El Patriarcado puede ser considerado como un sistema, y en tanto tal, tiende a reestructurarse a través de las mutaciones social-históricas, manteniendo sus características básicas. Esta denominación que proviene del campo histórico, ha sido reflotada por el feminismo académico de la década del ’70 (Firestone, S; 1970; Millett, K; 1975; Delphy, Ch; 1980), para referirse a lo que, más adelante Pierre Bourdieu (1998) caracterizó como “la dominación masculina”. Su origen conocido se remonta hasta las antiguas culturas mesopotámicas (Lerner, G.; 1990) y abarca desde la esfera íntima de la existencia, desplegada en el ámbito familiar, hasta el ámbito público, donde el poder político ha sido masculino.
El sentido literal del término se refiere al poder de los padres, y con esto alude a que han sido los varones mayores quienes ejercieron dominio sobre las mujeres, los niños, los jóvenes y sobre aquellos hombres que no pudieron calificar para integrar los estamentos dominantes de la masculinidad social. Susana Gamba (2007) nos recuerda que Celia Amorós (1985) plantea que a partir de la Modernidad es posible describir un pacto masculino entre pares, coligados para ejercer dominio sobre todas las mujeres. La autoridad antes omnímoda del pater familias se delega entonces en el Estado, institución que, desde este punto de vista, no representa al conjunto social, sino que expresa el poder de los varones, del cual es heredero.
La dominación patriarcal manifiesta el carácter jerárquico de las estructuras sociales humanas, que algunos sueñan como igualitarias pero que, hasta el momento, han presentado siempre alguna modalidad de estratificación. Si bien el dominio masculino no es ejercido por todos los varones con similar intensidad, existe un rédito obtenido aún por los varones que Robert Connell (1996) ha clasificado como subordinados, por el solo hecho de ser hombres.
De modo que “patriarcado” es un término que enfatiza el carácter asimétrico de las jerarquías sociales basadas en el sexo, mientras que “dominación masculina” alude al hecho de que la pertenencia al género masculino implica ventajas, más allá de que cada varón logre o no, efectivizar los desempeños requeridos para integrar el género dominante.
El campo interdisciplinario de los Estudios de Género abarca ensayos filosóficos, estudios culturales, investigaciones sociales y estudios sobre la subjetividad.
La epistemología postmoderna nos ha familiarizado con la referencia de los conocimientos a los sujetos sociales que los generan, lejos de la ilusión positivista de un conocimiento objetivo cuya validez aspira a la universalidad. En la historia del saber, la universalidad se ha revelado como una universalización espuria del punto de vista parcial de los varones que ocuparon los estamentos centrales de las sociedades humanas, o sea, los hombres blancos, educados, heterosexuales y propietarios.
Los Estudios de Género han sido producidos, en cambio, por los sujetos incómodos con el status quo de los ordenamientos vigentes sobre el estatuto social de varones y mujeres. La vanguardia de esta tendencia fue representada por las mujeres educadas, que alcanzaron calificaciones académicas en un universo social que aún no tenía espacio para el trabajo femenino extra doméstico, por lo cual no ofrecía recursos institucionales ni arreglos conyugales para dar cuenta a la vez, de la crianza de las nuevas generaciones y de la práctica laboral de las madres. Esta dificultad está lejos de haberse superado, y constituye uno de los problemas sociales acuciantes en el mundo occidental contemporáneo.
En los años 80 se sumaron los varones que mantenían con la masculinidad hegemónica (Connell, ob. cit.) una relación marginal o subordinada, y que indagaron en la experiencia cultural y en la historia humana, buscando legitimidad para su existencia social y subjetiva.
Al mismo tiempo, las voces de las mujeres que integraban sectores sociales subordinados, tales como las afroamericanas, las latinas residentes en EE. UU., las orientales europeas, y las lesbianas, se unieron de modo polémico al coro femenino, aportando puntos de vista que arrojaron luz sobre modalidades específicas de subordinación y explotación de la feminidad. En los comienzos de los estudios feministas se cuestionó la naturalización de la diferencia sexual, y se puso de manifiesto que se trata de una categoría cultural construida sobre la información que proviene de la diferencia sexual anatómica pero que la elabora bajo la forma de una jerarquía social. Sin embargo, esta percepción de las relaciones de poder que atraviesan las relaciones sociales entre varones y mujeres resultó al tiempo algo esquemática, en tanto no daba cuenta de las complejas modalidades de estratificación derivadas del cruce del género con otras variables, tales como la clase, la etnia y la edad. El género como categoría teórica da cuenta entonces de uno de los órdenes fundantes, de modo lógico y cronológico, de las jerarquías sociales. Pero para captar la existencia social y subjetiva de cada sujeto, es necesario articular la percepción de su estatuto asignado sobre la base de su sexo, con otras formas de ubicación social derivadas de su capital económico y cultural, su origen étnico, su edad y la orientación de su deseo erótico.
Si bien la indagación académica se beneficia con el refinamiento de las categorías de análisis, debemos recordar que estos desarrollos se anclan en una visión política, que necesita definir cuales serán los sujetos de las reivindicaciones sociales promovidas. Esta definición se ha logrado mediante el acuerdo en lo que se ha denominado como “esencialismo estratégico” (Braidotti, R.; 2000), o sea un acuerdo de unificación de las diversas posiciones subjetivas sobre la base de su pertenencia común a un género, en este caso, el femenino. Este acuerdo refleja una realidad fáctica: en efecto, aún las mujeres de los estamentos dominantes, comparten con sus congéneres que padecen diversos órdenes de subordinación, la condición subalterna ante los varones, que no por haber perdido su carácter manifiesto y explícito está menos vigente en la actualidad
La condición social de las mujeres
Dado que la perspectiva de los Estudios de Género es, en términos generales, constructivista social, la comprensión de la subjetividad sexuada no se sustenta en los estudios sobre las diferencias sexuales biológicas, sino en un análisis sobre la condición social de mujeres y de varones. Partimos de suponer que en nuestra especie, el peso relativo del aprendizaje supera de modo decisivo las improntas de las disposiciones biológicas diferenciales. Este supuesto ha sido avalado por numerosos estudios relevados a ese fin (Ver Chodorow, 1984 y Connell, R; ob. cit).
De esta opción teórica se deriva que las estructuras clínicas y psicopatológicas descritas con lucidez por los autores inscriptos en el campo psicoanalítico, se deben articular con consideraciones referidas a la condición social de los sujetos estudiados. Los psicoanalistas pueden refrendar esta postura a poco que reflexionen. Las modalidades subjetivas que llegan a la consulta varían según se trate de un varón o de una mujer, y según nos encontremos ante un sujeto proveniente de sectores culturales tradicionales o modernizados. La edad marca tendencias en las subjetividades, y las situaciones familiares y laborales actuales iluminan con frecuencia el sentido de muchos malestares que no sólo se decodifican en clave biográfica y familiarista.
Por lo tanto, es adecuado y pertinente revisar algunas tendencias que diferencian la condición social de las mujeres de la propia de los hombres, en las sociedades occidentales postmodernas.
Compartimos de modo semejante la inestabilidad del contexto, denominada por Bauman como “Modernidad líquida” (2000). La familia nuclear monogámica indisoluble, característica de la Modernidad en su período intermedio, llegó a ser ingenuamente considerada como la cima de la evolución familiar de nuestra especie (Morgan, L; 1971). Hoy ha dado lugar a una diversidad de estilos familiares, entre los cuales podemos mencionar las familias monoparentales, ya sean consecutivas a un divorcio o conformadas de ese modo en su período inicial; las familias ensambladas, los hogares unipersonales, las familias homoparentales, las familias constituidas por adopción o por efecto de las nuevas tecnologías reproductivas, y las nuevas familias ampliadas con posterioridad a un divorcio, cuando la madre o el padre regresan al hogar de origen.
El trabajo, ese gran organizador social y subjetivo moderno, ha perdido su carácter dador de identidad y ya no garantiza una ubicación social consistente y previsible. El sistema capitalista de las sociedades de consumo experimenta crisis periódicas que se tornan cada vez más frecuentes, generando una inestabilidad existencial promotora de angustia generalizada. La población económicamente activa, antes a predominio masculino, ha experimentado un proceso de se denomina “feminización de la fuerza de trabajo” (Ariza y de Oliveira, 2001). Con esto se alude a que trabajan cada vez más mujeres, mientras que los varones, si bien conservan como rol social principal la provisión de las necesidades económicas familiares, ven disminuida su participación en el mercado debido a la retracción de la oferta de empleos, a la precariedad de las inserciones ocupacionales y al adelanto de la edad del retiro. Otra característica de esta tendencia reside en que hoy, todos los trabajos tienen características que antes fueron propias de las inserciones laborales de las mujeres, es decir que son precarios, por contratos acotados, sin estabilidad laboral ni cobertura de salud. Las personas alternan períodos de desocupación o subocupación con etapas donde están multiempleadas y estas fluctuaciones son imposibles de administrar según los requerimientos de la vida privada, lo que dificulta la conciliación entre trabajo y familia, situación que afecta de modo preferencial a las mujeres.
La globalización de la economía genera, sobre todo en el caso de los trabajadores calificados, la necesidad de migrar. Cuando la migración se produce sobre la base de la ocupación del varón, genera una desinserción laboral de las esposas. Es decir que la ocupación bien remunerada del cónyuge varón, si bien otorga un mejor estatuto social a todo el grupo familiar, empeora las relaciones de género al interior de esas familias, ya que incrementa la dependencia femenina. Esta condición fragilizada para algunas mujeres, puede empeorar de modo grave cuando se conjuga con la fragilidad de los lazos familiares y el matrimonio se disuelve. Si es la mujer quien debe migrar por razones de trabajo, el proceso inverso es mucho más dificultoso que en la alternativa antes descrita. Los maridos resisten generalmente con éxito al traslado, con lo cual las posibilidades femeninas de desarrollo de carrera empeoran. Si se logra sostener la cohesión familiar, es a expensas del sacrificio del progreso laboral de la mujer que es madre y esposa.
En términos generales, la condición de las mujeres es francamente subordinada en vastos sectores del planeta, donde su acceso a la educación, al dinero y al poder es escaso o nulo. Pero aún en el Occidente desarrollado, donde la condición femenina ha experimentado transformaciones vertiginosas y revolucionarias, las mujeres padecen los efectos de la inestabilidad familiar de modo más agudo, y en el ámbito laboral su inserción está lejos de ser igualitaria.
Subjetividades contemporáneas
El psicoanálisis se ha edificado en sus comienzos sobre el estudio del malestar cultural de las mujeres. Las histerias han constituido manifestaciones de la eficacia del doble código de moral cultural (Freud, 1908), y fueron homologadas con la feminidad sobre la base del conflicto intrapsíquico entre el deseo erótico y las regulaciones culturales interiorizadas (Dio Bleichmar, 1985). De modo semejante hemos podido relacionar las neurosis y las caracteropatías obsesivas con el plus de control que los sujetos dominantes ejercen sobre sus objetos de amor, que son a la vez, depositarios de los aspectos que fueron escindidos de su psiquismo con el fin de construir la masculinidad subjetiva (Meler, I., 2007).
Los estados depresivos, cuya prevalencia entre las mujeres al menos duplica la que se observa entre los varones (Burin et. al, 1990, Meler, I., 1996) se ha vinculado con la crianza materna, que estimula entre las mujeres la constitución de fronteras permeables entre el sí mismo y el objeto, lo que favorece la identificación melancólica, y con la vuelta de la hostilidad contra sí misma, situación estimulada por la socialización primaria femenina.
Las tendencias paranoides y confrontativas son parte integrante de la masculinidad hegemónica normalizada, y se asocian con la difícil y precaria construcción del sentimiento íntimo de ser varón y su constante y fallida lucha contra los deseos homosexuales asociados con la dependencia y la pasividad (Meler, I.; 2007).
Las parafilias, que pueden considerarse como patologías del género masculino, se asocian con la sexualización precoz y compulsiva propia de la crianza de los varones. Entre estos trastornos, el abuso sexual contra menores no deja de sorprender por su frecuencia, hecha visible a partir de los años 80, y por las secuelas psíquicas que han afectado de modo gravísimo la salud mental de sus víctimas.
Los trastornos psicosomáticos se relacionan con la sofocación del matiz afectivo de las emociones, más afín con la masculinidad subjetiva, también cultivada por mujeres modernizadas que pueden caracterizarse como histerias fálico narcisistas.
Los trastornos alimentarios constituyen una patología del género femenino, aún en aquellos casos minoritarios en los que son padecidos por varones.
En términos generales, en la actualidad se observa un proceso de semejanza progresiva entre los géneros, donde sin embargo, la persistencia de tendencias tradicionales no debe desestimarse, aunque permanezca encubierta por una fachada de similitud.
Los estudios contemporáneos sobre la subjetividad y los abordajes de atención y promoción de la salud mental, se benefician de modo sustantivo con su reestructuración a partir del enfoque que aportan los Estudios interdisciplinarios de Género. Esta es otra forma de expresar el nexo estructural entre la subjetividad y las relaciones de poder.
Irene Meler
Psicoanalista
iremeler [at] fibertel.com.ar
Coordinadora del Foro de Psicoanálisis y Género (APBA)
Directora del Curso de Actualización en Psicoanálisis y Género (APBA y UK)
Coordinadora docente del Diplomado Interdisciplinario en Estudios de Género (UCES)
Bibliografía
Amorós, Celia: (1985) Hacia una crítica de la razón patriarcal, Barcelona, Anthropos.
Ariza, Marina y de Oliveira, Orlandina: (2001) “Familias en transición y marcos conceptuales. Redefinición” en Papeles de Población, abril-junio nº 28, Toluca, Universidad Autónoma del Estado de México.
Bauman, Zygmunt: (2000) Modernidad líquida, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.
Bourdieu, Pierre: (1998) La domination masculine, París, Editions du Seuil.
Braidotti, Rosy: (2000) Sujetos nómades, Buenos Aires, Paidós.
Burin, Mabel, et al.: (1990) El malestar de las mujeres, Buenos Aires, Paidós.
Connell, R. W.: (1996) Masculinities, Cambridge, Polity Press.
Chodorow, Nancy: (1984) El ejercicio de la maternidad, Barcelona, Gedisa.
Delphy, Christine: (1980) Por un feminismo materialista, Barcelona, La Sal de las Dones.
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Firestone, Shulamit: (1970) The Dialectic of Sex, Toronto, Morrow.
Freud, Sigmund: (1908) “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, en O. C., Buenos Aires, Amorrortu, 1980.
Gamba, Susana, et. al.: (2007) Diccionario de género y feminismos, Buenos Aires, Biblos.
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Meler, Irene: "Estados depresivos en pacientes mujeres. La perspectiva de los Estudios de Género". Revista Subjetividad y Cultura, Nº 6, mayo de 1996. México.
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