Platón, como se recordará, propone expulsar de su proyecto de Politeia (en latín res publica) a los poetas, los retóricos y los sofistas. Vale decir, a quienes tienen por profesión discutir, e incluso cuestionar, el sentido de las palabras (quizá hoy tendría que añadir a los psicoanalistas). Es lógico: el Estado Perfecto no puede tolerar que se ponga en duda la significación de las normas. Es tan así, que el gesto platónico todavía seguirá insistiendo dos mil años después, cuando en 1651 aparezca ese libro que pasa por ser fundacional para la filosofía política moderna, a saber, el Leviatán de Thomas Hobbes, quien entre otros epítetos llama al Estado el Gran Definidor: o sea, el poder absoluto que decide inapelablemente sobre los significados, como sucede con la “neo-lengua” de 1984 de Orwell.
Hay un consenso burgués básico en cuanto a la lógica de funcionamiento del Estado, que es la de garantizar el marco jurídico-político e ideológico para la reproducción permanente de las relaciones de producción capitalistas