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El espejo del estadio. El “narcisismo de masa”, entre el fascismo y el neoliberalismo

 

En el verano de 1936 se llevaron a cabo los Juegos Olímpicos mundiales en la ciudad de Berlín, organizados por el régimen nacionalsocialista. Para el evento, Hitler hizo construir un monumental estadio, diseñado por su arquitecto favorito, el técnicamente genial Albert Speer. La intención manifiesta del Führer era que el estadio y los juegos se levantaran como un gigantesco espejo de la Vaterland, para que reflejara ante el mundo entero la grandeza de la Nueva Alemania, esa que iba a durar un milenio de poder imperial indestructible. Para documentar la monumentalidad misma del acontecimiento, se le encargó a la gran cineasta Leni Riefenstahl la filmación de lo que desde entonces -e independientemente del inequívoco contenido ideológico- se sigue estudiando en las escuelas de cine de todo el planeta como ejemplo paradigmático de un extraordinario documental, Olympia.

El narcisismo “hace masa”, como se dice, y disuelve al sujeto en la lengua y la imagen del Poder. Y eso no es patrimonio de un solo formato político del poder

Se trata, en efecto, de un documento excepcional. Ninguno como él ilustra tan acabadamente la celebérrima tesis de Walter Benjamin -que data de un par de años antes de las Olimpíadas- sobre la estrategia típicamente fascista (aunque habrá que discutir esa “tipicidad”) de la estetización de lo político.1 Es decir, en palabras aproximadas del propio Benjamin, de una eliminación de la experiencia histórica de los sujetos, en favor de una ficticia “eternización” (el régimen iba a ser milenario, como la “Roma eterna”) que hiciera de lo político, justamente, un monumento de mármol para la contemplación extática, y no un producto de las tragedias de la Historia. Así, como dice Benjamin, a las masas se les permite satisfacer un vicario placer estético-formal, a cambio de su sujeción política y social.

Casi cada uno de los fotogramas del film de Riefenstahl responde a esta lógica: los y las atletas olímpicas, con sus cuerpos esculturales semidesnudos, iluminados por un erotismo helado e inalcanzable, los músculos en tensión mientras arrojan la jabalina o el disco, son estatuas perfectamente ahistóricas, metafísicas. Enfocadas desde abajo para agigantar la figura, recortadas en inmovilidad mineral contra un cielo límpido y vacío, suspendidas en el aire prístino, completamente extraídas de todo contexto (social, político, incluso deportivo, ya que su soledad iconográfica no contempla el “equipo”), son imágenes semidivinas, siempre iguales a sí mismas, sin historia. Como le sucedió al mítico Narciso, el Espejo ha ahogado totalmente a la vida.

Estamos, por supuesto, ante el mito de la “raza superior”: mito tecnificado, según la expresión de Furio Jesi2, ya que es efectivamente la técnica -fílmica y fotográfica, para el caso- la que hace posible la fabricación del mito en el Espejo de celuloide. Mito racial, y también de género: obsérvese, en nuestras respectivas ilustraciones, la postura de veneración pasiva en la mujer versus el activismo físico y el empuje hacia adelante (con jabalina “fálica” incluida) para el hombre. El inevitable narcisismo implícito en esas figuras solitarias de semidioses olímpicos se reduplica en una suerte de narcisismo étnico-político de la “germanidad” contemplándose a sí misma en el azogue de su presunta diferencia radical respecto de otras porciones de la humanidad. Ese reflejo deslumbrante confirma una identidad “mineral”, sin fisuras, hecha de una vez para siempre: es decir, nuevamente, sin historia.

Hay que llamarlo también, a riesgo de forzar un tanto la noción, “narcisismo de la pequeña diferencia”3: ese donde la distancia con el Otro debe ser transformada en abismo infranqueable, incluso insoportable o terrorífico -el vacío que rodea a esos cuerpos convoca inconscientemente, quizá, el peligro de caída en la Nada detrás del “reflejo”-, para evitar el riesgo de que la imagen autoerótica sufra la contaminación de alguna inesperada semejanza. El Otro debe devenir Monstruo para justificar el rechazo que me produce la existencia de rasgos comunes: como dice en alguna parte Borges, no sentimos horror porque soñamos con una Esfinge, sino que soñamos con una Esfinge para explicar el horror que sentimos. Y así sucede con los Otros que el Poder constructor del espejo del estadio se dispone a exterminar: finalmente, los judíos están perfectamente asimilados, son buenos ciudadanos alemanes, muchos han combatido en la I Guerra y han sido condecorados por su coraje; los gitanos no son inequívocamente no-arios, su origen es indoeuropeo -esa misma Indo Europa de cuya tradición milenaria los nazis han rescatado el símbolo de la esvástica4-. Los comunistas son adversarios políticos, sin duda, pero por definición son alemanes, el “enemigo interno”. Y el ejemplo extremo de la “pequeña diferencia” son los nacionalsocialistas radicalizados de las SA de Röhm, asesinados en masa por el nazismo “oficial” en la llamada Noche de los Cuchillos Largos.

Ahora bien: si Benjamin tiene mucha razón en señalar -siguiendo la sugerencia de su amigo Bertolt Brecht- la especificidad nazifascista de estas formas de narcisismo de masa, eso no significa que sea necesariamente una exclusividad del color pardo o negro de las camisas que visten sus cultores. Después de todo, para tomar solo un ejemplo comparativamente trivial, también nuestros estadios futbolísticos tienen sus espejitos de colores que, llevado al extremo su reflejo deslumbrante, hacen que se pueda matar o morir en bravísima barra para afirmar la camiseta propia. Desde ya -si hace falta nos disculpamos por el exabrupto- que no son fenómenos asimilables en sus dimensiones histórico-políticas. Si se quieren ejemplos más dramáticamente extremos, allí están los hutus y los tutsis en la Rwanda de 1994, o apenas un año antes los serbios / croatas / bosnios en la ex Yugoslavia, u hoy mismo los rusos y ucranianos, continuando una serie que pareciera infernalmente interminable. Pero, en cualquier caso, sería necio negar que hay una suerte de lógica subterránea que vincula sutilmente estos diferentes “procesos de acumulación” de lo que hemos llamado narcisismo de masa. Más allá de los determinantes en última instancia que expliquen los conflictos “sistémicos”, siempre puede ubicarse algún “rasgo unario” (la cruz gamada, el bigotito de Hitler, los colores de la camiseta, el turbante musulmán, la frontera incierta dibujada en el mapa) como espejo deformante mediante el cual el narcisismo “hace masa”, como se dice, y disuelve al sujeto en la lengua y la imagen del Poder. Y eso no es patrimonio de un solo formato político del poder. Ya a la salida de la II Guerra Mundial y del nazismo, los miembros de la primera Escuela de Frankfurt lograron escandalizar a muchos progresistas biempensantes afirmando que la derrota de un régimen no implicaba necesariamente la de un sistema del cual ese régimen no había sido más que su exacerbación perversa, y no, en modo alguno, su negación.5

En efecto, el nazismo -sostenían Adorno y Horkheimer- no fue una invasión extraterrestre ni una súbita psicosis colectiva que, vaya a saber cómo, produjo un gigantesco genocidio. Entre muchas otras cosas más o menos “coyunturales” (feroz crisis económica, competencia interimperialista, profundización de la lucha de clases a nivel mundial que podía precipitar estallidos revolucionarios, y otras “efectividades conducentes” por el estilo) fue también la canalización de la racionalidad instrumental constitutiva del tardocapitalismo como tal en la generación de aquel narcisismo étnico-político en tanto mitificación “técnica” que pudiera ofrecer una salida imaginaria (aunque con efectos bien reales) a la crisis de entreguerras. Pero, insistamos: esa potencialidad es estructural en el sistema del Capital -en su sociometabolismo, como lo llama Meszáros6-, y fenómenos “delirantes” como el nazismo, lejos de representar una desviación, contribuyen a hacerla visible, a des-ocultarla.

El narcisismo de masa es un recurso de disponibilidad permanente para el Capital, sobre todo en sus etapas de crisis

El narcisismo de masa es un recurso de disponibilidad permanente para el Capital, sobre todo en sus etapas de crisis. Ya a fines de los años 20 y principios de los 30 -en pleno colapso de la República de Weimar y ascenso indetenible del nazismo- tenemos valiosos estudios (en las plumas del ya citado Benjamin, de Wilhelm Reich, de Sigfried Kracauer, de Hermann Broch) que exploran las razones “psicológicas” por las cuales la nueva mitología nacionalsocialista pudo haber resultado enormemente seductora para un conglomerado heterogéneo de esa nueva clase en crecimiento, la pequeña burguesía conformada por los empleados estatales, los maestros, los pequeños comerciantes, toda esa mal llamada clase media que es en verdad una media clase que sueña inútilmente con totalizarse. Los análisis de Kracauer son especialmente ricos en la descripción de los desesperados esfuerzos de esos “proletarios de cuello duro” -tan explotados y alienados, y a veces más, como los trabajadores industriales o rurales- por diferenciarse a cualquier precio del obrero de overall, y por lo tanto de su comunismo o socialismo.7 La ideología de la raza superior y de la redención del Imperio Teutónico (dos cosas que jamás habían existido como tales en la realidad) fue el Espejo del Estadio, como lo hemos llamado, mediante el cual un totalmente imaginario narcisismo de “clase” pudo hacerse masa y dejarse arrebatar por el deseo mortífero de eliminar a todo Otro que amenazara su autorreflejo.

Lo que llamamos neoliberalismo está en condiciones de diversificar las formas y los colores de sus espejos, montándolos sobre los igualmente múltiples estadios generados por las transformaciones tecnológicas

¿Suena a algo que conozcamos más de cerca, y más recientemente? Por supuesto que sí. Si los viejos frankfurtianos tienen razón, la sociedad de administración total del tardocapitalismo mundializado, que es la mimesis “democrática” del totalitarismo presuntamente derrotado en las pujas interimperialistas, tiene la ventaja sobre aquel totalitarismo de haber desarrollado hábilmente múltiples formatos para los nuevos narcisismos de masa que requiere su lógica de acumulación y de gestión de la crisis. Lo que llamamos neoliberalismo -y que no es otra cosa que la cara más verdadera de todo el régimen del Capital en los tiempos recientes- está en condiciones de diversificar las formas y los colores de sus espejos, montándolos sobre los igualmente múltiples estadios generados por las transformaciones tecnológicas de las últimas décadas, llámense medios de comunicación masiva, internet, “redes sociales”, etcétera, que horizontalizan y dispersan los reflejos, haciéndolos parecer más variados y “democráticos”. Desde luego esto no lo produce la tecnología per se, sino la estructura de las relaciones ¿sociales?, que demanda la multiplicación casi infinita de imágenes que puedan fusionarse en nuestra “identidad”.

La ideología de la raza superior y de la redención del Imperio Teutónico (dos cosas que jamás habían existido como tales en la realidad) fue el Espejo del Estadio, mediante el cual un totalmente imaginario narcisismo de “clase” pudo hacerse masa y dejarse arrebatar por el deseo mortífero de eliminar a todo Otro que amenazara su autorreflejo

Muchos son también los nuevos “rasgos unarios” capaces de crear narcisismos de masita: puede ser la marca de las zapatillas, el tatuaje, el exhibicionismo del propio cuerpo, la jerga tribal o el perfil de Instagram, no importa, lo que importa es que cada uno de ellos expresa la Totalidad del Estadio virtual que administra los ángulos del reflejo. Porque esa proliferación “rizomática” de espejitos permite ocultar -es uno de los mayores logros del poder- que por detrás de la aparente multiplicidad está la unidad férrea del modo de producción de las subjetividades narcisistas de masa. No hay duda de que cada uno de aquellos “rasgos” puede ser usado como alguna forma localizada de resistencia o rebeldía. Pero en tanto tales formas se acantonen en el narcisismo especular, y no puedan romper el espejo para pasar al otro lado, a la conexión conflictiva con la Totalidad del Estadio, el poder tiene asegurado su comando a control remoto de los lazos (a) sociales que promueve, y más aún, puede reciclar las instancias de resistencia y rebeldía para sus propios fines.

Hay un gran equívoco en la creencia de que el individualismo neoliberal se opone a la “masificación” totalitaria. Sencillamente, se trata de otra forma de masificación, que en su momento Marcuse denominó, célebremente, como la del hombre unidimensional

El neoliberalismo no se distingue esencialmente, en este sentido, del fascismo, que en su momento supo canalizar ciertos núcleos verdaderos de malestar y angustia social. Hay un gran equívoco en la creencia de que el individualismo neoliberal se opone a la “masificación” totalitaria. Sencillamente, se trata de otra forma de masificación, que en su momento Marcuse denominó, célebremente, como la del hombre unidimensional.8 Es decir, el hombre cuya “individualidad” responde a una lógica única, la de la “guerra de todos contra todos” ya teorizada por Hobbes a mediados del siglo XVII, y perfectamente expresada, aun en tiempos “pacíficos”, por la ideología del individualismo competitivo-consumista y la así llamada meritocracia.

Es precisamente la ideología del individualismo narcisista la que, obturando la praxis de nuestra relación, incluso conflictiva, con los Otros, elimina la verdadera individualidad, que consiste en la perpetua tensión entre la Semejanza y la Diferencia

No es difícil captar la función de la especularidad narcisista en la conformación de la subjetividad más propicia para este modelo económico, social, político, ideológico. De hecho, Marx ya la había comprendido a mediados del siglo XIX, cuando ironizaba sobre las robinsonadas de la teoría económica burguesa, que creía que un hombre naufragado en una isla desierta podía reconstruir toda la sociedad mirándose a sí mismo en el espejo.9 Y, por lo tanto, pasando por alto, entre otras cosas, que Robinson Crusoe, en la famosa novela de Defoe, no está solo, sino que tiene, casualmente, un esclavo; y que cuando naufraga, además, es ya un sujeto adulto, totalmente conformado por la sociedad burguesa en ascenso de la Inglaterra de su época. En términos ideológicos, pues, el Espejo sirve para escamotear de la vista el hecho de que el “individuo” es siempre el producto de las relaciones sociales en las que inevitablemente está entramado desde su propio nacimiento, y mucho más desde que incorpora el lenguaje -que es un producto social-histórico por excelencia-: solo que el individualismo burgués pretende que todos los individuos se hacen a sí mismos frente al espejo (de ahí la aparente paradoja de que el narcisismo pueda hacer masa), promoviendo el efecto de reconocimiento en el discurso del Amo. También ironizaba sobre esta inversión de la secuencia Althusser10, cuando decía que, interpelados por la policía, se nos obliga a mostrar nuestro documento de identidad para, precisamente, identificarnos. Pero la “policía” ya sabe de antemano quienes somos: ¿o acaso no ha sido ella -en el sentido de la institución estatal que corresponda- la que nos ha proporcionado ese documento, informándonos de nuestra identidad, y ahora se hace la distraída y pretende que nosotros nos “autoconstruyamos”?

Para volver al razonamiento anterior, entonces, es precisamente la ideología del individualismo narcisista la que, obturando la praxis de nuestra relación, incluso conflictiva, con los Otros, elimina la verdadera individualidad, que consiste en la perpetua tensión entre la Semejanza y la Diferencia, entre lo Mismo y lo Otro, y así. El espejo de masas promueve, para decirlo con Schopenhauer, “lo Uno que niega lo Múltiple”.11 Es esto lo que Marx o Freud, cada uno a su manera, criticaban en la vulgarización ideológica del cogito cartesiano. Por un lado, el ocultamiento por parte del pensamiento de la clase dominante de las relaciones sociales (de producción y de explotación-dominación) como componente decisivo de la “personalidad” individual12; por el otro, la ilusión ideológica del sujeto unitario y completo, no-“castrado”, ilusión detectable en la propia raíz etimológica de la palabra in-dividuo, es decir no-dividido. Pero solamente en el reflejo efímero del cuerpo entero en el espejo puede encontrarse un núcleo de verdad para esa ilusión, a condición de que ella pueda ser “superada”, conducida más allá y afuera del Espejo, en el pasaje a la relación con el Otro.

Para decirlo muy esquemáticamente, pues: contra las apariencias de un bien interesado prejuicio, sería en una auténtica sociedad socialista (que todavía no conocemos) donde podría recuperarse una igualmente auténtica individualidad, mediante la apropiación consciente por la sociedad en su conjunto no solo de los medios de producción, sino de la relación “autopoiética” con los otros, y donde el sujeto dividido pudiera sustraerse a la fascinación de la completud de su cuerpo y de su subjetividad.

El individualismo “neoliberal” -es decir, capitalista-, significa la masificación del narcisismo, sobre la matriz del Espejo del Estadio

Tal sociedad no sería muy distinta a la comunidad democrática radical de Spinoza, en la que la potencia del individuo, lejos de quedar anulada, es aumentada en su articulación con la potencia de la multitudo.13 El individualismo “neoliberal” -es decir, capitalista-, por el contrario, significa la masificación del narcisismo, sobre la matriz del Espejo del Estadio. Es un modo de funcionamiento que pudo haber tenido su relativa racionalidad -o, mejor, su razón de ser, puesto que ya Marx en su época la calificaba de irracional- en la etapa “heroica” de ascenso de la burguesía, cuando el individualismo competitivo todavía podía ser una fuerza productiva “moral” y funcional al proceso de acumulación. Pero en el régimen actual de acumulación, signado por el dominio del capital financiero (casualmente llamado especulativo), y para colmo en estado de crisis agonística -la actual guerra de Ucrania es un síntoma dramático de los extremos de esa crisis-, las clases dominantes, y nosotros con ellas, están condenadas a que su historia se repita como pura farsa, salteándose la tragedia, por recurrir a esa metáfora canónica. Para quedarnos con los ejemplos de entrecasa: Milei es la caricatura grotesca de Macri, que ya era la caricatura de Cavallo, que ya era la caricatura de Alsogaray o Martínez de Hoz, que ya eran…

Sin embargo, convendría no tomarse demasiado en solfa esos fantoches far-sescos. Los llamados neofascistas -que, como decíamos más arriba, no son sino el rostro más auténtico del “neoliberalismo”- saben muy bien cómo construir sus espejos de masa con los jirones de legítimas necesidades y demandas de una sociedad que siente que las instituciones políticas clásicas se han vuelto irrelevantes e ineficaces incluso para ocultar su verdadera naturaleza. El prefijo “neo” tan solo indica que ya no necesitan apelar a un afuera de la democracia (no le son necesarios incendios del Reichstag ni marchas sobre Roma), porque la lógica mundializada del poder del Capital les permite usar la propia “democracia” como nuevo Espejo del Estadio que conduzca de lo Múltiple a lo Uno. Y el peligro que todo esto encierra es el de que una oposición al poder quede encerrada en esa Totalidad falsamente “democrática”. Por ejemplo, a nuestro juicio se equivocan quienes sostienen la tesis de un “populismo de izquierda” (que llega incluso a invocar a Lacan) que postula la unificación desde arriba de un pueblo imaginario mediante la captura por un “significante vacío” que reuniera en bloque las demandas. Pero, ¿eso no se parece demasiado a la producción “por izquierda” de un nuevo Espejo de masas? ¿No está en las antípodas de la idea spinoziana de una mutua potenciación de lo Uno y lo Múltiple? Es un debate que valdría la pena dar. ¿Nos iría mejor con el predominio del Estado, tan cacareado por los gobiernos presuntamente “progresistas”? No se trata de negar la conveniencia comparativa de contar con un Estado un poco más equitativo y redistribuidor. Pero la historia demuestra, una y otra vez, que, en tanto no se rompan los marcos del Espejo y lo político se encarne plenamente en el cuerpo múltiple de la multitudo, los límites de esa imagen se levantan infranqueables.

Mientras tanto, estamos todos en peligro, según afirmaba Pasolini en una última y premonitoria entrevista, un par de semanas antes de su asesinato. A principios de la década del 30, cuando ya se veía el imparable ascenso del nazismo, Elías Canetti escribió el esbozo de una obra de teatro -que luego se transformaría en su única novela, Auto de Fe, y cuyos elementos básicos irían a parar a su famoso tratado Masa y Poder- en la cual describía una comunidad utópica que todos los años cumplía un curioso ritual: los ciudadanos se reunían en la plaza y hacían una suerte de montículo con los espejos que habían sacado de sus casas, para a continuación proceder a destruirlos hasta que solo quedaran añicos. El día que aprendamos a hacer eso, tal vez el peligro sea mucho menor.

Notas

1. Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Obras I, Madrid, Abada, 2007.

2. Jesi, Furio, Literatura y Mito, Barcelona, Barral, 1972.

3. Freud, Sigmund, Psicología de las Masas y Análisis del Yo, Madrid, Alianza, 1995.

4. Guinzburg, Carlo, “German Mythology and Nazism” en Clues, Myths, and the Historical Method, John Hopkins University Press, 1989

5. Adorno, Theodor W. y Max Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración, Buenos Aires, Sur, 1973.

6. Mészaros, Istvan, Más Allá del Capital, Madrid, Akal, 2019.

7. Kracauer, Sigfried, Los Empleados, Barcelona, Gedisa, 2006.

8. Marcuse, Herbert, El Hombre Unidimensional, México, Joaquín Mortiz, 1965.

9. Marx, Karl, El Capital, México, Siglo XXI, Tomo I, 1978.

10. Althusser, Louis, Ideología y Aparatos ideológicos del Estado, Buenos Aires, Nueva Visión, 1971.

11. Schopenhauer, Arthur, El Mundo como Voluntad y Representación, Madrid, Akal, 2005.

12. Rozitchner, León: Freud y los límites del individualismo burgués, México, Siglo XXI, 1979; ver también Séve, Lucien, Marxismo y Teoría de la Personalidad, Buenos Aires, Amorrortu, 1972.

13. Spinoza, Baruch de, Tratado Teológico-Político, Madrid, Alianza, 1984.

 

Eduardo Grüner
Doctor en ciencias sociales (UBA)
Escritor, ensayista y crítico cultural
egruner1 [at] yahoo.com.ar

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Articulo publicado en
Agosto / 2022