Es altamente improbable que Karl Marx -“el filósofo de Tréveris”- haya podido ver el autorretrato perdido de Baruch de Spinoza -“el filósofo de Ámsterdam”-, en el que al parecer éste había colocado, en lugar de su rostro, el de Masaniello (Tommaso Aniello d’Amalfi), pescador napolitano que había conducido una masiva rebelión contra el virreinato español. De haberlo hecho, con toda seguridad hubiera incorporado una copia del retrato (se dice que Marx era un dibujante razonablemente apto) a ese curioso artefacto llamado los Cuadernos Spinoza. El joven Marx, en efecto, tenía la costumbre de transcribir en gruesos cuadernos, párrafos o citas de los pensadores que por alguna u otra razón le interesaban. Conocemos más de treinta de esos cuadernos. En el caso de Spinoza, reproduce largas citas del Tratado teológico-político, en una secuencia aparentemente arbitraria, y con la curiosidad ulterior de que firma el conjunto con su propio nombre, como si hubiera tenido la intención de publicarlo como obra suya. No vamos a psicologizar a Marx hablando de una obvia identificación -ya que poner su nombre en lugar del otro no es poca cosa-. Limitémonos a decir que es una operación intelectual notable: no se trata desde ya de un burdo plagio, sino de un montaje que anticipa en casi un siglo ciertos recursos surrealistas, o más específicamente el Libro de los Pasajes de Benjamin.
La potencia del individuo concreto conserva toda su irreductible singularidad, pero está “sobredeterminada” por la potencia de la multitud