (Jónasdóttir, 2011).

La politóloga islandesa comprende que el patriarcado en lo contemporáneo se fundamentaría en “la explotación del amor de las mujeres por parte de sus compañeros sentimentales” (Grajales Usuga, 2021) y analiza las sociedades igualitarias “formales/legales” que considera “como una estructura de poder política y sexual con especificidad histórica” (Jónasdóttir, 2011). Pondrá la atención en torno a las relaciones amorosas que se establecen sin coerción, es decir que se gestan libremente y que resultan centrales tanto para la reproducción de la vida como para la formación de las personas.

Grajales Usuga señala que en la tesis de Jónasdóttir, se produce en torno a ese estatuto del intercambio amoroso pactado libremente donde “subyace la clave para entender por qué sigue habiendo patriarcado en sociedades en las que las mujeres han sido reconocidas formalmente como iguales a los hombres y en las que han alcanzado el reconocimiento de derechos civiles y políticos” (Grajales Usuga, 2021).

La categoría del “ser para los otros” pone también en consideración las prácticas de crianza ya que como señala Volnovich “Aspirar a una democratización social a partir del amor en paridad jamás dejará de ser un anhelo vacío sino se toma en cuenta una nueva manera de gestionar las tareas de crianza” que notablemente siguen recayendo sobre las mujeres. Como especifica Volnovich, a pesar de los cambios en el territorio de las ciencias médicas que independizaron la sexualidad de la procreación, las tareas de crianza se constituyen en lo que “permanece” indicando una suerte de adelanto o bien “de agilidad” de la biología sobre la cultura. Esta práctica social que no varía, responde para el autor “a la subordinación superyoica” instancia psíquica que en tanto representante de la realidad exterior y “sedimento de las identificaciones” aparece como “el guardián de la ideología patriarcal que distribuye inequitativamente las tareas de crianza”

Asistir a las transformaciones culturales conlleva el desafío del pensamiento sobre lo contemporáneo a nosotros mismos, y la propuesta de equidad en las relaciones amorosas de las mujeres, hoy formalmente “sujetos” de derecho, invita a investigar en esas transformaciones también sus impases y sus sombras.

Como dice Agamben cuando interroga lo contemporáneo:

…contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de su tiempo como algo que le incumbe y no cesa de interpelarlo, algo que, más que cualquier luz, se dirige directa y singularmente a él. Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo.

Susana Pereiro, psicoanalista

 

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Articulo publicado en
Octubre / 2024