El dossier del que forma parte este escrito se llama los destinos del placer en la cultura actual. La posición que quiero sostener no es compleja: las doctrinas actualmente hegemónicas sobre el placer excluyen de antemano la posibilidad intrínsecamente placentera de la subjetivación política. Sin embargo, exige dos aclaraciones sumarias para evitar entorpecimientos previsibles en la lectura. La primera es una disculpa: en el argumento que sigue, el término placer se usa sólo como palabra, desprovista de las exquiciteces técnicas que rodean al principio de placer. (Lo mismo sucede con el verbo gozar). La segunda es una definición. En perspectiva historiadora el destino no es una entidad futura ya dispuesta, que atraiga hacia sí los fenómenos actuales para encaminarlos como su meta. Si el término tiene un sentido, sólo nombra la eficacia de unas fuerzas actuales -discursivas y prácticas- que destinan sus fenómenos en dirección a tal o cual horizonte. No excluye la posibilidad de que las intervenciones subjetivas desvíen sensiblemente ese devenir regular; más bien anhela esos desvíos.
I
Por lo que se oye, vivimos en la era del placer. En la valoración implícita de los discursos circulantes, placentero equivale a bueno, o a buenísimo. Nos hemos liberado de los deberes; los placeres imperan como instancia ya legitimada de por sí, que no requiere autorización alguna. El principio de razón ha invertido la carga de la prueba. No es preciso declarar por qué alguien hace lo que hace; basta con preguntar por qué no? Si esto fuera efectivamente así, nada habría que objetar. El juicio moral que apela a deberes de otro tipo resultaría no sólo inoperante por anacrónico: también sería injusto. Qué más podríamos solicitar? Una cultura que eleva los placeres al rango de doctrina de estado es inobjetable. Si esto fuera efectivamente así. Pero es más que sospechoso. Y el hecho tan pregonado de que han caído los deberes admite más de un signo de interrogación. Más bien ocurre lo contrario: una concepción particularmente limitativa de los placeres ha sido elevada al rango de nuevo deber. El estado impera una adhesión ilimitada a la nueva normativa de los placeres prescriptos.
Con el fin de las utopías, el futuro se ha desvanecido como tiempo propio de las políticas centradas en el estado (captura, transformación, eliminación, tanto da). La ideología de Estado, consecuentemente, no se relaciona ya con las utopías futuras de progreso y justicia que prescribían deberes sino con las realidades efectivas ya dadas. Si el estado nacional representaba a un pueblo hecho de ciudadanos; el estado tecnoadministrativo representa un mercado compuesto de consumidores. Si el ciudadano del estado nacional se representaba en términos de deber y progreso, el consumidor del estado tecnoadministrativo se prescribe en términos de placer inmediato. El desplazamiento temporal del futuro al presente, el desplazamiento moral del deber al placer, no altera para nada la naturaleza despótica de los imperativos hegemónicos estatales. Si el deber era la estrategia de dominación en las sociedades de penuria, el placer se ha convertido en la estrategia de dominación en la sociedad opulenta.
II
En la lógica del consumo, el placer se determina espontáneamente de un modo sumamente restrictivo. Esta modalidad del placer es la que excluye la subjetivación política. Esta concepción del placer es la que representa esta subjetivación en términos de su opuesto: la doctrina hegemónica imagina que la política pertenece al régimen del antiguo deber. Pero el soporte subjetivo de estas determinaciones es un tipo históricamente muy particular: el consumidor.
Según la lógica del consumidor, será placentero todo aquello que lo confirme y satisfaga en sus gustos y preferencias. El mundo estará ofrecido como panoplia de objetos dispuestos a satisfacerlo o dejarse caer. El consumidor es libre de elegir y desechar de los objetos del mundo ya dados. Lo que lo confirma en su ser es placentero; lo que no lo confirma lo contraría no es más que un retorno displacentero -aunque a veces necesario- del deber. No hay terceras posibilidades: conmigo o contra mí, deber o placer. A su vez al consumidor instituido por el estado tecnoadministrativo, esta simplificación binaria le resulta increíblemente placentera. No parece inmutarse por ignorar la diferencia entre el placer de disponer de los objetos ya dados y el de estar en sujeto.
Como esta modalidad de gozar los placeres está elevada al rango de fundamento del estado, como el estado se define como meramente administrativo, como esta estrategia gusta confundir los deberes con los placeres y como los placeres por ella dispuestos prescriben tomar del pletórico mercado los bienes ya dados, bien podríamos llamar a esta doctrina concepción administrativa de los placeres. El placer se achata contra el principio de realidad.
El placer es lo que confirma a yo; el deber, si contraría a yo, es porque confirma a otros. Placer es yo, deber es otros. Los malos en su egoísmo reaccionario optan por yo; los buenos, en su altruismo heroico, por otros. El esquema campea a derecha e izquierda.
Esta concepción del placer imagina que cualquier otro tipo de acción se reduce a la renuncia. Su complemento es la moral heroica de la subjetivación. Quien no goza de los placeres ya dados es porque no sabe o no quiere. Si no sabe es idiota; si no quiere es un héroe -otra forma de la idiotez, aunque mejor ornamentada. En ninguna sucede otra cosa que sufrimiento, por torpeza o por generosidad. El heroísmo se reduce a la constatación de que alguien se ha sustraído a los placeres para que los otros, sus protegidos, puedan alguna vez acceder finalmente. El único término de esta lógica es el placer administrativo. En el consumidor se presenta de inmediato; en el héroe, en un futuro redimido y multiplicado. El culto iconográfico unánime del Che (del cine a la estampilla) está aquí para probarlo. Un romántico que ha renunciado al rugby y la moto para que otros puedan llegar una vez al rugby y la moto: consumo general y diferido.
Pero si el deber actual es la confirmación de yo en los objetos de la realidad, algún otro placer habrá en sustraerse subjetivamente a los imperativos estatales. Como también puede dar testimonio esa misma iconografía, no parece que el tipo estuviera sacrificialmente entregado a un deber. Tampoco se lo ve sufrir desmesuradamente a Marcos -y no creo que sea sólo el pasamontañas. Si alguien no aparece con moto, raqueta o cátedra no es porque haya renunciado al placer o porque no le sea accesible. Quizá haya encontrado otra cosa. Pero la doctrina actual es ciega al respecto. O tiene, o carece o renuncia. De sujeto, ni hablar.
III
¿Por qué la subjetivación política resulta tan fácilmente asimilable a la renuncia moral en términos de deber respecto de otros? ¿Es que no ha quedado huella alguna de la experiencia política marxista? Ha quedado una huella, pero no es de las más activas. Ha quedado sólo el despojo de una lectura moral del imperativo de cambiar el mundo, cambiar la vida.
Aquí será necesario separar: lo que la experiencia marxista ha tenido de práctica subjetiva de alteración por un lado; lo que ha tenido de representación de objetivación utópica, por otro. La subjetivación política marxista no coincide con la representación establecida de eso mismo. Si el sujeto político estaba activo, pero el discurso representaba esa actividad ante los individuos que lo componían como un deber moral una renuncia heroica o una adhesión romántica a ideales santos, eso no ha constituido más que un inocente autoengaño. Quién ha encontrado un placer de otro tipo bien puede otorgarse el plus de imaginar que ha renunciado a los otros placeres -que han perdido interés, que meramente han caído.
Esa representación no traía consecuencias negativas en la medida en que la efectividad subjetiva de la política producía de por sí sus efectos independientemente de la representación moral de los ciudadanos devenidos camaradas. Pero hoy, en ausencia de esa posición de sujeto, la representación es letal: es un término central en el dispositivo estatal del placer-deber. La herencia desecha del marxismo termina trabajando insólitamente al servicio del deber. Algo falla.
IV
Las doctrinas actuales del placer gozan al ignorar la subjetividad política. Para estas doctrinas, sólo hay subjetividad estatal. Los buenos son estatalmente reconocibles como impulsados por los ideales; los malos, por la mera pulsión de dominio. Aquí lo que bloquea al pensamiento es un modo de concebir la política que ha caducado. Esta modalidad agotada supone que el Estado es el objeto central de la política, que la política es la conquista de un estado de cosas, que la política está casada por la visión anticipada de ese estado de cosas, que la política está causada entonces desde los ideales.
Un individuo ya estructurado puede adoptar tales o cuales ideales. Su superestructura ideológica puede variar, pero su infraestructura psíquica está clausurada. Ninguna experiencia puede alterar esa estructura: o se inscribe mansamente o se repudia. Si una experiencia se inscribe en un individuo es porque ya estaba el lugar que la esperaba. Si lo que sucede confirma o contraría al consumidor, no hay chance alguna de que una nueva marca subjetiva suplemente, alterando, la estructura ya dada. Nada nuevo puede engendrarse. El consumidor goza o renuncia. ¿Eso es todo?
Será necesario postular la existencia de un placer de otro tipo: un placer que no goza de objetos ya dados sino de estar en sujeto. Se trata del placer que no renuncia heroicamente a los viejos objetos en pos de un ideal superior sino que los deja caer de las manos cuando se le presenta una oportunidad de otro tipo. Es el placer que no se reduce al par confirmación - contrariedad de las experiencias respecto de una estructura subjetiva ya dada sino que sin confirmar ni contrariar, altera al hombre con el que se encuentra.
Para que esto sea posible, será necesario a su vez postular la posibilidad de que la política misma sea capaz de suscitar una marca suplementaria en las individuos que entran en la composición de un sujeto político. Y postular a la vez que la inscripción de esta nueva marca alteradora, lejos de hacer sufrir a quien la adopta, le abre la posibilidad de estos placeres de otro tipo.
Para admitir la posibilidad de que una política existente suplemente subjetivamente la estructura de un individuo, puede colaborar un argumento. Si en la línea que postula Badiou la política efectiva es la verdad de una situación, también tendrá efectos de verdad para los habitantes de la situación estructurados por el discurso para el cual esa política es una verdad disruptiva. Disruptiva resultará también entonces para ellos. Una condición excedentaria para estructura de la situación carecerá también de sitio en la estructura subjetiva previa de sus habitantes.
Un dato de la experiencia puede también colaborar. Quienes han tenido una experiencia política que los ha marcado tienen serias dificultades para significar las huellas que esa militancia ha dejado. (No hablo de las marcas de la represión sino de las experiencias de haber estado políticamente en sujeto). En ausencia de política, ese relato se solemniza o se trivializa. La escena política no se deja reducir a otra escena: parece autónomamente inscripta. La huella queda loca al desvanecerse el discurso que la ha instaurado y puede significarla. Nuestra época sin política no comprende ni puede comprender esas marcas: intenta reducirlas -a veces con éxito- a realidades psíquicas previas, como si el encuentro con una política activa no hubiera sido precisamente un encuentro fundante de subjetividad.
Si es posible tal política, con ella se instaura la posibilidad de unos placeres de nuevo tipo: los placeres de la sujetivación política. La marca suplementaria reordena el conjunto de las marcas estructuradas de la subjetividad previa. Los objetos que estaban instaurados como donadores de placer sufrirán algunos corrimientos. La política no instaura un objeto de placer privilegiado sino la posibilidad de la subjetivación. Así cae la oposición polar entre el placer y el deber. Aquí no se trata de renunciar a yo y sacrificarse por otros sino de la subjetivación -que permite que yo se enriquezca y suplemente con los otros que entran en la composición del mismo sujeto colectivo.
Ahora bien, si la política es la que instaura las condiciones de marca suplementaria capaz de suscitar los placeres de la subjetivación, la ausencia de políticas activas de emancipación determina a su vez la imposibilidad de estas modalidades del placer. Por eso mismo los destinos del placer en la cultura actual pueden obviar la subjetivación y gozar tibiamente en la administración de los bienes que el mundo ofrece a diario.
Ignacio Lewkowicz
Historiador