El día 1 de julio la revista Topía estuvo presente en el evento organizado por la FALGBT en el salón “Eva Perón” del Senado de la Nación con el fin de apoyar la aprobación de la Ley de matrimonio para personas del mismo sexo. Allí estuvieron presentes investigadores del Conicet, psicólogos, psicoanalistas, psiquiatras y profesionales de diversas disciplinas e instituciones explicando y argumentando los motivos por los cuales resulta un avance en la salud mental de nuestra sociedad.
Reproducimos la ponencia de Carlos Alberto Barzani que participó de la actividad representando a la revista Topía. A continuación se puede acceder a las presentaciones de otr*s profesionales:
Carlos Figari, Graciela Balestra, Pablo Gagliesi y Javier Martín Camacho
Ponencia de Carlos Barzani
Buenas noches, en primer lugar quería señalar un hecho que bien podríamos tomarlo como un analizador; observaba y comentaba con la Lic. Graciela Balestra la presencia de colegas de diferentes disciplinas y líneas teóricas con los cuales polemizamos en cuanto a diversas temáticas que atraviesan el campo de la salud mental, sin embargo, hoy estamos de acuerdo en estar tod*s aquí, apoyando la aprobación de esta ley.
Uno de los slogans utilizados por los opositores a esta Ley es considerar que las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo son “antinaturales”, que se trataría de conductas que son desviadas respecto del “orden de la naturaleza”. Este argumento parte de considerar sin prueba científica alguna, que el fin de la actividad sexual es el de la reproducción de la especie.
La realidad es que el objetivo de la reproducción casi nunca constituye el motivo de la actividad sexual. Decir que lo que un ser humano busca en una relación sexual es procrear es reducir el vasto abanico del erotismo y deseo humanos.
Hace ya más de un siglo, allá por el año 1905, el creador del psicoanálisis señala en sus “Tres ensayos de teoría sexual” que la pulsión sexual no viene abrochada a ningún objeto adecuado para su satisfacción y que “el interés sexual del hombre por la mujer no es algo obvio, sino un problema que requiere esclarecimiento”.
La pregunta que se nos impone es: ¿cómo esto que es ideología se constituye en lo “natural”?
Los estudios sociohistóricos y antropológicos nos muestran que conceptos como el de “masculino” y “femenino” que parecen tan “naturales”e inmutables, varían según la sociedad y la época de que se trate. Lo mismo ocurre con el modelo patriarcal de familia que es una figura histórica basada en la autoridad y dominación sobre la mujer y los hijos por parte del hombre adulto heterosexual que es considerado el jefe de familia. Es decir, que este modelo de crianza no es universal, sino que es específico de una época particular de occidente y de ciertos sectores sociales.
Esta “naturalidad” se logra a través de la reiteración de la misma trama argumental con pequeñas variaciones desde diferentes esferas:
Por ejemplo:
Comprobamos entonces, una repetición insistente de ese discurso desde diferentes órbitas: religiosa, médica-psiquiátrica, reforzadas por el bombardeo a través de los mass media. El modelo de familia patriarcal ha sido el ideal esperable, tanto de las telenovelas, como de los cuentos infantiles y libros de lectura escolares, donde la clásica foto muestra al papá viendo la tele o en el trabajo y la mamá cocinando o haciendo los quehaceres domésticos.
¿Cuántas familias entran en este patrón tan reducido?
No sólo quedan por fuera las familias con dos papás y/o dos mamás -que ya existen- sino las familias cuya cabeza pueden ser una madre soltera o viuda, una abuela, un tío, un hermano mayor, etc. Estas son las familias con las que nos encontramos los psicoanalistas en nuestra práctica clínica y comunitaria. Es desde esta experiencia que podemos sostener que la conformación saludable del psiquismo de un infante no depende -de ningún modo- del sexo o género de quienes lo crían, sino de la capacidad de cumplir con las funciones de soporte y de reconocimiento intersubjetivo y la creación de un vector que apunte a la exogamia. Debemos ser categóricos en esto: de lo que se trata es que esas funciones estén presentes, no de las personas concretas que las llevan adelante.
La disyuntiva que se les abre a los senadores es clara, la decisión que tomen, también lo es: o una legislación inclusiva y que garantice la igualdad y equidad efectiva de los derechos para el conjunto diverso de l*s ciudadan*s que conforman nuestra sociedad o bien, una legislación según el modelo del apartheid que instituye ciudadanos de primera y de segunda, y que en su mensaje apunta a la adaptación de las personas a una sociedad represora y homogeneizante que no da lugar a la diversidad de personas y de familias.
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Ponencia de Carlos Figari1
Circula un documento que contiene ya más de 500 firmas de investigadores/as, docentes argentinos e investigadores, en su gran mayoría pertenecientes al Conicet, en apoyo a la ley de igualdad.
El dato no es menor, ya que quienes dicen producir científicamente argumentos en contra, trabajan desde el más absoluto dogmatismo y falta de rigurosidad. En sus informes no se cansan de comenzar los párrafos con un contundente “es un dato objetivo” o “resulta evidente que”. Nada más alejado de la ciencia que esto.
De esa galera mágica que les permite hablar en nombre de un objetivismo casi divino (no es para menos cuando hablan en nombre de Dios), sentencian que la familia, además del latiguillo de que es la célula básica de la sociedad, sería una institución que devendría necesariamente de una ley moral universal.
La antropología, la historia, la sociología y otras tantas disciplinas han producido un vasto material que refuta este supuesto. No sólo a lo largo de la historia han existido muchas formas de agrupación humana asimilables a la familia actual sino que, también, existen formas muy diversas en otras culturas hoy en el mundo.
Si nos tomamos el trabajo de mirar un poco hacia atrás y hacer historia, es fácil deducir que la afirmación de algunos de que “el matrimonio está escrito en la misma naturaleza y en el corazón de los hombres” es falsa, ya que deliberadamente ignora sus vaivenes en el tiempo y el contexto de aparición relativamente reciente del sentido que atribuimos hoy al término. Ese tipo de afirmaciones demuestra perfectamente cómo una formación cultural es “naturalizada”, como si siempre hubiese existido así en el tiempo y el espacio.
Para mantener la figura tradicional del matrimonio se recurre a lo que denominan “discriminación justa”. Para ello sostienen que el propio derecho a la igualdad impide que se otorgue un trato igualitario a dos realidades que son radicalmente diversas y que, por eso, no merecen igual tratamiento. Puro racismo disfrazado.
Este es el mismo principio que avaló durante muchos años que las mujeres no tuvieran derechos civiles ni políticos, o que se establecieran prohibiciones matrimoniales entre personas de etnias o razas diferentes. Este razonamiento sirvió, además, para sostener las leyes nazis que prohibían el matrimonio mixto entre judíos y arios (Ley de Protección de la Sangre, 1935).
Nuevamente hoy tenemos que escuchar cómo se agita la aún frecuente y prejuiciosa vinculación de la homosexualidad con lo patológico, para establecer un criterio de normalidad. Cabe aclarar, sin embargo, que la definición de homosexualidad como enfermedad tiene una localización cultural y una duración bastante acotada en el tiempo. Aparece, y siempre como una gran discusión sin un claro consenso, recién a fines del siglo XIX y se extiende aproximadamente hasta la década de 1970.
La clasificación de la homosexualidad como una enfermedad mental se produjo recién en 1952, cuando la Asociación Psiquiátrica Americana (APA) publicó el primer DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales). Esa inclusión duró apenas veinte años, ya que en 1973 la dirigencia de esa asociación profesional aprobó en forma unánime retirar la homosexualidad de la lista de trastornos que componían la sección “Desviaciones sexuales” de la segunda edición del DSM (el DSM-II).
Los grupos en contra de la ley de igualdad suelen argumentar que esto se debió nada más que a la presión de los grupos militantes sobre la APA, lo cual es profundamente malintencionado.
Parten del supuesto equivocado de que la ciencia es aséptica. Esto implica suponer que los cambios de la ciencia nada tienen que ver con los acontecimientos sociales y políticos que se producen en la sociedad. ¿Alguien hoy podría sostener, desde la disciplina que fuese, que la ciencia no cambia gracias a procesos eminentemente políticos? En gran parte del siglo XIX y principios del XX, los estudios antropométricos determinaban las diferencias raciales (y de paso las diferencias entre hombres y mujeres) en virtud de una estadística craneana. Se determinaban los tamaños cerebrales relacionados con los niveles de inteligencia y desarrollo cultural de agrupamientos a los que denominaban razas. La que tenía entonces los cráneos más grandes y permitía el desarrollo de cerebros superiores era, lógicamente, la raza blanca. De allí venían, en escala decreciente, los amarillos, los colorados –indígenas de Norteamérica– y, al final de la cadena, cercanos al mono, sin ninguna sorpresa: la raza negra. Algo similar, se deducía, pasaba en la relación cerebral entre hombres y mujeres: de allí su diferencia “natural”. La metodología era impecable; los juicios, punto de partida de los razonamientos deleznables. La patologización o justificación biológica de los grupos disminuidos en virtud de la raza ha cambiado porque el movimiento de afrodescendientes y blancos de buena voluntad presionaron a la ciencia de su época, y produjeron saberes y conocimientos a costa de marginación e incluso de persecución. Lo mismo pasó con las mujeres y con los indígenas. Con gays, lesbianas, travestis, transexuales e intersexuales, eso aún está pasando.
En diversas alocuciones, especialmente en las reuniones de comisión del Senado que tuvieron lugar en el interior, las personas gays, lesbianas y trans han sido agredidas verbal y físicamente, tratadas de lacras y de porquerías. Incluso en documentos pseudo científicos como los producidos por la ignota Universidad Austral, hablan de las personas homosexuales como seres sometidos a todo tipo de desórdenes de la “conducta”, trastornos mentales, enfermedades, depresión, tendencia al suicidio, consumo de drogas (las lesbianas especialmente consumirían alcohol, según los “serios” estudios que invocan). También lxs tratan de promiscuos, violentos y, de paso, ampliamente portadores de HIV.
Esta ola de discriminación y odio la propagan y difunden en provincias sensibles. Las movilizaciones en el interior, así como el uso de chicos y chicas de los colegios confesionales para hacer campaña –que, dicho sea de paso, en gran parte son financiados por el Estado, o sea, que todxs los y las ciudadanas estamos contribuyendo a estos actos discriminatorios– no cesan de agitar fantasmas de violencia.
Hace más de 10 años denunciamos en mi provincia (Catamarca), por lo menos, un crimen de odio por año, sea de mujeres, sea de gays y travestis. No separamos los casos, y cada vez que hacemos una denuncia pública volvemos a publicar toda la lista, porque para nosotros no son específicos, ni aislados. Todos ellos se originan en una manera de construcción de sexo-género en que el varón heterosexual puede, a su antojo, determinar el carácter humano o no de las otras personas. De allí los abusos permanentes, la violencia, los crímenes aberrantes y una Justicia que claramente favorece este esquema. Hay mucho que hacer en el interior para desmontar instituciones opresivas en muchos campos. Por eso debemos hoy responsabilizar a quienes agitan odios por la sangre de esa gente.
Para muchos de nosotros, la altísima tasa de suicidio del Noroeste, sobre todo de adolescentes, se relaciona de alguna manera con estos esquemas opresivos. Por eso les pregunto a los senadores de Salta, por ejemplo, que demandan con preocupación hipócrita informes sobre las consecuencias del matrimonio homoparental en el cuidado de niños y niñas: ¿ustedes tienen algún informe de por qué un o una adolescente se suicida por día en Rosario de la Frontera, una ciudad de su jurisdicción? Si ustedes no se preocupan por los niños, niñas y adolescentes de su provincia, que evidentemente están en un estado de indefensión absoluta, ¿les vamos a creer que están profundamente preocupadxs por lo que les pueda venir a pasar a nuestrxs hijos e hijas?
Y acá entramos en las argumentaciones que desplazan la discusión al supuesto daño que pudiesen sufrir los hijos e hijas de parejas homoparentales.
Un primer argumento es que van a ser discriminados. Algo contradictorio: sólo serán discriminados en tanto quienes así lo afirman mantengan las situaciones de discriminación. Como sostenemos en nuestro “Informe de la Ciencia”, no se puede plantear como impedimento matrimonial que un niño/a pueda sufrir a futuro porque la sociedad es discriminatoria. Todos/as podemos llegar a sufrir o no discriminación por los más variados motivos. No se les dice a los afrodescendientes o a los judíos que no se reproduzcan en las sociedades donde subsisten prejuicios contra ellos porque sus hijos/as van a sufrir. La diputada Cynthia Hotton, forzando este argumento hasta el absurdo, sostiene que “las Naciones Unidas desaconsejan la adopción interracial o intercultural, para evitarle más problemas a un niño abandonado que ya trae sus problemas”. Es decir que, con esta perspectiva, los hijos de una pareja compuesta por una persona blanca y otra afrodescendiente, por ejemplo, serán seguramente discriminados por ser mestizos y en consecuencia no debería permitirse el casamiento entre personas de color, raza o etnia diferentes.
Por otro lado, sin tapujos, se supone que habría un daño. Así, en abierta contradicción con los estudios científicos y basándose sólo en lo que denominan “la experiencia”, un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe dirigido a los legisladores católicos sostiene que: “Como demuestra la experiencia (...), la integración de niños en las uniones homosexuales a través de la adopción significa someterlos de hecho a violencias de distintos órdenes, aprovechándose de la débil condición de los pequeños, para introducirlos en ambientes que no favorecen su pleno desarrollo humano”.
Hasta acá lo único que la “experiencia” nos ha demostrado es que quienes emiten esta declaración son los únicos que han provocado graves abusos a los niños y niñas sometidos a su cuidado o influencia. ¿Cómo pueden estos señores ser considerados una fuente moralmente autorizada para, siquiera, opinar al respecto?
A todo esto están las investigaciones producidas sobre las diferencias o no que podrían existir entre niños y niñas criados en hogares homoparentales y heterosexuales. Debemos, no obstante, dejar bien claro que el hecho de someter a estudio la existencia de las familias homoparentales es ya un punto de partida discriminatorio. ¿O alguien estudia a las familias heterosexuales para ver si tienen derecho a existir? A pesar de ello, entrar en esta discusión nos ayuda a visualizar los procedimientos hipócritas que intentan forzar conclusiones científicas a favor de la discriminación. El problema –para ellos– es que no consiguen forzar a la ciencia para que siga manteniendo sus prejuicios. En el Informe que produjo la Universidad Austral se sostiene que su investigación es abordada a partir de fundamentos científicos y racionales, y agrega que “la inadmisibilidad del matrimonio homosexual en el Congreso de la Nación no es una cuestión religiosa sino un debate público, laico, civil”. Eso no es cierto. Primero no dan los nombres de quienes escriben ese trabajo, ni sus credenciales institucionales. No las tienen. Se forman en el grado en instituciones de cuño católico conservador, siguen el posgrado en la misma red, publican sólo en sus revistas sin ningún reconocimiento académico, y el financiamiento de sus investigaciones proviene de las mismas instituciones o de fuentes privadas. No figuran prácticamente en el Conicet, pues no califican. Y todo esto no es por discriminación: simplemente no cumplen con requisitos mínimos para que su trabajo sea considerado científico por sus pares. Son comunidades pseudo científicas y endogámicas.
En el campo del conocimiento científico, en cambio, la abrumadora mayoría de estudios realizados en los últimos 40 años en varios países, una y otra vez, concluyen que no hay ninguna diferencia sustantiva entre los niños y niñas por haber sido criados en uno u otro entorno familiar. En el mismo sentido se han pronunciado las principales asociaciones profesionales y académicas. Existen cada vez más estudios con muestras más contundentes y períodos más extensos de observación.
La gran mayoría de quienes están en contra de la ley de igualdad, como contraargumentación, presentan meras revisiones de estudios realizados, intentando discutir aspectos metodológicos para deslegitimarlos. Sólo por dar un ejemplo, este mismo mes, en la revista Pediatrics, se publicó la investigación de Gartrell y Bos que durante 17 años estudiaron la evolución de 78 niños y niñas de madres lesbianas. Según dicho estudio, “los adolescentes que han sido criados desde el nacimiento en familias de lesbianas demuestran un ajuste psicológico saludable y, por lo tanto, nuestros resultados no proveen justificación para restringir el acceso a tecnologías reproductivas o a la custodia de niños con base en la orientación sexual” **.
Para terminar, y contestando al reciente editorial anónimo de La Nación y el pobre informe de la Universidad Austral: “Los hijos de la gente lesbiana, gay o trans no son cobayos, ni experiencias de ingeniería social con los menores huérfanos y abandonados”. No lo fueron, ni lo serán, porque simplemente ya están. Nacieron porque la vida, la felicidad y la reunión afectiva de las personas no piden permiso. Están ahí formando familias, buenas o malas, con mayores o menores problemas. En definitiva, como cualquier otra familia.