¿Cuál es aquel secreto que anima, por así decirlo, el uso de la violencia sobre sectores populares que ocupan espacios en el corazón de la ciudad?
Desde mi punto de vista, los sancionados con el uso de la violencia estatal son aquellos sectores que vulneran el principio de máxima intrusión socialmente aceptable. Con esta expresión aludo a un principio que opera más acá o más allá de la conciencia, y se actualiza en prácticas y apreciaciones sociales -incluyendo políticas habitacionales, en cuanto a su grado de tolerancia respecto a los usos ilegítimos del espacio urbano. La representación prevaleciente, aunque por lo general implícita, es que sólo han de subsistir en la ciudad las villas u ocupaciones ilegales cuya ubicación geográfica coincida con el capital económico, cultural y social imputado a sus moradores. La aceptación o impugnación social de tales intrusiones se deduce del prestigio, o ausencia de prestigio, de los espacios físicos donde se asientan.
Cuando las ocupaciones se perpetran, por ejemplo, en barrios céntricos, acaudalados o de alto valor patrimonial, sus responsables son vistos como atrevidos y, por lo tanto, han de salir del silencio y dar cuenta de su accionar. No hay argumento de carencia o exclusión que justifique el sacrílego hecho de usurpar tierras a escasos metros del centro de poder económico y político del país.
Ante la instalación de un campamento de cartoneros en la plaza de su barrio, un vecino de Belgrano sintetizó su indignación gráficamente: “Pago impuestos caros justamente para no tener una villa al lado de mi casa” (La Nación, 19/1/2008). Los sectores relegados deberían, bajo esta percepción, contentarse con lo que ya tienen, y no pretender habitar en una ubicación exclusiva de la urbe privilegiada por excelencia.
Las ocupaciones que vulneran el principio de máxima intrusión socialmente aceptable se vuelven merecedoras de mayores acusaciones. Su presencia “atrevida” en el espacio urbano recibe disímiles réplicas oficiales, que oscilan entre el relativo abandono de esos sectores -lo que denomino políticas de omisión- y el hostigamiento. El fin último de las políticas de exceso dirigidas hacia quienes violan este principio de máxima intrusión socialmente aceptable es su expulsión de los límites de la ciudad. Y, si esto no es posible, al menos de sus barrios prósperos.
Es que no es sino fuera del aura de la ciudad capital que ciertos hábitos de los sectores relegados podrán ser considerados “normales”, como es el caso de la tracción a sangre. Las recientes entradas de un grupo de Facebook en contra de la tracción a sangre en la ciudad de Buenos Aires expresan sin tapujos cosas tales como: que las bestias de seres humanos dejen de maltratar a los pobres animales. O bien se muestra la dicotomía de que los caballos sienten y, en cambio, los cartoneros no tienen sentimientos, ni educación, ni nada.
Este discurso abiertamente deshumanizante está presente menos en los agentes del Estado que en los actores ambientalistas y ciertos medios de comunicación, ya que se encuentra deslegitimado -y por lo tanto, silenciado- como argumento oficial para justificar la expulsión de los vulnerables.
Si el neoevolucionismo actúa como sustento de buena parte de los discursos de actores que no tienen “nada que perder” -algunos grupos ambientalistas, residentes de clase media o algunos medios de comunicación-, el discurso público oficial seduce con la ecuánime moderación de su doble rostro constitucionalista y multicultural. Como casi cualquier discurso oficial, aquel del poder local es enfáticamente constitucionalista: se acentúa el valor público de los bienes a ser reconquistados desde los derechos consolidados de la ciudadanía. La cuestión se complejiza si tenemos en cuenta que las políticas del poder local también son ofrecidas, en particular desde el año 2000 en adelante, bajo un marcado ideario multicultural y de respeto por las diferencias. A esa extrema corrección política resulta difícil oponerse, aun cuando los efectos de tales políticas profundicen la desigualdad o hagan caso omiso de tales diferencias en cuanto a su real acceso a una integración ciudadana (el poder local no es ajeno, por cierto, al background naturalista, solo que este se ve atenuado bajo esta doble máscara).
Tres décadas atrás, durante la dictadura militar (1976-1983), la máxima intrusión socialmente aceptable se deducía sin gran esfuerzo de los argumentos esgrimidos por los funcionarios. En un sentido similar, cuando los desalojos se ejercitaban con violencia ostensiva durante los años 90, quedaba el camino allanado para objetar la ilegalidad de sus métodos. Al argumentarse hoy día una recuperación del patrimonio para todos o celebrar la cultura, el medio ambiente o la memoria, despojando además la expulsión del uso de una violencia explícita, resulta difícil ofrecer reparos.
En un trabajo reciente (Carman 2011) analicé la institucionalización, durante la actual gestión del poder local, de la Unidad de Control del Espacio Público bajo la órbita del ministerio homónimo. Sus empleados expulsaban a los habitantes de plazas o baldíos en plena noche, para luego ser depositados en la avenida de circunvalación de la ciudad. Se han hecho numerosas denuncias por el accionar de este grupo, que incluía golpes, robos, insultos y quemas de pertenencias de los sin techo. El caso singular de uso de la violencia -que, como vemos, se transforma en recurrente- es “sustraído a la obligación de observar la ley” (Agamben 2007: 61), y justificado porque sus destinatarios son, a su vez, considerados ilegales.
Ya en 2006, un trabajador social del poder local nos relataba con estupor los primeros atisbos de tales prácticas:
“Los predios ‘a lo guapo’ lo manejan ellos, con un camión y un móvil policial, de noche. De día no los vas a ver (…) ‘Nosotros lo que hacemos es dispersarlos un poco’, me dijo uno de ellos. (…) Actúan como un grupo de tareas [de la dictadura militar]. Los deportan a la frontera…”.
El hecho de abandonarlos bajo amenazas en aquella “frontera soberana” de la capital tiene un fuerte contenido simbólico pues, como sabemos, la ciudad se prolonga de allí en adelante, hasta la extenuación, en el Gran Buenos Aires. El dudoso ejercicio pedagógico consiste en señalar cuál debería ser el “hábitat natural” de los pobres y los límites que pueden o no cruzarse.
Pese a que hoy día no hay legitimidad para admitir oficialmente el derecho restringido a la ciudad del que gozan los sectores más desfavorecidos, no nos debe extrañar que el principio de máxima intrusión socialmente aceptable continúe operando como justificativo –puertas adentro y sin expresión pública– de políticas expulsivas. En conversaciones privadas con funcionarios del poder local se revelan los motivos que movilizan los proyectos de traslado de sectores populares, luego camuflados bajo ecuánimes alusiones a la recuperación de espacio público para el disfrute de una ciudadanía ideal.
Lo interesante es que aquel secreto emerge a la luz cuando el profesional involucrado nos percibe a nosotros, su interlocutor, como un par. Comento un par de casos muy brevemente.
Un abogado de un organismo de derechos humanos que intervino activamente de las negociaciones para la expulsión de la Aldea Gay de Ciudad Universitaria en 2006 pugnó por conseguir que una familia en particular sea incluida en un plan de viviendas del gobierno -porque estaba encariñado con ellos y los consideraba pobres meritorios (Bourdieu 1999: 163)-, pero tomó distancia de la negativa oficial de apoyar la cooperativa de vivienda de estos cartoneros gays y travestis ya que, según sus palabras, los gays son “quedados, poco luchadores”, y “cada uno obtiene según lo que le corresponde”: “Los gays es un puterío, se pelean entre ellos… Están re victimizados. ¿Qué planteos pueden hacer ellos al Gobierno?”.
Este profesional estaba al tanto de los continuos abusos que estos habitantes gays o travestis habían sufrido por parte de la policía (violaciones, allanamientos, robo y quema de pertenencias), de los cuales estos últimos no habían presentado denuncias. ¿De esto deberíamos inferir que, si las víctimas “sobreactúan” su condición es porque existe un goce no admitido en el hecho de haber padecido violencia? ¿O refiere a que, al haber interiorizado en exceso su estatus de víctimas tendrán obturados toda agencia, o derecho a réplica, frente a nuevos atropellos? La condición de victimizados de este sector de población, ¿atenúa retroactivamente la violencia ejercida sobre ellos, borra la responsabilidad de los culpables, o bien habilita un continuo ejercicio de la violencia[1]?
Que el discurso oculto de este profesional emergiera a la luz frente a mí resultó comprensible por lazos sociales previos conmigo: teníamos la misma edad, y nos habíamos conocido tiempo antes en el cumpleaños de un amigo en común. Él no hubiese confiado su verdadero sentir a una antropóloga a quien no hubiese considerado un igual.
Confesiones de esta intimidad surgieron también con una funcionaria municipal involucrada no solo en el desalojo de la Aldea Gay -y en el desarmado de su cooperativa de vivienda- sino también en la controvertida expulsión de la villa Rodrigo Bueno de 2006, que luego fue suspendida por la jueza interviniente por su extrema arbitrariedad e ilegalidad. En este caso, el puente entre nosotras fue nuestra mutua condición de trabajadoras sociales, mi carrera de origen.
Esta trabajadora social recurrió a una de estas metáforas zoológicas para referirse a su primera impresión de la Aldea Gay: “Cuando vi como vivían, como ratas, me quería morir…”. Existe un tratamiento diferencial de los sectores populares según cómo es percibido y apreciado su capital económico, cultural y social. Así como se intenta favorecer a los pobres más cercanos a la clase media -por su trayectoria, vocabulario, expectativas o modales que resultan “familiares”-, los más marginales no resultan interlocutores válidos.
Esta profesional a cargo del operativo responsabilizó a los habitantes de la Aldea Gay de que el apoyo oficial a la cooperativa se venga abajo, ya sea por su “falta de educación” o por no ser “familias”, aunque diluido en un tono paternalista:
“Fue muy complicado hacer ingresar a hombres solos. (…) Son así de pintorescos, me matan (…) Aunque para ser cartoneros se hacen entender bien (…) Sacarlos de este lugar es lo mínimo que podemos hacer”.
La prudencia y la afabilidad constituyeron el repertorio central de los habitantes de la Aldea Gay en encuentros con los trabajadores sociales a cargo de su expulsión: si bien deslizaban chistes o quejas, no había una oposición explícita a sus planteamientos. Pero la aceptación del patrón paternalista de comunicación ofrecido por los agentes estatales se transformaba, una vez que estos últimos se retiraban de escena, en un sofisticado arsenal de comentarios cínicos. ¿Es que los subordinados, como supone Scott (2004: 33-35), actúan una máscara en presencia del poder, y representan convincentemente la humildad y el respeto? Me inclino a pensar, en cambio, que la contestación al dominante se ritualiza en ciertos escenarios colectivos, y sus posturas de rechazo asumen formas indirectas o altamente estetizadas. Mi intención no consiste en suponer falsedad en los vínculos desiguales y autenticidad con los propios, sino en procurar comprender la complejidad de tales vínculos, máxime si tenemos en cuenta del constante -y justificado- temor de éstos y otros habitantes de villas en el posible uso de violencia en la expulsión.
Las circunstancias que he sintetizado aquí me permitieron ser testigo privilegiada de la dramática desigualdad entre el discurso público y el oculto (Scott 2004: 28). En la mayoría de las entrevistas con funcionarios o empleados municipales -ya fuesen en su despacho o compartiendo un viaje en colectivo- no pude cruzar ese asombroso umbral que pudiera transportarme de las respuestas estandarizadas a los verdaderos motivos, más complejos, de las acciones públicas decididas en la intimidad.
Las trabajadoras sociales involucradas en las controvertidos procesos de expulsión de la villa Rodrigo Bueno y la Aldea Gay, que habían sido alumnas mías en la Universidad, fueron las interlocutoras más reticentes. El mutuo conocimiento jugó en contra en el trabajo de campo: ellas estaban comprometidas en los extorsivos procesos de desalojo de ambas villas, e intuían mi desacuerdo moral con su modus operandi. El espeso silencio reinante en las entrevistas resultaba un rico analizador del vínculo, y de la vigilancia moral que ellas suponían que yo ejercía sobre ellas, bajo los pliegues de mi tono ecuánimemente afable. Incluso hubo situaciones en las que mi entrevistada, sintiéndose juzgada por mi silencio, irrumpía en explicaciones de índole personal para justificar su participación en la operatoria de expulsión, aclarando que el trabajo no le agradaba pero que no podía conseguir el traslado a otra dependencia, o que se veía forzada a trabajar allí para pagar la hipoteca de su casa. “Nosotras si hablamos de lo que pensamos por ahí se nos cae el contrato”, se excusó, con dudosa ética profesional, una de ellas.
Lo cierto es que los derechos de estos habitantes “indeseables” eran proporcionales, pues, a aquella “inacabada humanidad” que les era adjudicada… al menos cuando surgían aquellas situaciones extraordinarias del trabajo de campo en que logramos sortear ese abismo entre los discursos públicos y ocultos de los profesionales intervinientes.
María Carman
Dra. en Antropología Social UBA / Investigadora CONICET
mariacarman [at] uolsinectis.com.ar
Bibliografía
Agamben, Giorgio 2007 Estado de excepción (Buenos Aires: Adriana Hidalgo).
Bourdieu, Pierre 1999 La miseria del mundo (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica).
Butler, Judith 1992 “Fundamentos contingentes: el feminismo y la cuestión del postmodernismo” en Butler, J. y Scott, J. (ed.) Feminists Theorize the Political (London: Routledge).
Carman, María 2011 Las trampas de la naturaleza. Medio ambiente y segregación en Buenos Aires. (Fondo de Cultura Económica: Buenos Aires).
Scott, James 2004 Los dominados y el arte de la resistencia (México D. F.: Ediciones Era).
Nota
[1] Me resultó inspirador el trabajo de Butler (1992) sobre la violación de una mujer, en la cual la figura de su sexo es asociada –por estar fuera del espacio de la domesticidad– a una natural proclividad a la expropiación. Bajo esta representación, los mismos términos por los cuales se explica la violación ponen en acción la violación, y conceden que la violación ya estaba en proceso antes de que tome la forma empírica de un acto criminal.