Conozco un poco a Jorge Alemán, y le tengo genuino aprecio personal. Además, hace ya varios años, cuando él era agregado cultural de la embajada argentina en España, tuvo la gran gentileza de invitarme, junto a otros intelectuales (Horacio González, Germán García y los recordados Nicolás Casullo y Josefina Ludmer), a una discusión con filósofos españoles en Madrid. Fue una experiencia bien interesante, por la cual le estaré siempre agradecido.
Me resulta importante empezar por aclarar lo anterior, porque me propongo debatir con cierta firmeza con su artículo publicado hace no mucho en Página 12 (“El momento político del ¿Qué hacer?”, 12/01/17). Estoy seguro de que comprenderá que se trata de una discusión política, siempre bienvenida y necesaria entre quienes grosso modo estamos del mismo lado, y mucho más necesaria en estos momentos catastróficos que vive nuestro país y el mundo en general.
1.
Alemán, en su artículo de marras, interpela explícitamente al Frente de Izquierda. De ninguna manera estoy autorizado a responderle en nombre de ese agrupamiento. Lo hago en mi propio nombre, como hombre –o individuo, si se quiere decirlo así- de izquierda que, sin pertenencia orgánica a ningún partido, ha apoyado al FIT y lo seguirá haciendo (sin escatimar las críticas que considere pertinentes, va de suyo) mientras sea, como es hoy, la única voz radicalmente anticapitalista que se escucha en el mayoritariamente mediocre discurso político de la Argentina actual.
Alemán, con –no puedo dejar de decirlo- sorprendente arrogancia, nos indica a los “izquierdistas”, en pocos renglones, lo que debemos leer, pensar y hacer para interpretar y transformar el mundo. Empieza por admitir, eso sí, que “Escuchando hablar a los portavoces del Frente de Izquierda, todo lo que describen del momento político argentino actual se presenta como “objetivamente” cierto” (las comillas en “objetivamente” son de Alemán: ¿querrá decir quizá que es una falsa “objetividad”? ¿Pero entonces para qué tomarse el trabajo de decir que es “cierta”?). Por supuesto, a continuación viene el cachetazo: “Pero de inmediato estas mismas certezas pertenecen a un orden de generalidad del tipo “el capital se sostiene de la extracción de plusvalía de la fuerza de trabajo bajo su condición de mercancía”, etc. Son expresiones irrefutables para aquellos que reconocemos en Marx el que desentrañó la ley que rige a la sociedad moderna” (…) “Pero éste es un hecho de estructura que no permite una derivación política inmediata”.
¿En serio que no, estimado Alemán? Si lo que usted quiere decir es que hay una compleja trama de mediaciones entre ese “hecho de estructura” y las acciones políticas concretas que buscan articular las estructuras con las situaciones concretas (a las que Alemán llama “contingentes”, con vocabulario característicamente post), nada que objetar. Pero eso no es lo mismo que decir que del “hecho de estructura” no se produce ninguna derivación política (inmediata o muy mediata que sea). Sí se produce, compañero Jorge: la derivación que se produce es nada menos que la estrategia de estar en contra del capitalismo –del capitalismo como tal, no del capitalismo “en broma” al que se le opone un capitalismo “serio”, como proponía una ex presidente-, y entonces orientar nuestras tácticas y prácticas y nuestras formas organizativas, con todas las adaptaciones necesarias a las benditas “contingencias”, en función de ese objetivo estratégico.
Personalmente, como “marxista” –si me atreviera a llamarme así: es una calificación muy seria, por eso ahora yo uso las comillas-- me considero muy heterodoxo, a lo mejor demasiado para el paladar de muchos otros marxistas. Soy de los que piensan, por ejemplo, que de ninguna manera basta con el marxismo (o con el psicoanálisis, para el caso) para entender el mundo –aunque sin él el mundo se vuelve totalmente ininteligible-, e incluso que siempre habrá vastas porciones del mundo que permanecerán incomprensibles. Más concreta y cercanamente, soy de los que piensan, por ejemplo, que la Resistencia Peronista fue uno de los puntos más altos de la lucha de clases en la Argentina del último siglo (junto con el Cordobazo), aunque a la larga haya sido desviada hacia objetivos de bonapartismo burgués. Pero una “ortodoxia” a la que no puedo renunciar es el anticapitalismo. Desde ya, no es obligatorio ser de izquierda, pero el que quiera serlo –y sobre todo si empezó por admitir la verdad de los “hechos estructurales” que develó un Marx, para más suscribiendo la célebre frase de Sartre sobre la “filosofía irrebasable” de nuestro tiempo- tiene que admitir que ese objetivo, se logre o no en el mediano plazo o alguna vez (la adscripción a la izquierda no es una mera cuestión de eficacia pragmática ni de optimismo ingenuo), es irrenunciable. No es precisamente lo que estuvieron haciendo los eternamente renunciantes populismos (él los llama “de izquierda”, con considerable laxitud) que para Alemán constituyen el “único modo de indagar la lógica emancipatoria aún por venir” (sí, dice único: rara defensa del “rasgo unario” para un lacaniano, y raro dogmatismo para quien acusa de dogmática a la izquierda). Pero, ¿a quiénes se refiere? ¿A Syriza, a Podemos, al kirchnerismo? ¿En serio, Alemán?
Sí, parece decirlo en serio, e incluso como psicoanalista. Porque a continuación leemos, no sin azoro, que “El momento político del ¿qué hacer? es inevitable. Y siempre, de algún modo vivimos bajo el duelo de esa pregunta”. ¿El duelo? Aparte de que no se ve bien a qué viene el tecnicismo divanesco, cabe preguntarse quién se nos murió, o qué objeto de deseo perdimos irrecuperablemente que nos haya sumido en su melancólica sombra.
En todo caso, lo que sigue es apabullante (“apantallante”, solía decir mi abuela, para indicar estado de sofoco): “El Frente de Izquierda no parece reconocer ese duelo, cuestión crucial, especialmente cuando el neoliberalismo ha logrado superar la “alienación” y ya produce subjetividades a su medida” (otra vez, las comillas en “alienación” son de Alemán). Juro que he leído este párrafo una y otra vez, y no logro que entre en mi dura cabezota. Tal vez haya un problema de redacción, pero, vamos a ver: producir “subjetividades a su medida”, lejos de ser una “superación”, ¿no es el colmo de la alienación (sin comillas)? ¿O se trata de alguna forma inédita de la hegeliana Aufhebung? Eso, para no mencionar que lo de producir “subjetividades a su medida” está lejos de ser una novedad –aunque, admitidamente, en el capitalismo tardío ha alcanzado profundidades abismales, como ya lo habían teorizado Adorno y Horkheimer en la década de 1940-: ese es el gran descubrimiento del fetichismo de la mercancía de Marx que Alemán había empezado por reivindicar. Y es de 1867. Y es válido para todo el capitalismo, no solamente para el “neoliberalismo”. Esto es importante aclararlo porque en ese modo de enunciación me parece redescubrir el viejo truco (bah, no tan viejo: tendrá una docena de años) de aislar al “neoliberalismo” del resto del capitalismo, generando formatos “buenos” y “malos” del Capital.
Con lo cual –me precipito sobre otra acusación, ciertamente nada original, que nos hace Alemán a los “izquierdistas”- no estoy diciendo que todos los formatos capitalistas sean iguales, ni que lo sean todas las formaciones o partidos políticos que responden a esos diferentes formatos. ¿El Welfare State de Roosevelt no era lo mismo que el totalitarismo nazi? Chocolate por la noticia. Mal podría la izquierda tener ninguna estrategia política si pensara eso. Pero tampoco podría tenerla si pensara que uno es capitalista y el otro no. Mutatis mutandis, por supuesto que la izquierda no “homologa el kirchnerismo, Massa, Macri, como representantes de los mismos intereses del capital y la burguesía”, como quiere creer Alemán (que ha escuchado –mal- a los “voceros” –fea palabreja burguesa- del Frente de Izquierda, pero evidentemente no ha creído que valiera la pena perder tiempo en leer sus copiosos materiales teórico-políticos, lo cual lo lleva, pese a su probada inteligencia, a repetir los prejuicios y lugares comunes del manual K contra la izquierda): se trata de diferentes formaciones políticas que responden a diferentes fracciones del Capital, y no da lo mismo que gobiernen unos que otros. Lo cual no significa que se pueda naturalizar el manifiesto absurdo de demandarle a la izquierda que apoye, o que vote, a una de esas fracciones contra la que sería presumiblemente peor. Es decir, que renuncie a tener una política propia consistente con el objetivo estratégico de pelear contra todas las fracciones del Capital, sin mella de reconocer sus diferencias y adecuar a ellas las debidas “contingencias” (dicho sea de paso, Alemán hubiera tenido un argumento más sólido –no digo que del todo correcto- si nos hubiera pedido que distinguiéramos entre las bases sociales de esos partidos: pero ya se sabe, la lógica populista suele ir de arriba hacia abajo, empezando por los aparatos antes de llegar a las masas).
Porque, a propósito de tales distinciones, Alemán sí nos pide –no muy cortésmente, a decir verdad- que reconozcamos “la política de la memoria llevada adelante en los años kirchneristas, política que no encuentra ningún caso similar en el mundo”. Pero sí, Alemán, lo reconozco, créame. Aunque no me privo de decir que, ya que se hizo ese gesto inédito, se podía haber llevado más a fondo, para incluir no solo a todos los directamente represores sino a tantos empresarios, ex funcionarios civiles o dignatarios eclesiásticos cómplices que caminan tranquilamente por la calle. Pero, bueno, se me dirá que no se puede todo, que siempre faltará algo. Pongamos. Pero entonces no mencionemos solo lo que faltó y hablemos de lo que hubo.
Porque Alemán solo menciona la “política de la memoria” (curiosamente, no cita ninguna otra virtud, que debe existir, de “los años kirchneristas”), pero omite otras “contingencias” que permitan balancear más equitativamente los dichos años: digamos, los negocios con Monsanto, Chevron o la envenenadora Barrick Gold; o la subordinación a los fondos buitres; o la salvaje represión a los qom y muchos otros episodios similares, o el Proyecto “X” y la Ley Antiterrorista (una “liviana herencia” que el actual gobierno, más brutalmente represivo, ya sabrá aprovechar). O Berni, Milani, etcétera. O la lógica política –que lo es también de clase, disculpando otra vez la “ortodoxia”- que remató en las candidaturas del FPV que, en no menor medida, condujeron al impasse catastrófico que le dio el triunfo al macrismo. O, acercándonos más a la actualidad, el hecho flagrante (¿será también él “estructural”?) de que una buena parte de los representantes parlamentarios del FPV, junto a los del PJ, los del FR y la inefable burocracia sindical, son (“objetivamente”) los garantes de la “gobernabilidad” de la derecha macrista. Diferencias, pues, claro que las hay. Hasta que llega el momento de levantar todos juntos la manito en defensa de los intereses de la clase dominante en su heteróclito conjunto.
¿Es con todo eso que Alemán nos demanda que hagamos alianza (es cierto que tiene la delicadeza de añadir: “crítica”)? Lo siento, pero no se puede. Sería renunciar a demasiados principios, hetero u ortodoxos. Al menos de la manera en que el autor parece sugerirlo (si bien sin explicitar las consecuencias de esa sugerencia, consistentes en que la izquierda debería subordinarse al kirchnerismo, lo cual es francamente desopilante). Otra cosa sería hablar de alianzas de hecho y por abajo, en el movimiento de masas, en torno a luchas concretas (“contingentes”, si se quiere) que signifiquen “objetivamente” un avance de ese movimiento, o por lo menos una defensa efectiva contra el avance de la derecha. Nuevamente: chocolate por la noticia. Eso siempre se ha hecho –en las fábricas, los barrios, las universidades, lo que sea- sin pedir credenciales ideológico-partidarias a nadie; y es desconocer (que no es lo mismo que “ignorar”, como bien saben los psicoanalistas) la trayectoria de la izquierda decir lo contrario. Si es esto lo que Alemán quiere decirnos con lo de “reconocerse en sus distintos legados, herencias y linajes simbólicos”, que se despreocupe: está hecho.
2.
Sin embargo, Alemán no cesa de no inscribir su desconocimiento –él me disculpará el chiste lacanioso- y de darnos lecciones de marxismo renovado. Nos explica, por ejemplo, que “la lucha de clases no existe de un modo natural y endógeno en el interior del Capital. Hay que construirla políticamente sobre los antagonismos instituyentes que siempre son contingentes y no se dan necesariamente de forma mecánica”. Más chocolate, y ya estamos al borde de la indigestión: hemos aprendido que hay que llevar a cabo el análisis concreto de la situación concreta, cosa de la que Lenin ya nos había prevenido en 1916, o más filosóficamente, que hay que pasar del en-sí al para-sí, cosa de la que Lukács ya nos había advertido en Historia y Conciencia de Clase, en 1924.
En fin, ¿cuál es la grave consecuencia de esa completa incomprensión que, según Alemán, la izquierda tiene del marxismo? Entre otras, que ella cree “representar directamente a los trabajadores, sin mediación política alguna en la “evidente” lucha de clases” (¿necesito repetir que las comillas en “evidente” son del autor?). Aquí ya la renegación –espero estar usando bien ese concepto freudiano- es entre alarmante y desopilante: ¿Sin mediación política alguna? ¿Lo dice de verdad, Alemán? ¿No ha notado usted que el Frente de Izquierda está conformado por partidos políticos, que participan en las elecciones? ¿No ha observado que tiene diputados en el Congreso Nacional, así como representantes en las legislaturas de varias provincias, incluyendo la CABA? Y a propósito, otra “excepcionalidad” argentina de la que Alemán podría tomar nota es que es el único país del mundo donde la izquierda radical anticapitalista tiene tantos legisladores.
Por supuesto que la izquierda –esa es su diferencia específica- no se limita al juego electoral o parlamentario formal (clásicamente denominado “cretinismo”) en las instituciones burguesas, sino que procura construir desde las bases, con su participación física en la (sí, sí) lucha de clases, organizaciones de la clase obrera y los sectores populares, independientes de los partidos del sistema. Eso no es “representar directamente a los trabajadores”: en primer lugar, porque muchísimos de los/las miembros de las organizaciones que conforman el FIT son trabajadores/as (también, claro, los hay estudiantes, empleados, docentes o intelectuales, que quizá no sean, en sentido estricto, proletarios, pero no por eso dejan de trabajar y por lo tanto de ser explotados), y que no necesitan ser “representados”, pues se presentan a sí mismos en las luchas. Esto se combina, cómo no, con aquellas formas de “representación” clásicas (los diputados, etc.), que en todo caso “representan” a esas luchas, como su cara públicamente visible. Evidentemente, Alemán, no tenemos la misma idea sobre el concepto de representación. Ni tampoco la misma idea de lo que es una “amenaza real para el sistema” (que usted, ya rayando en la ofensa gratuita, afirma que la izquierda no puede serlo: será por eso que en este país hay tantos desaparecidos y asesinados de ese lado). No nos aclara, en cambio, quién sí sería una amenaza real para el sistema: ¿tal vez Scioli, a quien se instaba a la izquierda a votar?
Pero la cátedra no termina ahí. En su afán de instruirnos, Alemán nos manda leer -caramba, no se nos había ocurrido- a Gramsci y a…Laclau, para que aprendamos de una vez por todas el arte de la construcción de una “clase hegemónica” (dice así, créase o no). Dan ganas de ponernos tan arrogantes como él y recomendarle la lectura, si no directamente de los Cuadernos de la Cárcel, del estupendo libro sobre Gramsci que acaba de publicar Juan dal Maso. Allí tal vez podría advertir, no sin algún sobresalto, que, con todas las complejidades y “aperturas” de su noción de hegemonía, el gran sardo jamás renunció a la idea de la lucha de clases, e incluso de dictadura del proletariado.
Tampoco, obviamente, a la de relaciones sociales de producción (son todas cosas que Alemán insiste en escribir entre comillas: nosotros no). Digo esto porque otra cosa que se nos viene a enseñar es que la construcción de la famosa clase hegemónica “no emana directamente de las “relaciones sociales de producción” y que exige la articulación de una voluntad popular, que excede el marco de la relación capital-trabajo y que incluye exclusiones, segregaciones, inmigrantes, desempleados estructurales de tipos diversos”. Pero claro que sí, Alemán, todas esas cuestiones están implicadas, y ni siquiera su des-conocimiento sería suficiente para negar que la izquierda trabaja permanentemente sobre ellas. Lo que no se entiende es por qué ellas no tendrían que ver, o excederían, la relación capital-trabajo (le recuerdo, de todos modos, que un exceso no elimina aquello que excede). Una cosa es decir que las cuestiones nacionales, o de género, o étnico-culturales, o de las marginalidades migratorias –todas ellas en la primera página de la agenda de la izquierda-, tienen una autonomía relativa (que, me permito de nuevo recordar, quiere decir “en relación con”) respecto de las relaciones de producción en el sentido, digamos, técnico de la expresión. Pero resulta que, para el marxismo, esa expresión no es puramente “técnica”, sino que es la lógica fundante del funcionamiento objetivo y subjetivo del sistema (es usted, Alemán, y no yo, el que empezó su artículo mencionando la plusvalía y el fetichismo de la mercancía, que algo deben tener que ver con las relaciones de producción).
Entonces, bajo la lógica mundializada del sociometabolismo del Capital (como la llama Meszarós), indefectiblemente todas las cuestiones –incluso aunque algunas de ellas puedan ser históricamente anteriores al capitalismo- se intersectan con la relación capital-trabajo, lo cual no es equivalente a decir que pueden reducirse exclusivamente a ella (y a esta altura, me niego a seguir ingiriendo chocolate). Ella es la raíz misma del sistema, y ser de izquierda radical, como decía Marx, es justamente ir a las raíces. ¿Por qué decir esto es importante? Porque una cosa sobre la que Alemán no nos instruye es alrededor de cuál eje se va a articular la famosa construcción de la voluntad popular para que su acción suponga una transformación cualitativa (obsérvese que somos prudentes con el vocablo “revolución”) del sistema, y no una yuxtaposición “rizomática” de conflictos localizados, cada uno de los cuales, sin aquel eje, efectivamente no serían una “amenaza real”. Es decir: nos habla de la construcción de la “clase hegemónica”, pero evita prolijamente decirnos cuál es.
3.
Claro que esta es una petición de principios injusta para hacerle al autor, ya que él nos insta a construir “una mayoría popular capaz de gobernar en un sentido contrahegemónico al poder neoliberal”. No, otra vez, al poder capitalista. El tema viene a cuento a propósito de la (esperable) referencia de Alemán a Laclau. También a él lo conocí un poco, y siempre me pareció un tipo macanudo. Ni hablar de su inteligencia. Esa no es la cuestión. La cuestión sería hacer la crítica –“constructiva”, como se dice- de la teoría de Laclau para mostrar por qué ella no es apta para la praxis de la izquierda radical. Para ello conviene correrse del lugar común “politológico” según el cual el concepto laclauiano de populismo es tan elástico que termina calificando a la política en general, con lo cual el “populismo” –incluyendo su compleja historia conceptual que arranca de los narodniki rusos del siglo XIX- pierde incluso su ya lábil especificidad. Esto es todo muy cierto, pero es una crítica más bien superficial por su obviedad.
Es más interesante explorar las insuficiencias del arsenal teórico más abstracto del autor: cosas como Significante-Amo (que deforma reductivamente la categoría de Lacan, confundiendo el Significante-Amo con el Significante –cualquiera- como Amo, en un tributo super-post-estructuralista al textualismo, algo que, con su teoría de lo real, Lacan jamás hubiera podido aceptar), o Significante Vacío (que violenta desaprensivamente el significante flotante de Lévi-Strauss), o Desarrollo Desigual y Combinado (una versión jibarizada y para colmo inacreditada de la teoría de Trotski, absolutamente inadaptable desde una perspectiva teórica populista), o Hegemonía (un abuso de la difícil categoría gramsciana), y así siguiendo. Ese análisis podría captar la contradicción básica en la lógica de Laclau: por un lado, todas esas categorías –aún “abusadas”- deberían servir para mostrar la falacia (ideológicamente interesada, desde ya) de confundir el marxismo –ese modo de producción permanente de praxis crítica, como me gustaría llamarlo- con un recetario dogmático y mecanicista de respuestas dadas de antemano para cualquier cosa, como resultó “degenerado” principalmente (aunque no únicamente) por el estalinismo; por el otro, en cambio, Laclau rehúsa incluir esas “aperturas” críticas en el corpus –siempre abierto- del marxismo, y prefiere llamarlas post-marxismo (conservando pues, pese a todo, el “Significante-Amo”, quizá como testimonio de “la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”). Con lo cual abona aquella interesada confusión y retrocede, en efecto, a un pre-marxismo en perpetuo riesgo de deslizarse al anti-marxismo.
Esto está claro en el hecho de que algo tan marxistamente decisivo como la lucha de clases termina siendo uno más de esos points de capiton (otra precipitación seudo-lacaniana), en una dispersión rizomática impotente para la construcción de una estrategia consecuentemente radical (en el sentido que decíamos antes). En efecto, la radicalización de la democracia puede –y quizá debe- ser un momento constitutivo central del proceso político emancipatorio; pero la paradoja es que, si nos acantonamos en él como objetivo final, nos sustraemos a la plena radicalidad del proceso completo –que es la eliminación del Capital, por más “democrático” que jurídicamente sea su régimen político circunstancial-, y entonces ni siquiera la actual democracia puede ser realmente “radicalizada”: esta es la cara dialécticamente negativa del Desarrollo Desigual y Combinado, cuya traducción política es la revolución permanente, vale decir, en este nivel de análisis, el movimiento perpetuo de destotalización / retotalización del movimiento hacia la reapropiación de la realidad por parte de la sociedad sin clases, movimiento que es lo único que merece recibir el tan noble y tan bastardeado epíteto de “comunismo”.
No debería hacer falta aclarar nuevamente –pero lo hago por si acaso- que esa centralidad de la lucha de clases de ninguna manera excluye la especificidad, o la “autonomía relativa”, de las otras “locaciones” del conflicto político, social o ideológico-cultural: sencillamente les otorga un nudo articulador necesario, puesto que es, nuevamente, la “cuestión” cuya lógica apunta a la supresión de la lógica del Capital.
Y una aclaración más: en el marco de aquel movimiento de “revolución permanente”, no hay para el marxismo un “sujeto” ontológicamente pre-formado o “sustantivado”: más allá de su definición estáticamente sociológica, el proletariado –que pasa por ser tal sujeto ontológico en las vulgatas dogmáticas tanto como en las burlas de la derecha- se constituye como tal, construye progresivamente su para-sí, en el proceso mismo de la lucha de clases, proceso de constitución que solo puede completarse en la sociedad sin clases, es decir cuando ya no tiene sentido hablar de “proletariado” en oposición a “burguesía”. En todo caso, en el marxismo no se trata de un “sujeto” en el sentido, digamos, individualista-cartesiano del concepto: el “sujeto” del marxismo es un proceso histórico, que se llama lucha de clases. Con todo lo cual –si se me permite una boutade módicamente provocativa- se concluye que el marxismo bien entendido es infinitamente más “postestructuralista” que cualquier cosa que puedan decir Foucault o Derrida.
Ahora bien, un poco más arriba usé la expresión destotalización / retotalización. No hace falta recordar de dónde sale. El propio Alemán cita esa fuente. En efecto, Sartre culmina, y en cierto modo hace recomenzar, en los años 60, una larga y riquísima tradición del “marxismo occidental”, que una y otra vez ensaya una permanente renovación del marxismo, en combate decidido contra sus dogmatismos, sus “congelamientos”, y sus tendencias a encerrarse en un monólogo consigo mismo. Ahí están los Cuadernos de Gramsci, Marxismo y Filosofía de Karl Korsch, El Espíritu de Utopía o El Principio Esperanza de Ernst Bloch, Historia y Conciencia de Clase de Lukács, las Tesis de Filosofía de la Historia de Benjamin, todo el inmenso periplo de la primera Escuela de Frankfurt, Las Aventuras de la Dialéctica de Merleau-Ponty, El Marxismo Soviético de Marcuse, y así. Y por supuesto la monumental Crítica de la Razón Dialéctica de Sartre. Es en efecto Sartre el autor de la idea, no citada por Alemán, de que ir más allá del marxismo suele ser una buena excusa para quedarse más acá de él –por lo visto Sartre, en 1960, ya sabía mucho de “postmarxismo”-. Y también es él el que escribe esa frase (sí citada por Alemán) a propósito del marxismo como “filosofía insuperable de nuestro tiempo”. ¿Quiere decir que se agota, con el marxismo, toda posibilidad de pensamiento crítico? Claro que no: solo (¡solo!) quiere decir que, mientras exista el capitalismo, el recurso a la teoría (y a la práctica) que con mayor profundidad y consistencia ha calado a fondo en la crítica del Capital, es también él absolutamente irrenunciable.
4.
Claro está que esa teoría, siendo necesaria, no es forzosamente suficiente, ni mucho menos eterna, o hecha de una vez para siempre: es perpetuamente “corregible”. Y lo es porque, al igual que el psicoanálisis, el marxismo es una teoría de su propia práctica. Por eso, entre otras cosas, su “materialismo” es histórico: sus grandes postulados teórico-filosóficos son básicamente, con toda su complejidad, una guía para la acción, y no meras hipótesis formales que podrían o no refutarse con hipótesis “mejores”. Es ese movimiento permanente de auto-reconstrucción lo que Sartre expresa con su famoso método “progresivo-regresivo” de totalización / destotalización / retotalización, sorteando así la trampa ideológica de la falsa Totalidad cerrada de la que hablaba Adorno, pero al mismo tiempo no renunciando al horizonte de la totalidad –con minúscula-, como quisieran esas teorías “rizomáticas” que postulan una inasible diseminación de fragmentos (o de points de capiton, tanto da), con los cuales el Capital puede convivir alegremente, puesto que no ponen en cuestión su núcleo, y ocultan su fractura básica encarnada en la lucha de clases. Porque, en última instancia, ese es el rol final de la llamada “ideología dominante”: ocultar la hendidura fundacional de lo real del capitalismo –su inconsciente político, como diría Fredric Jameson-. Ocultar que, en definitiva, la totalidad es el modo de producción y sus relaciones sociales, y que sin su transformación radical toda mejora parcial (siempre bienvenida, queda sobreentendido) podrá ser anulada por un nuevo empeoramiento: ¿cuál es, si no, la lección política de la Argentina de hoy mismo?
Por otra parte, Alemán, que tanto nos catequiza, podría explicarnos cómo se casan las posiciones postmarxistas laclauianas –tan tributarias de esas diseminaciones postestructuralistas- con las de Freud o Lacan, que por definición jamás podrían renunciar a esa fractura básica representada por el sujeto dividido, que ciertamente no es lo mismo que fragmentado (el postmarxismo, como se ve, no solo es contrario al marxismo, sino también al psicoanálisis).
El escamoteo de esa fractura, en el marco de una multiplicación no jerarquizada de los points de capiton dentro de los límites del capitalismo, solo puede tener un resultado: la deriva del poder hacia aquellos que estén en mejores condiciones de capturarlo, a saber, esta o aquella fracción de las clases dominantes, en conjunción con el Estado, malgré Foucault y Cía. No vamos a repetir que no es lo mismo que sea “esta o aquella” fracción. Lo que nos interesa subrayar es que cualquier clase de “frentismo” con una de esas fracciones (aún cuando fuera una presuntamente “desarrollista” burguesía nacional, a la cual tendrán que indicarnos dónde encontrarla en la era del Capital mundializado) solo sirve para secuestrar la sacrosanta “voluntad popular”, impidiendo que la clase obrera y el pueblo desarrollen su propia acción autónomamente.
Es lo que hacen sistemáticamente los populismos estatalistas, incluido el último. El fracaso de esas posiciones en las elecciones de hace un año, repitámoslo, no se debió únicamente a un “error táctico” en la selección de los candidatos, a las corruptelas de funcionarios, etcétera: acantonarse en esa pobre “autocrítica” es des-responsabilizarse de la perspectiva de clase que supone el populismo, incluido el “de izquierda”, cuando sobredimensiona la independencia del Estado, olvidando su rol (más o menos directo, indirecto o “mediado”, según la fracción gobernante) de reproductor político de las relaciones de producción (sí, las relaciones de producción) dominantes.
Ya que Alemán nos recomienda lecturas, es difícil resistir la tentación de sugerirle que él también “se de una vuelta” por el XVIII Brumario de Marx –que lo ayudaría a meditar sobre lo que se llama bonapartismo- o varias cosas de Lenin o Trotski. Aunque, por supuesto, ya lo hizo: desde el propio título de su artículo –y un par de otras veces en el texto- se permite citar, interpreto que no sin intención irónica, el canónico Qué Hacer de Lenin; lástima que la intención le haya impedido leer la respuesta que el autor de ese texto da a su propia pregunta: construir el partido revolucionario. Y esa es una tarea que ninguna acumulación de “contingencias” podrá resolver: se requiere una estrategia más “estructural”. Cualquiera está en su derecho de discutir o redefinir esa respuesta, así como el propio concepto de revolución, o lo que sea. Pero siempre conviene que alguien que escribe y/o habla, se haga cargo de los significantes que usa, que no siempre son vacíos ni flotantes: ¿o es que necesitaremos recordarle a Alemán que la lengua también tiene historia? No lo creo.
Comoquiera que sea, lo a largo plazo más preocupante del texto de Alemán es que sintomatiza inmejorablemente lo que en alguna parte me atreví a bautizar como repetición novedosa. Los psicoanalistas saben mucho más que yo de esto; pero mi fuente no es tanto Freud o Lacan, sino Sören Kierkegaard, quien a mediados del siglo XIX explicó que una auténtica repetición es aquella que precisamente se le aparece al sujeto como una novedad. La historia política argentina es un repertorio inagotable de semejante síndrome. Cada vez que se agota la paciencia ante un gobierno de derecha, se nos pide apostar a alguna forma de “centrismo” más o menos socialdemócrata, progresista, nacional-popular o lo que fuere. Eso fue Frondizi, hasta los contratos petroleros. Eso fue a su modo Illia, deslegitimado por la proscripción del peronismo. Eso fue el camporismo, hasta que el General llegó y “mandó parar”. Eso fue el alfonsinismo, hasta que perdió su santidad en Semana Santa. Eso fue el Frepaso, hasta que el Chacho se fue a su casa sin dar pelea. Y eso fue, claro, el kirchnerismo, hasta que lo frenó el “viento de frente”. Es decir: cada vez una frustración y una vuelta a empezar, siempre cercados por los límites de (perdón) clase, con “modelos” que en el mejor de los casos se detienen ante ¿adivinen qué? Las benditas relaciones de producción dominantes. ¿Por qué, con qué nuevos-repetidos argumentos habría que imaginar algo diferente para el presunto Frente Ciudadano o algo similar, si es que llegara a constituirse (de lo cual confieso que tengo serias dudas)? No, estimado Jorge: es hora de apostar a alguna novedad no tan repetitiva.
¿Será eso el Frente de Izquierda? Sinceramente, no lo sé. No es que me obceque en que lo sea, es tan solo que por el momento no se ve nada más en el horizonte que suponga esa auténtica novedad. Soy consciente de las dificultades, límites, contradicciones y tensiones internas que atraviesan al Frente (tal vez el Frente tiene problemas de fondo, como reza un candombe uruguayo referido a otro Frente, el Amplio). Pero la apuesta “pascaliana” a la única voz que postula, y actúa en consecuencia, aquella transformación radical, organizada desde abajo, con toda la pluralidad de “identidades” y cuestiones “contingentes” que sea necesaria, pero liderado por la clase obrera y los sectores populares con independencia del Estado y de todos los partidos del sistema, con el objetivo estratégico del socialismo, esa apuesta, digo, sostenida con todo el pesimismo inteligente y el optimismo voluntarioso (ya que tanto se habla de Gramsci), es la que se puede permitir decir que no es, en nuestro país, una repetición. Alemán nos invita a “juntarnos”: y bien, bajo estas premisas la izquierda, estoy seguro, tiene sus fraternales brazos abiertos.