Este artículo que envió su autor fue publicado originalmente en la revista digital Tecl@ Eñe dirigida por Conrado Yasenza
Hace ya unas tres décadas que en la filosofía política europea (y no solamente) se verifica lo que los psicoanalistas llamarían un “retorno de lo reprimido”. Me refiero a la moda (no lo digo peyorativamente: las modas suelen ser interesantes síntomas sociales) de la denominada teología política.
Posiblemente –si bien un tan complejo tema merecería un estudio largo y profundo- esa “moda” no casualmente haya reemergido –puesto que sus orígenes se sitúan en las primeras décadas del siglo XX- en los tiempos de la cacareada “crisis del marxismo” luego de la caída del Muro de Berlín, y de la transformación del “fundamentalismo islámico” en una fuerza político-militar global, así como del peso creciente de otro fundamentalismo, el protestante, sobre las decisiones políticas imperiales de Washington. Como sea, la teología política que volvió a ponerse de moda a partir de los 80s arrastraba desde sus orígenes una inevitable impronta “de derechas”, puesto que su “pope” (o cabría decir más bien “papa”) intelectual era el gran jurista y filósofo político alemán Carl Schmitt, manifiesto simpatizante del régimen nacional-socialista en los años 30 (lo cual no impidió que tuviera serios problemas con el mismo régimen, al igual que le ocurrió a otro gran filósofo simpatizante, Martin Heidegger: ambos combinaron “desigualmente” su perversión ideológica con un espíritu de radicalidad crítica sumamente molesto para la mediocridad cultural del régimen). Lo notable es que el interés renovado por la teología política a través del redescubrimiento de Schmitt en los 80 impactó especialmente sobre un pensamiento genéricamente de “izquierdas”: autores contemporáneos como Alain Badiou, Slavoj Zizek, Ernesto Laclau, Giorgio Agamben, Massimo Cacciari, Jakob Taubes, etcétera (en la Argentina el introductor de una “lectura de izquierda” de Schmitt fue José “Pancho” Aricó, aunque hoy la autoridad en la materia sea Jorge Dotti, con una impronta más “centrista”, por así decir), algo similar, nuevamente, a lo que había sucedido con el “para-nazi” Heidegger (piénsese en quiénes fueron los discípulos más connotados –a veces muy críticos, sí, pero discípulos al fin- de Heidegger: Marcuse, Sartre, Merleau-Ponty, Lacan, Foucault, Lévinas, Derrida, y otra vez Badiou y Cacciari, para no mencionar que la huella heideggeriana es fácilmente localizable en Althusser y, a través de la “cuestión de la técnica”, en la mismísima Escuela de Frankfurt). Hay que tratar de entender todo esto, como se dice, “dialécticamente”. Si por un lado uno podría sospechar que para algunos (no todos) de estos autores la teología política fue una “huída hacia adelante” que a su manera asumía como propia la “crisis del marxismo”, por el otro cabe señalar que no “huyeron” hacia las blanduras babosas del “postmodernismo”, el “pensamiento débil” o paparruchas similares que proliferaron en la época. Si hubo “huída” –es un tema discutible, y seguramente distinto para cada uno de ellos- lo fue, en todo caso, hacia un paradigma “duro” y plenamente político como el teológico-político de Schmitt, que mantenía la oposición amigo / enemigo y la soberanía “decisionista”, allí donde los aires de la época –en el mejor de los casos: hubo cosas mucho peores- hablaban de sujetos disueltos y conflictos “rizomáticos”, para no hablar de las sandeces (aunque en sí mismas también sintomáticas) del “fin de la Historia”. Es cierto, también, que la apelación a Schmitt suponía un forzamiento necesario conducente a la abstracción: recortando esas categorías –como evidentemente la izquierda tenía que hacerlo- de su contexto histórico-concreto (la adhesión de su autor al nazismo) se producía un vaciamiento que las dejaba en una suerte de ambigua nebulosa de sentido. Finalmente, si se trata de hacerse cargo de la moda-síntoma del retorno de la teología política, se podía (y se puede) también buscar por el lado de cierto “marxismo occidental” que exploró en profundidad las posibles relaciones entre el materialismo histórico y la teología política: allí están Ernst Bloch, Walter Benjamin, la extraña y fascinante Simone Weil o el último Max Horkheimer –y algo de eso se puede sospechar incluso en el primer Lukács, como se desprende del estupendo artículo que en estas mismas páginas publicó Horacio González-, por sólo nombrar los más obvios. Personalmente, me atrevería a agregar a un “grande entre los grandes”, Pier Paolo Pasolini, ese singular, incomparable, comunista católico (desde ya, y por lo tanto, un “hereje” para ambas iglesias) que se obsesionó con Pablo de Tarso, San Pablo, y escribió un maravilloso guión cinematográfico sobre él, que nunca llegó a filmar; obsesión precursora, por otra parte, de las más recientes obsesiones paulinas de Badiou, Zizek, Taubes, Agamben o Esposito, como otra vía –“comunista”, en un sentido amplio pero estricto- de entrarle a la teología política. Y entre nosotros el llorado (por mí, al menos, y a “moco tendido”, como se dice) León Rozitchner. No estoy seguro de que a él, mi amigo y maestro, le gustaría mucho que lo asociara a ese sintagma, teología política. Lo hago sólo para hablar rápido, sabiendo que él lo entendería. Y para indicar, justamente, que él fue el único pensador argentino que se hizo cargo de ese retorno sin asociarse a las “modas-síntomas” del momento, salvo para propinarle –a mi juicio justamente- sus truenos jupiterianos al bueno, demasiado bueno, de Lévinas. A veces tuvimos diferencias a ese respecto: ocasionalmente me pareció que cierta obsesión anti-cristiana (que iba de la mano con su obsesión anti-lacaniana: para él Lacan era un católico con todas las letras) podía ser a su vez un síntoma de la problematicidad de su relación con el judaísmo. Pero eso no viene ahora al caso. Por supuesto, cada vez que discutíamos el tema, la discusión la “ganaba” él –que no se proponía ganar, sino que al otro le quedara clara su posición-.
Como sea, hacía ya mucho que León venía agarrando ese rábano por las hojas para arrancarlo de raíz (que eso es lo que significa ser un pensador radical, como hubiera dicho Carlitos Marx): no para deshacerse de él –del rábano, digo- sino al contrario, para darle toda su dimensión, la que en su opinión (y en la mía, gracias a él) el pensamiento de izquierda después de Marx –con las excepciones apuntadas, que contra las apariencias incluían, para León, al propio Marx, especialmente el “joven”- no había sabido procesar, y así perdiéndose un apasionante debate “existencial” para el cual la izquierda en general –no digamos ya la argentina, al menos en su vertiente partidaria- no se armó suficientemente: el debate sobre una vaga, oscura, confusa, incluso culpable, necesidad de trascendencia. Entendámonos: no se trata de lo que habitualmente se llama la fe (mala o buena, para decirlo sartreanamente), o la creencia en alguna vida ulterior, o mucho menos de las instituciones eclesiásticas de cualquier monoteísmo organizado; se trata, más bien, de una necesidad de proyección de la inmediatez hacia algo que –sin “mediaciones” dialécticas, sino en el registro de ese universal-singular del que hablaba Kierkegaard- pudiera llamarse, aunque hoy suene algo torpe, la búsqueda de un absoluto (Aprovecho oportunísticamente la ocasión para insertar algo que en rigor textual debería ser un pie de página, pero que quisiera mantener en el cuerpo de mi propio texto, para lo cual recurro al truquito del paréntesis: en un asimismo excelente artículo también publicado aquí, mi buena amiga María Pia López me imputa –es una manera de decir- una suerte de obcecación con la totalidad. Me temo que se equivoca gravemente. Y ella debería saberlo, puesto que me consta, y se lo agradezco de corazón, que me ha leído bien; conoce, por lo tanto, mi pasión por, digamos, un Adorno –para quien “el Todo es lo no-verdadero”- o por un Sartre –quien no usaba esa palabreja, sino la de totalización -, para no mencionar a un Freud –para quien toda ilusión sin porvenir de una “totalidad” era una forma de renegar la castración, o algo así-. Es cierto que a veces he apelado a ese significante como actitud defensiva ante los embates “posmo-rizomáticos” que –y conste que no lo complico en esto a Deleuze- habitualmente apuntan a recusar al marxismo, precisa y paradójicamente como un todo; pero confundir ese coyuntural “esencialismo estratégico” –para decirlo con la Gayatri Spivak- con toda una filosofía, es un poquitín apresurado. Quizá la palabra absoluto, asimismo usada contra el cursorio “relativismo” á la page -del cual diré para indignada sorpresa de alguien que en cierto modo participa en ciertas zonas del kirchnerismo político-cultural, pero no tengo tiempo de demostrarlo acá-, la palabra absoluto, digo, quizá pueda aligerar malentendidos al convocar otras imágenes, menos cerradas: un horizonte apocalíptico más o menos “benjaminiano”, por ejemplo, de interrupción instantánea de la “prehistoria” de la humanidad de la que hablaba Marx, pero en tanto horizonte apuntando hacia el cual se pueden juzgar las inmediateces políticas, cada una de ellas defendibles o no por sí mismas, pero evaluables trascendentalmente y en su conjunto según el espectro inscripción / desinscripción en ese horizonte, no sé si me explico, cierro paréntesis).
Bien, como de costumbre me fui por las ramas, vuelvo a la raíz, es decir a León. Su manera de abordar el síntoma teológico-político, es lo menos que se puede decir, no se pareció a nada que yo conozca. Lo cual no quiere decir que haya salido de la nada –menos todavía de algún “todo”-, sino que su árbol se reprodujo desde otras raíces, de las que tiró a su manera incomparable, abrumadora. El horizonte del absoluto -si es que era eso: yo creo que sí- lo buscó saliéndose de la “falsa totalidad” encerrada en el corralito de la oposición inmanencia / trascendencia. O, para simplificar por falta de espacio-tiempo: para él (y para insistir con el universal-singular) no había posible “trascendencia” que no tuviera los pies bien hundidos en el barro de la inmanencia del “cuerpo sensible”, con su ya canónico eje “Mater - materia - materialismo histórico (porque, vamos a establecerlo de una vez por todas: León, entre otras cosas, fue marxista, pace los medios de la así dicha “Corpo” que en estos días se solazaron en calificarlo de “kirchnerista”, con qué beneficio simbólico para ellos se me escapa; sólo que fue un marxista difícilmente asimilable, o siquiera comprensible, para los izquierdistas que nunca se preguntaron qué había querido decir Marx realmente con eso del “opio de los pueblos”, o con eso de la “alienación respecto de la tierra”. León sí: por eso fue el más marxista de nuestros “marxistas”). Fue, como se ha señalado, en una rara intersección entre el “joven” Marx –pero también en grandes momentos del Marx “maduro” de los Grundrisse -, Merleau-Ponty, por supuesto Freud, más lateralmente Spinoza –pero también, se ha señalado menos, el Hegel de la Fenomenología del Espíritu , especialmente la Sección IV sobre la dialéctica Amo / Esclavo, que junto a Marx le aportaba la reflexión “trascendental-inmanente” sobre el poder y la dominación- que fue a buscar aquella corporalidad sensible cuya ausencia recusaba con a veces desbordada virulencia en Heidegger, en Althusser, en Lacan (no así, ya que citamos “estructuralismos” variados, en Lévi-Strauss, a quien apreciaba –lo hemos discutido muchísimo- por su escritura, por su costado discretamente anticolonialista, y sobre todo, aunque parezca extraño, por su voluntad tardía de una “disolución en la naturaleza” que probablemente asociaba con su propia preocupación por la materia). Y también –un hallazgo discutible, pero enormemente original- en la peligrosa e inquietante “falsa corporalidad” de Nietzsche (un síntoma en el que León nunca se enganchó fue el “neo-nietzscheísmo”, llamémosle “post-foucaultiano”: una vez me dijo, muy seriamente, con tono de hablar de algo un poco siniestro, que Nietzsche era alguien para examinar, pero agarrándolo con pinzas, manteniéndolo a la distancia y arrojándolo lo más lejos posible a la primera señal de alarma).
Fue también esa pasión absoluta que partía de la inmediatez concreta lo que hizo que un hombre doctorado en la Sorbona en la inmediata posguerra, que pudo compartir mesas de café con Sartre, Merleau-Ponty, Goldmann o Leiris, fuera tal vez uno de los marxistas más nacionales que tuvimos, munido de una densidad filosófica, “ontológico-histórica” que no era dable esperar –ni había por qué hacerlo- en el Colorado Ramos, en Hernández Arregui o en Puiggrós, todos parcialmente apreciables por distintas razones. No vale citar antecedentes como el del “primer” Astrada: en él su marxismo vino en cierto modo a montarse sobre su “nacionalismo” heideggeriano, sin que esas capas superpuestas se modificaran sustancialmente. Para León –que, como queda dicho, era furibundamente anti–heideggeriano- el marxismo, la lucha de clases, la corporalidad sensible, la “tierra expropiada” de la nación, todo eso era el mismo edificio en construcción al cual se entraba por diferentes y provisorias aberturas, el mismo work-in-progress infinito, la misma ecuación dilemática imposible que él no esperaba resolver, pero a la que abrazó con la pasión arrojada e irrenunciable con la que sabía –se atrevía a- hacerlo. Porque nadó en ese pantano sin querer soltar su mochila filosófica personal (esa constelación Marx / Freud / Merleau, etc.), es obvio que no podía “ser” peronista –obvio para él, quiero decir, como lo sería para mí: habrá quienes sí puedan arreglárselas con eso-. Pero no conozco otro intelectual no-peronista tan “anti-gorila”, ni que haya pensado el peronismo con la complejidad sensible de Entre la Sangre y el Tiempo (apenas salió ese libro en su spivacoviana edición originaria lo encontré a David Viñas en La Paz, literalmente sumergido en el primer tomo; levantó la vista, y entre los bigotes dijo: “Una obra considerable”, lo cual como sabemos era el máximo ditirambo viñesco). ¿Se dirá que haberle dedicado al tema su texto más voluminoso –el siguiente en volumen, hay que señalarlo y asociarlo a todo lo anterior, es el libro sobre San Agustín- no deja de ser también un “síntoma”? Es posible. Pero ¿qué peronismo “realmente existente” puede realmente soportar esa lectura hecha desde Marx-Freud-Clausewitz que no se priva de retorcer para todos los costados la dimensión “manos sucias” del propio Perón, y al mismo tiempo tratar de comprender -o sea, inteligir, interpretar y abarcar con todo el cuerpo- el centro mismo, desde 1945, de esa ontología político-existencial argentina? Por supuesto, la pulsión por mirar de otra manera, de una manera otra, ese fenómeno nacional le venía de Contorno (no digo que la heredó de allí, porque justamente él contribuyó a fundarla), y es paralela, lo acabo de insinuar, a la pulsión –mucho menos “contornista”, salvo tal vez por el ejemplo muy distinto de Ramón Alcalde- de también mirar de una manera otra la cuestión de lo teológico-político.
Alguna vez habría que pensar en qué infinitud -en que “trascendencia inmanente”- se juntan esas paralelas rozitchnerianas. No sé si yo voy a ser capaz de hacerlo. En todo caso puedo arriesgar, aquí, un compromiso público de intentarlo. O, por lo menos, de explicar por qué no pude. Mientras tanto, no puedo evitar evocar lo que ya nunca escucharé: las carcajadas estentóreas con las que hubiera atronado, con auténtica alegría, el café de Belgrano en el que solíamos juntarnos los sábados a la mañana para discurrir sobre estas cosas, las carcajadas “trascendentes” con las que hubiera ironizado, digo, en la última campaña electoral, la degradación farsesca del “síntoma” teológico-político en la apelación a milagros para algún candidato, o la invocación divina para la fotografía de algún otro. O las ironías que seguramente no me habría ahorrado sobre mis actuales “compañerismos de ruta críticos”. De eso me salvé. Para todo lo demás, su ausencia es una condena.