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Fascismos ¿eran los de antes?

 

Dícese “facho” -apócope de “fascista”-, entre nosotros, de alguien que es declaradamente reaccionario, racista, anticomunista, misógino, homofóbico, etcétera, ostente uno, varios o todos esos rasgos (que, por otra parte, suelen asociarse en diversas proporciones). Si es una mujer, correspondería “facha”, aunque ello resultaría confuso para un español, que llama facha a todo/a fascista, sea del sexo / género que sea. En cambio “facha”, entre nosotros, se usa de otro modo (derivado del italiano faccia, “cara”), en coloquialismos ajenos a la política: “Qué linda facha”, “Qué facha de culo”, y así.

Las democracias occidentales demostraron su completa inoperancia -combinada con impotencia ideológica- para contener la descomposición, hasta el grado de abyección, de lo que suele llamarse el “lazo social”

¿Por qué facho y no, por ejemplo, nazi? ¿Qué hay en el significante fascismo que lo pueda haber transformado en un genérico un tanto difuso y casi universalmente aplicable a aquellos casos? Suspendamos por un rato esta módica perplejidad y avancemos. Las trivialidades del párrafo anterior sirven, oblicuamente, para indicar cierta dispersión, o arborescencia desordenada, del vocablo. Aún cuando acumuláramos mayores precisiones, hay que señalar que hay al menos dos sentidos -sin duda conectados, pero al mismo tiempo bien diferentes- en que se usa el concepto.

Por un lado, una acepción histórica fechada, que califica a ciertos regímenes que lograron acceder al poder (y secundariamente, a ciertos movimientos que no lo lograron) en Europa -aunque habría que incluir el fascismo monárquico-militar en Japón, si bien éste obedece a otra lógica y otra historia- en las décadas del 20, 30 y parte del 40: más precisamente, entre 1922 (“marcha sobre Roma” y toma del poder por Mussolini) y 1945 (caída del nazismo en Alemania y de la República de Salò en Italia).

Por el otro lado, fascismo es un concepto teórico-político (y muchas veces también “filosófico-moral”) “estructural”, que se suele usar más genéricamente para todo tipo de gobierno, o régimen político, extremadamente autoritario, o aún “totalitario”, que suprime las instituciones políticas democráticas (parlamento, partidos, sindicatos, etc.), que persigue, encarcela, asesina o hace desaparecer a la oposición, aplica rígida censura y vigilancia de “Gran Hermano”, y cosas por el estilo. Así, se ha podido calificar de fascistas tanto al franquismo español o al salazarismo portugués (lo cual no es del todo correcto) como a las dictaduras militares de Pinochet o Videla (lo cual es completamente incorrecto). Hay quien ha pretendido aplicar la calificación incluso a ciertos regímenes “populistas” latinoamericanos (el varguismo en Brasil, el peronismo “clásico” en Argentina), lo cual ya es un perfecto disparate. El franquismo y el salazarismo fueron –con mucha mayor fuerza el primero- férreas dictaduras militar-clericales que, con mucha astucia, permanecieron “neutrales” en la guerra, se negaron a integrar el Eje (pese a la inestimable ayuda que Franco había recibido de Italia y Alemania durante la guerra civil), y luego, iniciada la “guerra fría”, fueron firmes aliados de EEUU. El franquismo –contrariamente a su alegado antecedente, el falangismo de Primo de Rivera- no tuvo fantasías corporativistas ni “populistas” al estilo mussoliniano. Las dictaduras latinoamericanas, por su parte, procuraban la inmovilidad y pasivización de las masas, no su movilización “desde arriba” a favor del régimen. Más parecidos, en todo caso, son movimientos “menores” como los Guardia de Hierro rumanos, los ustashi ucranianos o los Cruz y Flecha húngaros (solo este último logró acceder al poder, muy efímeramente, al final de la guerra). En cuanto a los regímenes “nacional-populares” tercermundistas, su situación histórica vuelve imposible toda comparación: con todas las debilidades e insuficiencias que se quiera, sus políticas eran defensivas frente a la dependencia del imperialismo, y no agresivas e imperiales como las de los fascismos.

Es necesario atender a las diferencias tanto como a las potenciales continuidades con los fascismos clásicos, no solo para hacer un análisis crítico lo más preciso posible, sino para darse una política de resistencia y generación de aquella alternativa

Sobre todo esto no tendremos tiempo de hacer la discusión aquí. Digamos, simplemente, que no se trata, para hacer un análisis tanto histórico como teórico-político del fenómeno, de las intenciones (conscientes o no) o de las simpatías ideológicas personales de este o aquel dirigente, sino del significado histórico y político objetivo que los regímenes encarnan o representan. En lo que sigue, pues, deberemos oscilar, aunque fuera esquemáticamente, entre los dos grandes sentidos del concepto, para procurar hacernos algunas preguntas sobre el valor de su actualidad.

El mundo en que vivimos ha adquirido una fisonomía horrible, casi pesadillesca. La simbólica caída del muro de Berlín había creado la ilusión (efímera) de la universalización de la democracia, acompañada por la globalización y el “multiculturalismo”. Una nueva aura de “totalidad plural” cubrió las nubes disipadas de la “guerra fría”. Pronto se vio la falacia ideológica de ese imaginario (otra simbólica caída, la de dos torres en la ciudad de Nueva York, fue el síntoma inequívoco). Dentro de los límites de un capitalismo globalizado y en creciente crisis, y sin conformación de una verdadera alternativa, la implosión adquirió los aspectos más siniestros de un retorno de lo reprimido: la política internacional reducida a guerras de exterminio, la pobreza (tanto absoluta como relativa) en crecimiento exponencial, el “multiculturalismo” trocado por el genocidio de las masas migrantes y nuevas oleadas de racismo, y así. Las democracias occidentales demostraron su completa inoperancia -combinada con impotencia ideológica- para contener la descomposición, hasta el grado de abyección, de lo que suele llamarse el “lazo social”. Mucho más que a la canónica anomia de Durkheim, el panorama se parece a lo que ciertos psicoanalistas llamarían una casi completa caída de lo simbólico y el consiguiente regreso al “desierto de lo real”, según la ya célebre formulación de Zizek.

En semejante contexto, y ante la ausencia a nivel mundial de una izquierda radical lo suficientemente fuerte, decidida y creativa como para alterar esa lógica purulenta, sería una actitud pusilánime de “bellas almas” rasgarse las vestiduras ante el crecimiento -y en varios casos el éxito clamoroso- de partidos o movimientos de extrema derecha ultrarreaccionaria, autoritaria y xenófoba en toda Europa (y más recientemente en América Latina) que no solamente ganan elecciones, sino que, en medidas impensables hace poco tiempo, pueden concitar el “entusiasmo resignado” (autoasumida máscara de la desesperación) ya no de sectores amplios de las clases dominantes, pero también de vastas porciones de las masas populares, tentadas por una vertiginosa huida hacia adelante que parezca resolver milagrosamente los problemas generados por el Capital. Y ello sin que las múltiples pero fragmentadas, poco organizadas y en general políticamente inasibles formas de resistencia (su última expresión es la de los chalecos amarillos franceses, que no habría que menospreciar en tanto, por primera vez desde los años 60, han logrado producir el temor de una “situación revolucionaria” en la burguesía francesa y quizá mundial, pero que posiblemente como movimiento esté destinado a la dispersión), sin que esas formas, decíamos, alcancen a contrarrestar decisivamente el violento “giro a la derecha”, no hablemos ya de una transformación profunda de la sociedad (quizá sólo el movimiento de mujeres esté logrando algunas bien interesantes alteraciones en la cultura dominante, pero por sí mismo no puede alcanzar una dimensión política integralmente “revolucionaria”, como sea que pueda redefinirse esa idea hoy).

Al pleno control mundial del Capital, se suma el poder inaudito de los medios de comunicación, la hipervigilancia informática, las redes mal llamadas “sociales”, la “biopolítica”, y todos los largos etcéteras

La pregunta cae de madura, y ha sido formulada muchas veces en estos años: ¿estamos ante un reverdecer, e incluso un posible triunfo, del fascismo -o, como se afirma a veces sin demasiadas especificaciones, de alguna forma de neofascismo-? La respuesta no es fácil. Limitándonos a nuestro primer sentido del concepto, las comparaciones históricas no nos llevarían muy lejos. Los respectivos contextos “epocales” son abismalmente diferentes. Para centrarnos apenas en lo más general (no tenemos espacio aquí para los detalles sutiles), los fascismos clásicos, enmarcados en el nuevo reparto imperialista del mundo desatado por la Primera Guerra, y en una crisis económica del capitalismo que culminaría en el colapso de 1929 (crisis paradójicamente mucho más acotada que la actual) y en una situación de alza de la lucha de clases europea, fueron una extrema y violenta reacción burguesa contra el peligro real (o al menos, percibido como real, pero por buenas razones) de una ofensiva revolucionaria de masas: recuérdense la Revolución Rusa, las dos fallidas pero amenazantes revoluciones alemanas en los años 20, el bienio rosso en Italia, la revolución española que provocaría el alzamiento de Franco, etcétera.

Por otro lado, como decíamos, se trataba de “barajar de nuevo” en la puja interimperialista por la dominación mundial del Capital. En este sentido, como se ha propuesto, el período que va de la Primera a la Segunda Guerra es el de una gigantesca guerra civil europea (cuyo ganador final, con una ironía perfectamente comprensible en términos históricos, fue la potencia “forastera”, EEUU).1 No es azaroso que los dos países importantes en los que el fascismo triunfó más plenamente, Italia y Alemania, fueron los últimos en unificarse como Estados nacionales (en 1867 y 1870, respectivamente), y por lo tanto -porque ambos fenómenos están vinculados- los que “llegaron tarde” al reparto colonial, con lo cual la vocación imperial de sus clases dominantes necesariamente tenía que ser más “apurada”, agresiva y militarizada.

No es necesario subrayar demasiado que ninguna de estas dos grandes condiciones históricas está presente hoy. Como hemos visto, no hay grandes amenazas revolucionarias mundiales a la vista, y, aunque existan tironeos y tensiones entre las potencias por la hegemonía mundial (entre EEUU, China, Rusia), no se trata de un nuevo reparto interimperialista, ya que tras la caída de los “socialismos reales” la plena “mundialización” del Capital está completada, y solo se trata de pujas por la hegemonía en la explotación de lo existente.

Señalemos otra diferencia importante, sobre la que tendremos que volver. Los partidos o movimientos “neofascistas” actuales, por más que estén en alza y reciban cierto apoyo de masas, no se presentan a sí mismos (como lo hicieron en su momento, todo lo falazmente que se quiera, el fascismo italiano y el nazismo alemán) como “revolucionarios”. Su discurso demagógico puede sonar a veces muy anti-sistémico, pueden hacer altisonantes declaraciones nacionalistas, anti-globalistas y xenófobas, pero están totalmente integrados como ala anti-sistémica del sistema. Si crecen electoralmente y/o ganan gobiernos, es dentro de las reglas del juego, sin necesidad de marchas sobre Roma, incendios del Reichstag ni nada semejante. Eso no necesariamente los hace menos peligrosos, porque sus éxitos pueden tal vez tomarse como síntomas de que el sistema en su conjunto está deviniendo cada vez más “neofascista”, con esos partidos y movimientos como “vanguardia”, por así decir, de la nueva configuración con la que el Capital mundial está intentando sortear la crisis.

Esta crisis, a su vez, también tiene características muy distintas a la de los años 20/30, por la sencilla razón de que no se trata del mismo “imperialismo”: ya no se trata de la fusión del capital industrial con el capital bancario en la generación de grandes monopolios -según la canónica definición de Hilferding / Lenin- sino de la casi total dominación global del capital financiero (improductivo y especulativo). Agreguemos, desde otro registro, que en los “neofascismos” se ha alterado totalmente la relación entre las masas y el liderazgo. En la era de la tecnología informática y las redes sociales, ¿alguien puede imaginarse a Marine Le Pen o a Bolsonaro (no digamos ya a Macri, que también ha sido a veces calificado, discutiblemente, como “neofascista”) aullando encendidos discursos en la Piazza Venezia, ante una multitud enfervorizada aclamando ¡¡Du-ce, Du-ce!!, o levantando el brazo derecho al grito de ¡¡Heil, Mauritz!!? (y ello sin mencionar que las políticas estrictamente económicas de estos gobiernos nada tienen de nacionalistas o estatalistas, sino que son rabiosamente neoliberales y sometidas a los dictados del Imperio). Ciertamente, esta caricatura ridícula no le resta gravedad a la potencial “fascistización” social que muchos analistas están registrando, alentada, otra vez, por la impotencia ante una crisis sin salida visible y la ausencia de una alternativa radical que altere sustancialmente la lógica dominante en el mundo. Pero esa gravedad no debería confundirnos hasta dejar de percibir las diferencias con los fascismos “clásicos”.

Es un fascismo que ya no requiere la consolidación de partidos o movimientos de masas bajo la ilusión de una unidad nacional-estatal. Al contrario, se apoya en la atomización del individualismo competitivo

Ahora bien, ¿qué sucede cuando nos desplazamos hacia la segunda acepción del término “fascismo”, la que podríamos denominar estructural, o bien, siguiendo a Umberto Eco, “fascismo eterno”?2 Vale decir: una suerte de componente permanente -aunque muy variable en sus manifestaciones de superficie- que alude tanto a ciertos procedimientos, por así decir, que el capitalismo aplica en sus etapas de crisis, así como a elementos del inconsciente político de las masas (Umberto Eco no explora -ni tampoco podremos hacerlo nosotros aquí, pero valdría la pena el ensayo- textos como la Psicología de las Masas o El Malestar en la Cultura de Freud, mucho menos Masa y Poder de Canetti o La Locura de Masas de Hermann Broch, o asimismo ciertos textos de Marcuse, en particular Eros y Civilización y El Hombre Unidimensional). Uno de esos “procedimientos” -que el fascismo clásico y muy especialmente el nazismo elevó a niveles de terrorismo de Estado extremo, pero que el capitalismo está siempre dispuesto a utilizar en caso necesario- es lo que se ha llamado “método de guerra civil contra el proletariado y los sectores populares”.3 Las nuevas derechas, tanto europeas como latinoamericanas, todavía no han llegado a esos extremos, pero nada les impedirá hacerlo si crece una resistencia unificada, y sobre todo si emerge una alternativa “por izquierda” que les dispute el poder. Es algo para lo que hay que estar siempre preparado, y la militarización creciente de los aparatos represivos del Estado en los gobiernos de derecha latinoamericanos es un índice inequívoco de esa disposición.

Que tal “fascismo” pueda desarrollarse dentro de la democracia, implica una doble perversión

Pero, permítasenos insistir: es necesario atender a las diferencias tanto como a las potenciales continuidades con los fascismos clásicos, no solo para hacer un análisis crítico lo más preciso posible, sino para darse una política de resistencia y generación de aquella alternativa. Por ejemplo (aunque no es un ejemplo cualquiera): recordemos, para hacer un apólogo, que inmediatamente después de la II Guerra Mundial, la publicación de la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer causó un verdadero escándalo con su insinuación de que los vencedores en esa guerra (las democracias europeas y norteamericana) habían aprendido mucho de los vencidos, es decir del fascismo.4 Sobre todo, sucintamente dicho, habían aprendido las ventajas, para el capitalismo, de lo que esos autores denominaron la “sociedad de administración total” que, irónicamente, los regímenes fascistas en realidad nunca habían logrado instaurar de forma completa, pero que ahora, producida la redistribución mundial del poder a favor de las democracias “liberales”, el capitalismo sí podía aspirar a llevar a cabo. El escándalo a que nos referíamos tiene que ver, está claro, con la implicación de que el capitalismo en su conjunto –y no solamente sus “extremismos” nazifascistas- es constitutivamente “totalitario”, al menos en potencia; de hecho, Adorno y Horkheimer utilizan este último significante (que aquellas democracias quisieran ver limitado a regímenes particulares como los de Hitler, Mussolini, y en otro sentido Stalin) para hablar de cosas como la industria cultural, con su capacidad de homogeneización y control pleno de los productos de la cultura reducidos a su puro valor de mercancía -y especialmente de sus procesos de producción-, así como del “gusto” masificado y de lo que hoy llamaríamos “producción de subjetividad”, bajo el imperio de una racionalidad instrumental totalmente orientada a la rentabilidad del Capital.

Toda “parte” que no se plantee salirse del Todo al que se opone será indefectiblemente tragada por él

No es necesario abundar, suponemos, en que todo esto es hoy infinitamente más poderoso, profundo y perverso que setenta años atrás, cuando lo teorizaron los pensadores de Frankfurt. Al pleno control mundial del Capital, del que hablábamos arriba, se suma el poder inaudito de los medios de comunicación, la hipervigilancia informática, las redes mal llamadas “sociales”, la “biopolítica”, y todos los largos etcéteras que cualquier lector/a puede agregar. ¿Qué más administración total se puede pedir? Es decir, la conformación “rizomática” de una malla verdaderamente totalitaria de acciones sobre la economía, la política, la cultura y aún la “conciencia” (y en última instancia el inconsciente) de los sujetos sociales. La “jaula de hierro” de la que célebremente hablaba Max Weber5 (el Kafka de la sociología, como se lo ha llamado a veces) para mentar ese poder invisible pero férreo que está en todas partes y no se puede aferrar firmemente en ninguna -recuérdese El Proceso, ya que mencionamos a Kafka-, se ha cerrado sobre nosotros dejándonos, aparentemente, sin vía de escape. A esto, si se quiere insistir con el concepto, bien se lo puede denominar neofascismo. Pero con una condición esencial: la de entender, como también lo decíamos, que su práctica puede desarrollarse dentro del estricto funcionamiento (meramente jurídico-formal, claro) de las instituciones “democráticas”. Y ello lo hace doblemente peligroso, en tanto -para volver a Eco- se trata de “el fascismo como un fenómeno difuso que desborda lo explícito y sistemático de estos regímenes, volviéndose más profundo y permeante”. Es, en efecto, un fascismo que ya no requiere la consolidación de partidos o movimientos de masas bajo la ilusión de una unidad nacional-estatal. Al contrario, se apoya en la atomización del individualismo competitivo, en la hobbesiana “guerra de todos contra todos”, en la sustitución de la lucha de clases por la de víctimas contra otras víctimas (y si estas tienen otro color de piel, otra religión, otra identidad sexual, de ello se hará justificación suficiente): es decir, que fomenta un particular goce tanático -para abusar de las categorías psicoanalíticas-, o un síndrome global de pasiones tristes -para abusar de las spinozianas-, con las cuales alimentar la psicosis autodevoradora del Capital.

Que tal “fascismo”, repitamos, pueda desarrollarse dentro de la democracia, implica una doble perversión. Por un lado, significa que la “democracia”, tal como la conocemos o la concebimos históricamente, está definitivamente acabada, es irrecuperable de estos niveles de degradación y corrupción. Por el otro, que todas las (bienvenidas y defendibles) formas de resistencia que persistan en actuar dentro de los límites del “sistema” están a la larga condenadas al fracaso, puesto que este “fascismo” que venimos describiendo es el “sistema” como tal: es su lógica más íntima y totalizadora, su mecanismo objetivo tanto como subjetivo.

Y no es que los pueblos, las masas, los sectores populares, los “vencidos” (como los hubiera llamado Benjamin) no intuyan, aunque sea confusamente, aquella degradación de la democracia y del sistema político en su conjunto: por ello con frecuencia se rebelan en esporádicos estallidos que suponen variantes más o menos idiosincrásicas de nuestro Que-se-vayan-todos. El problema es que -en tanto esa rebelión no suponga una concepción radicalmente diferente de la democracia, una verdadera refundación del “lazo social”- deja la puerta abierta para que las “vanguardias extremas” de unos neofascismos que pertenecen al mismo sistema, aparezcan ilusoriamente como una salida de aquello dentro de lo que están. Y el circuito vuelve a comenzar. Esta es también la razón por la cual fracasan permanentemente los experimentos “progresistas”, “social-democráticos”, “populistas de izquierda” o como se los llame: porque más tarde o más temprano (véase Syriza, Podemos, France Insoumisse y demás) se dan de bruces con las fronteras de esa “totalidad” a la que en el fondo no se resignan a no pertenecer. Y ya lo sabemos: toda “parte” que no se plantee salirse del Todo al que se opone será indefectiblemente tragada por él. En estas nuestras condiciones actuales, el pesimismo de la inteligencia le lleva amplia ventaja al optimismo de la voluntad. Lo cual, por supuesto, no puede transformarse en un pretexto para desistir.

Notas

1. Losurdo, Domenico: War and Revolution. Rethinking the 20th Century, Londres, Verso, 2015.

2. Eco, Umberto: “El fascismo eterno”, en revista La Biblioteca, Buenos Aires, diciembre 2017.

3. Trotski, León: El Fascismo, Buenos Aires, Ediciones Cepe, 1972. Véase también Poulantzas, Nicos: Fascismo y Dictadura, México, Siglo XXI, 1971.

4. Horkheimer, Max y Theodor W. Adorno: Dialéctica de la Ilustración, Buenos Aires, 1967.

5. Weber, Max: Economía y Sociedad, México, FCE, varias ediciones.

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Articulo publicado en
Abril / 2019

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