El texto que se publica es un adelanto de la próxima Revista Topía que va a aparecer en el mes de abril; en este número inauguramos una nueva sección: "Por qué la izquierda hoy". A contramano de Javier Milei y la internacional neofasista creemos que el pensamiento de izquierda sigue siendo una reserva ética y política ante la barbarie del capitalismo neolibaral. Por ello no dudamos en lanzar como consigna, en el inicio del gobierno de Milei, que "Salud Mental es luchar contra el neofascismo".
"Estarán las izquierdas actuales en condiciones de afrontar ese trabajo abrumador? Habrá que inventar otras, arrojarse a una nueva apuesta pascaliana? No podemos saberlo. De lo que si podemos estar seguros es de que, en el mundo que ha llegado a ser, es eso o la
Nada"
Lo que puede oponerse a la declinación de Occidente no es una cultura resucitada, sino la utopía silenciosamente contenida en la imagen de la declinación
Theodor W. Adorno
Me basta con conocer las razones que tengo para rechazar esta sociedad. Es posible demostrar que es un Mal, que no està hecha para el hombre sino para la explotación. A partir del momento en que se toma la decisión de cambiarla, hay que hacerlo con la máxima radicalidad
J. P. Sartre
Se dice que un tal Agustín Laje y otros esperpentos similares son los ideólogos –ellos prefieren decir los “filósofos”- de nuestro gobierno, que seguramente los merece. Se dice tambièn que han aprendido mucho de Gramsci, y de allì su recurso recurrente a la expresión “batalla cultural” (que por otra parte fue una creación del kirchnerismo, hace ya muchos años). Cuesta imaginar qué es lo que pueden haber aprendido de ese genial filòsofo marxista, cofundador del Partido Comunista Italiano (PCI). En todo caso, el supuesto aprendizaje ha resultado en una gigantesca confusión, ya que una cosa es usar la cultura para hacer política –lo que de todos modos sería un Gramsci muy simplificado-, y otra cosa es usar la política para aplastar la cultura, que es lo que hace el fascismo en general, y nuestro gobierno en particular. No estamos inventando nada que no pueda leerse en los diarios todos los días: la famosa “batalla cultural”, lejos de consistir en un debate de ideas, no es otra cosa que una guerra sin cuartel desatada contra la educación pública, la investigación científica, las distintas formas de producción artística, el periodismo, etcétera. Y ello en el marco del hambre, la desesperación y la violencia material y simbólica sufridos por las grandes mayorías. A lo que hay que añadir, por supuesto, la ya abyecta degradación de la rica lengua castellana mediante el uso en las redes de una jerga obscena, viscosa, primatesca, que ya no es una verdadera lengua, sino una acumulación de gruñidos vomitados sobre esos espacios que se llaman (equivocadamente) de “comunicación”.
la famosa 'batalla cultural', lejos de consistir en un debate de ideas, no es otra cosa que una guerra sin cuartel desatada contra la educación pública, la investigación científica, las distintas formas de producción artística, el periodismo, etcétera
De esta discursividad –si se la puede llamar asì- grotesca, nos interesa destacar los únicos términos verdaderamente políticos que se suelen usar (como presunto insulto), a saber, comunismo o comunista. La aplicación abusiva del epíteto a sujetos que no solo no se “autoperciben” como tal cosa, sino que son francamente “de derechas”, es por supuesto un manifiesto dislate (si bien no tan inédito o novedoso como se suele creer: el generalísimo Franco tildaba de comunistas a Roosevelt y a ¡Chamberlain!). Pero la abundancia y frecuencia, que bien podría ser interpretada como paranoide, de la palabra, repetida mil veces (ocasionalmente con la variante de “zurdo/a”), ¿no podría inducir la hipótesis, o al menos la ocurrencia, de que se tratara de un síntoma? Y en ese caso, ¿síntoma de qué cosa?
esos significantes, sobre todo a partir de la caída del Muro, o bien fueron totalmente borrados del lenguaje, desvanecidos (enviados al desván de los objetos olvidados) o bien quedaron negativamente congelados como descriptivos de opresoras dictaduras, sentido que le había impreso el estalinismo en sus variadas formas
Arriesguemos, tan solo a modo de pretexto para introducir un par de argumentos. En primer lugar, y puesto que todo síntoma suele enunciar una verdad, la insistencia en el calificativo –especialmente cuando ejercida por el presidente de una nación- està inadvertidamente desmintiendo a quienes afirman que hace ya décadas que no existen màs la izquierda y la derecha. Como dice una amiga, los que dicen eso son siempre, casualmente, de derecha; y bien, no, aquí tenemos una serie de sujetos bien de derecha que no dicen eso, aunque, astutamente, mientras llaman “comunistas” o “zurdos” a los demás, no se autodenominan de derecha o “fachos”, sino “libertarios”… que siempre fue, como una de las versiones del anarquismo, una ideología de izquierda: o sea que por todos lados están diciendo que eso sì existe, si bien se equivocan parcialmente en cuanto a los sujetos políticos estigmatizados. Es decir: inesperadamente, la extrema derecha ha hecho volver a la vida conceptos que parecían disueltos en el aire, como comunismo o izquierda.
En efecto, esos significantes, sobre todo a partir de la caída del Muro, o bien fueron totalmente borrados del lenguaje, desvanecidos (enviados al desván de los objetos olvidados) o bien quedaron negativamente congelados como descriptivos de opresoras dictaduras, sentido que le había impreso el estalinismo en sus variadas formas. Este es uno de los màs grandes triunfos discursivos de la derecha en lo que ahora se llama la batalla cultural, ya que desde luego en todos esos ejemplos el auténtico comunismo brilló por su ausencia. Al mismo tiempo, el empeño de esos despotismos por asociarse al significante “comunismo” facilitó la tarea de la derecha, que se aprovechó abundantemente de tal asociación. Sin embargo, desde hace una quincena de años, algo empezó a cambiar. Las razones son variadas y complejas, pero se puede decir que la catastrófica crisis de 2008 fue una de las decisivas. Esas palabras empezaron a retornar desde lo reprimido en autores como Alain Badiou o Slavoj Zizek (que están lejos de ser los únicos, claro), y se multiplicaron los congresos, conferencias, debates y jornadas sobre aquel “auténtico” significado de la palabra comunismo, que las burguesías habían sepultado y las burocracias estalinistas habían degradado o falsificado. Esa puerta cerrada con siete llaves empezó a entreabrirse nuevamente.
el avance arrollador de un capitalismo fuertemente 'financierizado' y con una lógica política cada vez más cruel y violenta, pero que al mismo tiempo está en crisis, ha supuesto asimismo una aguda crisis de lo que hasta hace poco se conocía (mal, pero ahora no podemos extendernos en la cuestión) como democracia
Son solo rendijas, por ahora; pero nunca se sabe –y entonces es algo a lo que se puede apostar-cuándo un viento huracanado surgido de algún rincón va a abrir de par en par los postigos del portón, o incluso derribarlo. Una vez màs, como decíamos hace un momento, la teoría de –o al menos la hipótesis sobre- el comunismo se inscribió en la agenda de transformaciones provocadas por una contingencia histórica –que en verdad, es una de esas “casualidades permanentes” con las que filosofaba un expresidente argentino, a saber, las cíclicas crisis del capital que Marx venía teorizando desde mediados del siglo XIX-. La Historia, que en la década del 90 había finiquitado, arrojada a la basura por un profesor japonés, volvió a colarse por la ventana, y la idea del comunismo despertó de entre los muertos. Es cierto que muy “resignificada”, como se suele decir, ya discutiremos de qué maneras1.
Se nos podrá objetar un optimismo trasnochado, cuando en el mundo actual se observa por doquier el crecimiento de las derechas neofascistas y similares. Pero la cuestiòn asì està mal planteada. No somos en absoluto irresponsablemente optimistas sobre el estado presente del mundo. Solo estamos constatando que junto con ese crecimiento reapareció aquel concepto maldito, todavía tìmidamente, pero representando un poquito frente a la nada anterior (y ya sabemos: entre cero y algo, la distancia es infinita). Pero ya volveremos sobre esto. Permítasenos antes abundar sobre otros aspectos asociados a la crisis mencionada, que no fue solamente económica, sino tambièn política, social, cultural, y hasta subjetiva.
Para empezar, el avance arrollador de un capitalismo fuertemente “financierizado” y con una lógica política cada vez màs cruel y violenta, pero que al mismo tiempo està en crisis, ha supuesto asimismo una aguda crisis de lo que hasta hace poco se conocía (mal, pero ahora no podemos extendernos en la cuestiòn) como democracia. Hemos tenido que aprender que la “democracia” que teníamos era por lo menos cómplice del Mal de la explotación que menciona Sartre. Por supuesto, las clases dominantes pretenden haber olvidado, muy convenientemente, que la democracia moderna nació en 1789 parida por una revolución –otra palabra desaparecida de los diccionarios-, cuya famosísima consigna no era simplemente “Libertad”, sino Libertad / Igualdad / Fraternidad.Y está de más decir que todo el capitalismo –aunque sobre todo en ese formato que ha dado en llamarse “neoliberal”- ha sido una empresa, a veces extremadamente violenta, para precisamente separar a la Libertad de sus dos palabras hermanas. Y si bien se puede decir que en cierto sentido la democracia moderna es un “invento” de la Revolución Francesa, esa fragmentación burguesa de sus componentes ideales de la que estamos hablando no ha hecho otra cosa que deslegitimar paulatinamente (y en los últimos tiempos muy aceleradamente) tanto el concepto como la práctica de la democracia. Es uno de los grandes debates filosófico-políticos de nuestra actualidad: ¿qué significa, cómo definir hoy, una democracia realmente legítima? Porque va de suyo, y casi da pudor tener que aclararlo, que esa definición, así como la democracia misma, no es una entelequia abstracta, sino un producto histórico que cambia una y otra vez al ritmo de la lucha de clases, las crisis económico-políticas, los conflictos sociales, y demás.
Pero estábamos en la Revolución Francesa. Una de los grandes debates que se produjo ya desde su estallido giró alrededor de la cuestiòn de qué hacer con Luis XVI, el rey depuesto: ¿había que someterlo a un proceso legal o ejecutarlo sumariamente sin juicio previo? Robespierre y Saint-Just defendieron esta segunda posición, con un argumento seguramente opinable pero ingenioso y, como veremos enseguida, muy importante para el debate filosófico-político que invocábamos: si el rey fuera sometido a proceso, habría que contemplar la posibilidad implícita de su inocencia. Pero desde el punto de vista de la lógica de la revolución republicana, esto es un completo absurdo: la monarquía es por definición ilegítima, y por lo tanto el rey es necesariamente, ontológicamente, culpable de ilegitimidad, por el solo hecho de ser rey. Entiéndasenos: aquí no estamos discutiendo si estuvo bien o mal guillotinarlo a Luis Capeto. Lo que nos importa señalar es que todo poder despótico, y mucho más si se arropa en una “democracia” transformada en patética farsa, es constitutivamente ilegítimo. Y que lo que se puede llamar el momento verdaderamente revolucionario –independientemente de lo que suceda después con la propia revolución- es el de una alteración radical de la lógica misma del pensamiento jurídico-político tal como se había naturalizado hasta ese momento, congelando las nociones de legalidad y legitimidad imperantes e inventando otras. Según una famosa tesis de Benjamin, es justamente esto a lo que teme el poder constituido ante una revolución: a la emergencia de una nueva Ley –en el sentido amplio de una nueva estructura de lo Simbólico- que torne ociosa e ilegítima la anterior. Curiosamente, el miedo a la revolución no es a su posible violencia, sino a la potencia de la nueva juridicidad que produce.
A partir de allì, el significante clave del lenguaje político debió ser Revolución. Es eso lo que inauguró, o mejor, fundó, lo que llamamos “modernidad”, si le retiramos a esta categoría todos los eufemismos con los que el progresismo biempensante ha intentado “pacificarla”: en verdad, en tanto nos consideremos “sujetos modernos”, somos todos hijos del acto con el que en 1793 un rey perdió la cabeza por un golpe de la filosa hoja metálica del ingenioso invento de Monsieur Guillotin. Lo que sucede es que el poder instituido, y la propia Ley vigente, prefieren olvidar que provienen de una violencia instituyente que en su momento histórico produjo una Ley nueva. Prefieren olvidarlo, en efecto, por temor a que la historia en efecto se repita, y como tragedia…para ellos.
Tal como nos atrevimos a decir en otra parte, pues, no podemos seguir comportándonos como si viviéramos en una democracia “normal”. En verdad, nunca tuvimos esa “normalidad”: todo lo que se nos aseguró que se podía satisfacer con la democracia llamada burguesa –comer, educarse, curarse- se esfumó sin rastros una y otra vez, y en la actualidad esa ausencia alcanza el rango de una verdadera catástrofe. Y no son solo las necesidades básicas y la salud física las que están en estado de desastre, sino el propio equilibrio psíquico. Literalmente, se está queriendo volver loca a la sociedad. Y agreguemos algo que durante décadas vino señalando nuestro maestro y amigo León Rozitchner: el Terror que fue instalado entre nosotros en la década del 70, nunca se fue. Hace 40 años recuperamos la democracia, sí, pero una democracia aterrorizada, como si dijéramos jamàs del todo recuperada de un “trauma” que repetidamente retorna de lo reprimido, paralizando a la sociedad.
En el seno de esta tragedia social, económica, política, cultural, etcétera, no podemos darnos el lujo de confundir nuestras prioridades. De allì que sea pertinente reflotar aquella idea esfumada, la de comunismo, como paradójicamente insiste en hacerlo, con repetición obsesiva, el presidente de la nación.
Como decíamos màs arriba, en una primera etapa, inmediatamente después de la caída del muro, la clase dominante la dio por enterrada para siempre. Pero un par de décadas después del colapso, algo empezó a moverse de nuevo. Tuvieron que volver a mirar, aunque fuera de reojo, quienes se habían apresurado a sepultar el cadáver. Mirar, y aterrarse, como los aterrados testigos de un famoso cuento de Edgar Allan Poe cuando descubren que el cuerpo ya en descomposición del Sr. Valdemar sigue albergando un “alma” bien viva. Y tal vez ese terror explique en parte la emergencia màs o menos exitosa, en este período, de los neofascismos, o derechas extremas, o como se quiera llamarlas, neoliberales o no. Hay que recordar que todos los fascismos históricos tuvieron como antecedentes casi inmediatos la posibilidad de un terror “rojo”: el bienio rosso en Italia, el movimiento espartaquista en Alemania, el republicanismo revolucionario en España. Es cierto que no hay en el horizonte actual nada de esa dimensión terrorífica para los grupos dominantes –aunque no es que no haya pasado estrictamente nada, como en seguida mencionaremos-, pero la crisis es tan catastrófica que, si bien la clase dominante toma nota tanto como nosotros de la todavía debilidad de unas izquierdas revolucionarias capaces de pergeñar una alternativa radical, al mismo tiempo saben que ellas serían la única alternativa posible (tendremos que discutir algo màs esto), y entonces el temor al “comunismo” vuelve a recorrer con un escalofrío la espina dorsal del poder. Incluso se podría formular la hipótesis de que la extensión totalmente disparatada del epíteto “comunista” a quienes no tienen un pelo de tal cosa de la que hablábamos antes es un síntoma de ese temor, y no mera estupidez o ignorancia2. Esa afirmación, atribuida a Fredric Jameson, de que es màs fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo vale sobre todo para los capitalistas: para ellos el fin del capitalismo es el fin del mundo.
Porque, y sin necesidad de ser “optimistas”, como decíamos, pensemos: ¿cuántas veces se nos había dicho que en siglo XXI ya no había posibilidad alguna de grandes sublevaciones o levantamientos populares, no digamos ya revoluciones? Y bien: ya siete años antes de la crisis de 2008, aquí nomás a la vuelta, tuvimos que se vayan todos, con todas las ambigüedades y reservas que se quieran. Y a partir del 2008, Occupy Wall Street o las llamadas primaveras árabes, y la primavera turca. El que esto escribe presenció de cerca esta última, estando de visita en Estambul. Casi al mismo tiempo hubo una “primavera brasileña” y muchos otros movimientos rebeldes, hasta llegar al estudiantazo chileno de 2019, interrumpido por la pandemia. Desde ya que ninguno de esos movimientos alcanzó un completo estatuto revolucionario, y todos fueron diluidos, o derrotados, o secuestrados, o traicionados. Por supuesto, la clase dominante prefiere siempre hablar de “fracaso”, implicando –con el canónico recurso ideológico de tomar la parte por el todo- que toda revolución, toda forma de insurgencia popular, està destinada a fracasar. Pero ellos saben muy bien, en el fondo, que ningún “fracaso” es garantía de que los oprimidos no vuelvan a empezar, cuando las condiciones lo permitan. Y en el miedo al comunismo de las clases dominantes hay la oscura conciencia de que, justamente porque las revoluciones “fracasaron”, o al menos quedaron truncas, sus objetivos iniciales sobrevivieron, absolutamente vigentes en su no-satisfacción, y de que por lo tanto no hay razón alguna para que en cualquier momento vuelvan a ponerse en marcha. Alterados y re-semantizados al compás de los problemas de época, sin duda; obligados a repensar estrategias y tácticas, y aún hipótesis teórico-políticas, va de suyo. Pero vigentes: es decir, aterrorizantes.
Ahora bien, hay que reconocer que por ahora estamos hablando de potencialidades, no todavía de potencias. El espíritu revolucionario, el “fantasma” del comunismo, permanece en estado de latencia, pero sin duda las sucesivas derrotas lo han debilitado. Por otra parte no se puede desconocer la responsabilidad que en ello les cabe a los propios derrotados, incluidas unas izquierdas revolucionarias que hasta ahora no han podido estar a la altura de las exigencias de la época, pese a lo cual, como ya insistiremos, son la única alternativa realista –sin necesidad de “pedir lo imposible”- en el estado actual del mundo. En esta situación muchos afirman (Daniel Bensaîd o Enzo Traverso son los casos màs notorios) que, si la derrota fue la de los magníficos deseos de emancipación que atravesaron al siglo XX, y si nos empeñamos en rescatar las ruinas de la memoria de aquellos sueños, la apuesta, además de pascaliana (es decir, una apuesta al “por si acaso”) es necesariamente melancólica.
Pero, atención: en esta melancolía no se trata de “la sombra del objeto cayendo sobre el sujeto” de la que hablaba Freud. La melancolía de la apuesta pascaliana recupera el costado un tanto rabioso y decididamente trágico que ya había detectado Lucien Goldmann en esa obra maestra de 1955 sobre el pensamiento de Pascal y Racine titulada El Dios oculto. El espíritu trágico no es el de un sometimiento al destino inevitable, sino el de la rebeldía contra la condena: en el peor de los casos, “Voy, pero bajo protesta”, como le decía el Caballero a la Muerte en El Séptimo Sello de Ingmar Bergman. En el espíritu trágico se lucha contra esa necesidad, apostando a la contingencia de la redención mesiánica, que puede estar siempre a la vuelta de la esquina, afirmaba Benjamin. No es una lucha a ciegas ni un espontaneismo anárquico: la Historia tiene, sin duda, ciertas reglas identificables; pero lo que no tiene son garantías absolutas ni favoritismos especiales.
Mirar, y juzgar, la Historia desde el atalaya de la apuesta pascaliana, de la tragedia y la contingencia inesperada, del proyecto de emancipación mesiánica que ahora mismo podría estar doblando la esquina, es alterar radicalmente la concepción hegemónica de la Historia, que es la que –porque la Historia se hace en el presente- sostiene los intereses del Poder. La Historia no es lineal, no es teleológica, no es un movimiento de permanente “progreso”, su temporalidad no es “homogénea y vacìa”, y su espacialidad no es geométrica y cerrada. Esta imagen dominante de la modernidad debe ponerse profundamente en cuestiòn, pero no en nombre de una abstracta “postmodernidad” ni de una reaccionaria “anti-modernidad”, sino de una otra experiencia histórica, una otra cosa que, sobre todo a partir de la llamada “globalización” (eufemismo para la mundialización de la ley del valor del Capital, hubiera dicho Samir Amin), ha hecho volar por los aires los límites temporales y espaciales tal como los percibíamos cuando (creíamos que) estábamos en la modernidad. Hoy la globalización, en la cual el Capital había creído ver su posibilidad de expansión ad infinitum, no existe màs: han regresado los muros de hierro, las rígidas fronteras nacionales, las guerras entre Estados. Esa mundialización de la ley del valor del Capital ha sido autodestruida por el Capital mismo mediante una furibunda crisis. Es interesante, a este respecto, que –al igual de lo que sucedía cuando todos sabíamos quiénes eran Henry Ford o Rockefeller- volvamos a oír nombrar a los grandes capitalistas, a los “capitanes”, aunque no ya de la industria sino de los grandes ultraconglomerados tecnológicos y financieros (Musk, Bezos, Zuckerberg, etcétera). Y es que con el neoliberalismo fascista ha retornado recargada la era del Individuo, del gran Líder, un Führer que no es solo político, sino megaempresarial. Lo que no ha cambiado, no obstante, es aquel estallido espacio-temporal que mencionábamos. Es, entonces, en la aceleración vertiginosa de los tiempos y en el resquebrajamiento permanente de los espacios que se juega hoy toda posibilidad de una política emancipadora. Si convenimos, además, en que todo esto se da en el contexto de una asimismo acelerada destrucción de nuestro espacio natural, la conclusión es tan sencilla como dramática. No es que “no hay plata”: no hay tiempo.
No hay tiempo, en efecto, porque la misma humanidad està cambiando a ojos vista. Ya en los años 60 Pasolini sostenía que el neocapitalismo estaba produciendo una mutación antropológica. En los últimos años, al compás de las redes sociales, las nuevas formas de consumo, las nuevas “realidades” virtuales y las nuevas subjetividades narcisistamente autocentradas, esa mutación està dejando a Blade Runner o Matrix como piezas arqueológicas. En todo caso, para repetirnos, lo que el proceso pone en jaque es la idea misma de la democracia. Las insatisfacciones democráticas -las de una democracia formal, abstracta, que planea con olímpica indiferencia por encima de las fracturas sociales- producen un vacío que puede en ocasiones generar, en efecto, deseos oscuros cuyo único objeto sea la destrucción del Otro. En el mejor de los casos, se alteran los sentidos existentes -históricos, ideológicos, filosófico-políticos, y así- sin por ello necesariamente eliminarlos, sino, mucho peor, transformándolos en un galimatías del absurdo, aunque carente de la gracia poética de Ubú o Dadá. La eufemística “clase política” –o sea, los partidos burgueses, con sus matices- son responsables, pero también lo son, y tal vez especialmente por haber estado en el poder (y en muchos casos seguir estándolo), los gobiernos “progresistas”, de “centroizquierda”, “nacional-populares” o como se los quiera llamar: ellos no fueron menos “burgueses” que los partidos del sistema, y dejaron decepción e insatisfacción en prácticamente todo. Esta clase política burguesa confía demasiado en los liderazgos individuales, que han venido apagándose consistentemente –salvo por ahora Milei, como queda demostrado-, y su lógica es la construcción política desde arriba hacia abajo, lo cual deja inerme a la sociedad.
Mirar, y juzgar, la Historia desde el atalaya de la apuesta pascaliana, de la tragedia y la contingencia inesperada, del proyecto de emancipación mesiánica que ahora mismo podría estar doblando la esquina, es alterar radicalmente la concepción hegemónica de la Historia, que es la que –porque la Historia se hace en el presente- sostiene los intereses del Poder.
Es en este contexto pre-apocalíptico que palabras como izquierda y comunismo adquieren un nuevo valor, y pueden ser puestas de nuevo en discusión. Desde ya, no pueden ser usadas del mismo modo que antes de los 70 (aunque no hay por qué tirar por la borda toda la tradición de lucha a ellas asociada). En el vértigo que invocábamos, tienen que ser pensadas en su perpetuo movimiento. Y la palabra movimiento no la usamos aquí inocentemente: es la que usaba Marx para definir su comunismo: el movimiento de negación crítica de la realidad actual que hará posible la conquista del “reino de la libertad”. El comunismo no es un arquetipo detallado de sociedad; no es un modelo preconcebido, ni tenemos de él un mapa arquitectónico. Por la sencilla razón de que no podemos saber de antemano –sería una autocontradicciòn lógica- qué van a querer hacer los hombres y mujeres con su libertad, esa gran palabra que no vamos a abandonarle al enemigo. El comunismo es la imagen utópica contenida en el colapso de la civilización actual a que se refiere Adorno en nuestro epígrafe. Como tal, es la marcha hacia la refundación de todo lo existente: ya no se trata únicamente de la socialización de los medios de producción, sino de todo lo que hay de común en la existencia humana: de la cultura al amor, del arte y la poesía a la tècnica, de la sexualidad a la naturaleza, de la política a la tierra. Vale decir: la nueva Ley y la nueva legitimidad de una democracia construida desde abajo y totalizante (que es lo contrario de “totalitaria”), y no el retorno a la democracia frustrada y falsaria que tenemos hoy; como nuevamente dice Adorno, no se trata de “resucitar” aquello que nos condujo a donde estamos. Una encendida defensa de lo político, en lugar de las políticas al uso, una época en que la nueva, feroz, brutal fase de acumulación y reproducción del Capital –que se llama imperfectamente “neoliberalismo”- la ha transformado, a lo sumo, en un balbuceo mediocre que no atina siquiera a una mínima administración de lo existente, no digamos ya a la creación de lo nuevo, con lo cual toda supuesta “innovación” no es màs que una vuelta de tuerca dentro del juego del Poder, cuyo objetivo último es la liquidación de una inmensa porción de la humanidad, que en la actual lógica de acumulación es un obstáculo al “crecimiento”. La defensa de lo político, entonces, supone su revolucionamiento profundo, incluyendo la urgente batalla en el reino de las subjetividades que es imprescindible re-crear. El comunismo es, en definitiva, la totalización de lo comunitario hoy privatizado, secuestrado. En ese sentido, es la empresa civilizatoria por excelencia: la “causa perdida” que puede recuperar deseos dormidos, incluso, sì, los de una auténtica libertad para los individuos, y no la farsa grotesca que pasa por tal cosa. Hoy, en el estado del mundo actual, esta causa hay que montarla sobre un abismal vacìo. Nunca antes hubo mayor necesidad de la canónica “crítica de todo lo existente”.
Las experiencias acumuladas en las últimas cuatro décadas de “democracia”, el ciclo repetido hasta el hartazgo de fluctuación entre la esperanza, la frustración y la repetición, deja meridianamente en claro que esa clase de crítica y transformación radical no la podrá llevar a cabo ningún socialdemocratismo / nacionalpopulismo / centroizquierdismo / socialprogresismo, etcétera, en tanto no están dispuestos a arrancar la realidad actual de raíz, como recomendaba Marx, o a fundar una nueva Ley. Esos prometedores de ilusiones sì que han fracasado una y otra vez: incluso cuando ganan elecciones (y hasta eso han dejado de hacer) son “los que fracasan al triunfar”, que decía Freud, porque están impedidos de entender que lo fundamental no se juega en las elecciones, sino en los movimientos subterráneos, en los estremecimientos de las capas tectónicas de la sociedad. Y en buena medida son esos fracasos los que han tendido un puente de plata para los neofascismos proliferantes en el mundo de un Capital capaz de agarrarse de cualquier cosa –tambièn, cómo no, de guerras en Ucrania y genocidios en Gaza- con tal de prolongar la agonía con medicinas artificiales. Los centrismos (o “reformismos”, como se decía cuando existían las revoluciones) son incapaces de detener la destrucción de lo común, porque son incapaces de pensar la destrucción del capitalismo: creen que lo único que hay para oponerle al neofascismo –que es el formato político necesario del Capital hoy- es la moderación y la defensa de las instituciones existentes, como si no fueran ellas, en su inmovilidad, las que permiten el triunfo de los neofascismos. Creen que asì se logrará –lo dijo una expresidenta- un capitalismo “decente” (una contradictio in adjecto). Sumemos su estadolatría fetichista, que no es sino una inversión simétrica del fetichismo del mercado, donde se pierde el vínculo constitutivo que hay entre ambos bajo el régimen del Capital, màs allà de los conflictos coyunturales que ocasionalmente aparecen entre ambos, pero que jamàs ponen en riesgo la lógica del sistema. Esa actitud pusilánime ante el dominio del Capital ha existido siempre, pero nunca como hoy se ha transformado en cómplice de lo peor. Esa política degradada, con su “cretinismo parlamentario” y sus negociados espurios en la penumbra de los despachos, con su olímpica indiferencia ante las demandas populares, con su avidez de un poder en estado de descomposición, pasaba por ser la política, y por lo tanto desilusionó a los que se habían hecho demasiadas ilusiones, empujándolos a la supuesta impolítica de la extrema derecha. Esta minúscula y patética política quizá todavía durará un tiempo, en estado de putrefacción acelerada. Pero su destino màs probable es la disolución en el aire.
Es por todo lo anterior que mantenemos nuestro chascarrillo del título, a propósito del elogio del binarismo (al menos, y solamente, en este terreno): no solamente la oposición izquierda / derecha persiste, sino que el carácter catastrófico-terminal de la crisis, que està haciendo brotar como hongos los movimientos neofascistas, màs la brutalidad directamente antihumana de esta relativamente nueva lógica del capital hace que solo una izquierda decididamente radical y anticapitalista podría salvar al mundo de su autodestrucción. No hay màs lugar para los grises y las componendas, para los tímidos ensayos de un progresismo bienintencionado, cuya cobardía ante el poder lo complica con él. El problema de fondo ya no es una mejor distribución de la riqueza, o las cuestiones de gènero y diversidades, o siquiera los derechos humanos: por supuesto que todas esas cosas –asì como el derecho a la salud, a la educación, a la vivienda- deben ser defendidas a rajatablas; pero es imprescindible comprender que esa defensa ya nunca màs va a poder ser completa y consecuente si –para insistir- no somos capaz de dar el salto y producir una nueva legalidad y una nueva legitimidad que sea abismalmente diferente a la que tenemos. La tarea del movimiento que venimos nombrando, es ciclópea, descomunal. Lo que hoy se denomina “comunismo” no es todavía una solución, sino un enorme problema. Sabemos de memoria, hemos tomado nota de las novedades, de las transformaciones del mundo reciente en que se deberá emprender la tarea: que el mundo del trabajo ha cambiado radicalmente, que el proletariado ya no es lo que era, que la financiarizaciòn del capital y las nuevas formas de extracción de plusvalía, que las redes sociales y la inteligencia artificial, que la destrucción salvaje de la naturaleza, que el fin de la globalización y las renovadas formas de racismo, que hay que desertar de lo que creíamos que era la democracia, que el capital ha colonizado hasta el inconsciente de los sujetos generando una era de “servidumbre voluntaria”… Etcètera, etcétera. ¿Estarán las izquierdas actuales en condiciones de afrontar ese trabajo abrumador? ¿Habrá que inventar otras, arrojarse a una nueva, gigantesca, apuesta pascaliana? No podemos saberlo. De lo que sì podemos estar seguros es de que, en el mundo que ha llegado a ser, es eso o la Nada.
1 Estos párrafos están basados en nuestro prólogo a Santiago Roggerone, La hipótesis comunista, de próxima aparición en La Red Editorial
2 Ibid.