1.
A partir de los años 80, con el pleno triunfo del llamado neoliberalismo (un eufemismo, como el de globalización, para la mundialización de la ley del valor del capital1), entró en escena un nuevo personaje protagónico, con -no podía ser de otra manera- un nuevo lenguaje. El personaje es un curioso sujeto colectivo, proteico y multiforme: se llama Los Mercados. Otro eufemismo, claro. Antes, en los sesenta y setenta, hablábamos de la burguesía o de la clase dominante. La burguesía podía ser “nacional” -aunque algunos creíamos poco en ella- o “multinacional” -más directamente ligada a los intereses entonces llamados imperialistas, y no “globalizados”-.
Como hubiera dicho Freud, se empieza por ceder en las palabras, y se termina concediéndole todo al enemigo
Estos deslizamientos semióticos, por así decir, son síntomas de una derrota histórica, ideológica, política, cultural: hablando la lengua del Amo, entregamos hasta las banderas del significante. Cambiar, supongamos, pueblo por la gente, o proletariado -o al menos clase obrera- por trabajadores (una generalidad abstracta: los burgueses también “trabajan”), o pequeña burguesía por clase media o, para ir a fondo, lucha de clases por conflicto de intereses (y no digamos ya grieta) no son meros refinamientos terminológicos. Implican un salto de nivel descomunal en la percepción misma de la realidad -que, para los animales parlantes que somos, es en buena medida una construcción simbólica-, y por lo tanto, en las lógicas de la acción transformadora sobre esa realidad. La lucha de clases solo puede “resolverse” en la sociedad sin ellas; los conflictos de intereses -siempre sectoriales, parciales o acotados- se negocian mejor o peor sin poner en riesgo los límites de la sociedad clasista. Es decir: como hubiera dicho Freud, se empieza por ceder en las palabras, y se termina concediéndole todo al enemigo.
Ahora bien, procuremos ser lo más ecuánimes posible. Si esas mutaciones lingüísticas son otros tantos testimonios del debilitamiento de un proyecto histórico, eso no necesariamente significa que los nuevos términos sean siempre y únicamente arbitrios o caprichos contingentes (el Amo, generalmente, sabe lo que dice, aunque pueda no ser consciente de su saber). La promoción a primera fila del personaje “Los Mercados” expresa atinadamente una transformación esencial que se ha producido en la trama de aquella mundialización de la ley del valor que mencionábamos: el pasaje, cada vez más acelerado en las últimas décadas, de la hegemonía del capital industrial a la del capital financiero. Es un hecho archiconocido. Del capitalismo de “los fierros” al de las transacciones especulativas cibernéticas, de las chimeneas echando humo al relativo silencio del tecleo en la computadora o el celular: una radical des-materialización de lo que solía denominarse la “base económica” y todos sus efectos, que ya no necesitarán “disolverse en el aire” -según reza una admonición clásica- porque ya son puro aire (que no es, ciertamente, aire puro, sino bien contaminado, venenoso, mortal). Contra lo que se dice habitualmente, el capitalismo no es forzosamente un régimen materialista: el “neoliberalismo”, fase superior de la degradación de la Materia, incluida la Naturaleza, ha demostrado que puede muy bien ser la cara monetaria del Espíritu Objetivo con el que filosofaba Hegel.
La (relativa) pertinencia de esa expresión léxica de las transformaciones del capitalismo no quita, desde ya, que también sirva para disimular que el capitalismo, en un sentido central, siga siendo lo que siempre fue. Quiero decir: si Los Mercados -en particular los financieros- han introducido, o hecho dominante, nuevas y más “aéreas” formas de exacción de plusvalor, ello no impide que, como explica abundantemente El Capital, el resorte de la generación de la plusvalía que luego será realizada en Los Mercados -es decir en la esfera del intercambio-, siga siendo la esfera de las relaciones de producción.
Esta inversión de la secuencia causa-efecto, característica de lo que Marx analizaba bajo la rúbrica del fetichismo de la mercancía, tiene sus propios efectos lingüísticos.2 El ocultamiento de que es la fuerza de trabajo (asalariada o “informal”) la que produce un excedente de valor que le es literalmente robado al productor directo, y de que la fetichización afecta asimismo la subjetividad de tal productor, todo eso induce otros “cambios de palabras”: por ejemplo, lo que antes llamábamos explotación ahora es cultura del trabajo, y lo que era alienación ha devenido dignidad del trabajador; porque, ya sabemos: todo trabajo es “digno”, y el hecho de que el trabajo como tal sea una dura condena bíblica, o que el vocablo latino -ya que habábamos de la lengua del Amo- del cual deriva nuestra palabra trabajo, a saber tripalium, designe un cruel instrumento de tortura, son paparruchas supersticiosas que pueden descartarse en la “ciencia” económica.3
Lo que antes llamábamos explotación ahora es cultura del trabajo, y lo que era alienación ha devenido dignidad del trabajador
Como sea, lo que nos importaba aquí principalmente era verificar otra vuelta de tuerca de la inversión fetichista teorizada por Marx: la que hace que los sujetos productores -reducidos en la contabilidad capitalista a mera fuerza de trabajo impersonal- aparezcan cosificados, mientras que los objetos producidos -mercancías y dinero- aparecen humanizados; o, más precisamente, personificados bajo el aspecto de individuos con vida autónoma a los que, vaya uno a saber por qué, les “pasan cosas”.
Esto es asunto muy antiguo -aunque no cabe duda de que el “neoliberalismo” ha profundizado hasta lo indecible ciertas fantasmagorías-: ¿Cuántas veces le hemos escuchado decir, a alguien que se ha arriesgado a alguna inversión financiera, que “puso el dinero a trabajar”? O sea, no son los y las productores directos (obreros, campesinos, empleados, docentes, etcétera) los que trabajan: es el dinero (¿proveniente él mismo de cuál trabajo?, ¿acaso el de la maquinita de imprimir billetes?), para el cual, evidentemente, el trabajo no es condena ni tortura, sino el bailoteo alegre entre los casilleros inciertos de la ruleta, o, como se dice, de “la rueda de la fortuna”. Y si el dinero -hoy día tan “espirituoso”, como veíamos- puede ser una persona, ¿por qué no podrían serlo, incluso con más razón, Los Mercados, cuya transparencia -si bien regida, extrañamente, por una mano invisible- distribuye a piacere las miserias y alegrías que procura el poderoso caballero don Dinero?
Dado ese paso, los demás siguen solos. Las personas, lógicamente, tienen problemas, malestares, inquietudes, angustias y enfermedades. Atraviesan situaciones difíciles, incluso “hacen” síntomas psicológicos. Así es que leemos o escuchamos decir, en contextos de inestabilidad económica, que Los Mercados están deprimidos o bien eufóricos. Este lenguaje no es estrictamente nuevo, pero, otra vez, con el “neoliberalismo” ha cambiado sustantivamente su estatuto semántico. La economía política clásica siempre habló de fases de depresión económica (a la catástrofe de 1929 se la llamó la Gran Depresión), pero la metáfora era más bien geográfica, o si se quiere geológica, como cuando se señala una depresión en el terreno o en una cadena montañosa; en la misma vena, cuando el crecimiento económico sufre un estancamiento se suele decir que está amesetado.
Pero con Los Mercados estamos claramente en otro campo semántico. Como parte de su personificación, el par depresión-euforia remite inequívocamente a una condición psíquica. Los canónicos ciclos económicos (las curvas de Kondratief, etcétera) han devenido en la ciclotimia (en el extremo, en la “bipolaridad”) de los complejos maníaco-depresivos, o algo semejante. O sea, el tradicional reduccionismo economicista que se le imputaba a la escuela económica clásica (e incluso a ciertas versiones del marxismo) se transforma en reduccionismo psicologista, mediante el cual se le atribuyen a Los Mercados “estados de ánimo” enigmáticos, inesperados, insondables.
Con lo cual, pues, queda perfectamente cerrado el círculo ideológico de la fetichización. Es un lenguaje que convoca inevitablemente a la pasividad social y política. Porque, desde ya, es extremadamente difícil, si no imposible, predecir cuál va a ser la reacción de Los Mercados (ellos son “reactivos”, claro está) frente a una crisis “traumática”. Y, por lo tanto, es absolutamente inútil, y aún perjudicial, todo intento de intervención sobre sus acciones y reacciones, ya que éstas son tan imprevisibles como los ataques de depresión, pánico, angustia, y así siguiendo (lo que es casi seguro es que la depresión de Los Mercados no los conducirá al suicidio: eso podía suceder cuando había un capitalismo sólido, donde se podía ver a “los hombres de la bolsa” arrojándose por las ventanas de Wall Street en 1929).
Ahora bien, y para volver a nuestro anacrónico lenguaje del pasado, la “depresión”, ¿es algo que solo le ocurre a las clases dominantes individualizadas como Los Mercados? ¿O es que las clases dominadas pueden también sufrir, esta vez sin excesiva metáfora, un síndrome depresivo inducido por su situación de explotación, alienación, miseria o lo que corresponda? Obviamente, esta es una pregunta que solo podría responder -si es que puede: no lo sabemos- la psiquiatría social, o quizá un psicoanálisis políticamente orientado. No son campos de nuestra competencia. Sin embargo, nada nos impide hacer un poco de teoría-ficción al respecto, aunque más no sea para plantearnos alguna posible pregunta sobre el asunto.
2.
Sabemos de la existencia de una psicología de masas (Freud), o de una relación entre las masas y el poder (Canetti), o de un estado de rebelión de las masas (Ortega y Gasset), o incluso de una locura de masas (Hermann Broch) que, según el gran escritor austríaco, habría llevado a Hitler al poder. Pero no conocemos que nadie haya diagnosticado, mucho menos teorizado, una depresión de masas. Tal vez no sea posible, o tal vez sea por completo impertinente trasladar un estado psíquico individual a la psicología colectiva. Pero si le permitimos al Amo usar y abusar de la figura -Los Mercados son, a su manera, un “colectivo”-, ¿por qué habríamos de inhibirnos nosotros de ese (ab)uso desde la vereda de enfrente?
La “depresión”, ¿es algo que solo le ocurre a las clases dominantes individualizadas como Los Mercados?
Tampoco esto sería, en sí mismo, ninguna novedad. Se han escrito bibliotecas enteras que investigan sobre las causas sociales de los síntomas depresivos. Sin duda los efectos de esas causas pueden ser de la más variada y diferencial singularidad, dependiendo de las características o disposiciones previas de cada individuo. Pero la multiplicación estadística de los (diversos) estados depresivos en determinados contextos sociales podría autorizar a pensar la depresión también, en un sentido amplio, como fenómeno de masas.
De aquellas nutridas bibliotecas podríamos elegir un título, que tiene sus particularidades (queremos decir que las tiene el título mismo del texto). En la década del 60 el psiquiatra español Carlos Castilla del Pino publicó un grueso libraco, que tuvo su cuarto de hora de éxito, bajo el título Un Estudio sobre la Depresión. Fundamentos de Antropología Dialéctica4. Llama inmediatamente la atención la relación entre título y subtítulo: parece sugerir que la depresión puede ser tomada, teóricamente, como uno de los fundamentos de una Antropología -así, con mayúscula-, vale decir de una filosofía de la cultura. Y esa antropología es necesariamente dialéctica, puesto que implica una relación mutua y conflictiva del sujeto con los códigos de la cultura y con los demás sujetos (con el Otro y con los otros, para decirlo a la vez con Lacan y con Sartre). Y quien dice dialéctica dice al mismo tiempo -al menos después de Hegel y Marx- historia. En suma, y en esta perspectiva, la depresión puede expresarse de las formas más singularmente idiosincrásicas, pero su estructura es constitutivamente social-histórica.
Uno de los más extensos y densos capítulos del libro -y de una sorprendente actualidad para nosotros hoy- tiene que ver con el vínculo entre depresión y pérdida; la pérdida de seres queridos, obviamente, pero también la de dinero, el empleo, la certidumbre económica, con sus consecuencias de nuevas pérdidas derivadas: de status social, de capacidad de consumo, de “prestigio”, del “nombre”, del respeto ajeno, etcétera. Se trata de pérdidas de muy distinta naturaleza: “La pérdida de un hijo” dice el autor, “no tiene significación social. La pérdida de dinero o del empleo, sí”.5 Y continúa: “Si entonces esta última pérdida es capaz de producir la depresión de la persona y la primera, por el contrario, no, hay que conceder que para la persona en nuestra sociedad tiene mayor valor el dinero o el éxito laboral que el hijo, y que son los valores sociales los que tienen primacía sobre los netamente individuales.”
En la inmensa mayoría de los casos clínicos que analiza el texto bajo este rubro (pérdida de dinero, empleo, etc.) el estado depresivo está mucho más directamente relacionado con lo que hemos llamado pérdidas derivadas que con las causales primarias: alguien siente profunda vergüenza por su nueva situación y se encierra en su casa, otro se va de la ciudad porque no soporta que sus parientes o conocidos sean testigos de su decadencia. La conclusión es obligada: la depresión depende de una configuración ideológico-cultural previa que el sujeto ha interiorizado hasta el punto de que su caída en la pobreza o el desempleo lo deja absolutamente inerme, indefenso, perdido en un mundo hostil del cual quisiera retirarse por completo (lo cual podría conducirlo al suicidio, ya que la causa de la caída es la propia culpa), o bien al cual quisiera agredir hasta la destrucción por su desprecio (lo cual podría conducirlo a la violencia contra los otros, que por lo general son sus pares, ya que las causas de la “caída” aparecen anónimas e inalcanzables, siendo el Otro un sistema abstracto del cual solo tengo a mano un puñado de semejantes, los otros6). Y está, por supuesto, el problema de la estigmatización: sectores sociales enteros son culpabilizados por haber “caído” en desgracia.7
Aquí es muy importante -para seguir con nuestros “juegos de palabras”- el significante caída. Los sociólogos funcionalistas hablan siempre de la movilidad social ascendente, pero casi nunca, al menos con los términos equivalentes, de la descendente: esta no es una movilidad, sino una precipitación en el vacío.
Los sociólogos funcionalistas hablan siempre de la movilidad social ascendente, pero casi nunca, al menos con los términos equivalentes, de la descendente
Por el esfuerzo individual, o incluso por un golpe de suerte, podemos ascender (y en algunos casos trepar); por pereza e ineficiencia, o incluso por mala fortuna, no descendemos sino que caemos: perdemos el paraíso de bienestar que el sistema nos había prometido. Pero el dispositivo ideológico-cultural que mencionábamos, y que se nos ha hecho carne en cuerpo y mente, obtura el análisis crítico de las estructuras que han “sobredeterminado” la caída. El capitalismo, y en forma exacerbada su versión “neoliberal”, implica, junto a la cultura del trabajo y el éxito por medio del tener, la moral que se ha denominado del individualismo competitivo8: no hay, en verdad, ningún “sistema”, sino que todo depende de las habilidades personales -lo que ha dado en llamarse meritocracia-, en el marco de una suerte de selección natural de las especies sociales (eso que se suele nombrar como darwinismo social, y que es un pensamiento muy alejado del pobre Darwin). Mi fracaso no es, a fin de cuentas, responsabilidad de nadie más que yo, o en todo caso, decíamos, de esos otros que estaban en mi camino como piedras molestas a las que no he sabido apartar. Ergo mi culpa, y mi depresión.
Es muy posible que esto explique, al menos en parte, el tan discutido fenómeno del clasismo con ribetes “racistas” de las clases “medias” respecto de las clases “bajas”, y su identificación acrítica con las clases “altas”. Sería algo así como una defensa anticipada ante las presuntas consecuencias depresivas de una siempre posible caída. La agresividad contra, y el desprecio por, esos otros que en cualquier momento podríamos ser nosotros -en la profundamente desigual sociedad de clases el descenso es harto más probable que el ascenso-, podría estar expresando el pánico adelantado ante las consecuencias “depresivas” de esa probabilidad de caída: es más rápido y menos angustiante encontrar chivos emisarios en los (que por el momento son) otros -los “vagos” que tenemos que sostener con nuestro digno trabajo, los extranjeros que “vienen a robarle el trabajo a los argentinos”, y así- que abordar la crítica radical al Otro, al Amo sistémico que, con sus promesas de felicidad necesariamente incumplidas, ha creado las condiciones de existencia de nuestra “depresión”. La salida perversa (y necesariamente fallida) de esta es la hostilidad, en ocasiones incluso violenta, hacia aquellos que eventualmente podrían ser mis iguales con mucha más probabilidad que los que hoy son -y seguirán siendo- mis “superiores”.
3.
Los Mercados, ya sea en estado de depresión o de euforia, no tienen por qué ser los únicos protagonistas de este drama. El Estado puede también desempeñar un rol complementario. Y si decimos “complementario” es para apartarnos de la falsa ilusión -tan extendida entre nosotros- de que el Estado es un natural antagonista de Los Mercados. Una cosa es decir que el Estado, con cierto grado de “autonomía relativa”, puede “regular” en más o en menos la desigual distribución de la riqueza operada por Los Mercados; otra es decir que puede (o quiere) suprimirla. Pensar que el “neoliberalismo” representa, como se suele decir, una total ausencia, o retirada, del Estado, es una completa falacia: se requiere mucha acción del Estado -bajo la forma de leyes, decretos, políticas públicas, generación de consensos ideológicos, y por supuesto, si hace falta, represión- para privatizar, des-regular, y en términos generales beneficiar a Los Mercados.
El problema, claro, es que la ficción del Estado-Amo “bondadoso” genera el imaginario -con su consiguiente frustración “depresiva”- de una oposición, y por lo tanto una separación, entre la política y la economía. Esta es otra cantinela repetitiva de los sectores “progres” (¿la política “manda” sobre la economía o al revés?), poco advertidos de que con ella, paradójicamente, no hacen sino consagrar lo que fue desde el inicio (digamos, de Locke en adelante) una hipótesis fundacional del pensamiento liberal: la distinción férrea entre sociedad política y sociedad civil, de tal modo que la única injerencia que la sociedad “civil” pueda tener sobre lo político sea -en el mejor de los casos- la papeleta del voto emitido cada dos o cuatro años. El resto del tiempo solo cabe esperar -siempre en el mejor de los casos- la garúa de “beneficios” que caerá generosamente desde las alturas del topos uranos del Estado-Amo. Después de la Revolución Francesa, el Estado ya no es yo, como para Luis XIV, sino él, pero nunca nosotros.
Claro está que tales “beneficios”, si existieran, serían bienvenidos por contraposición con los maleficios del “neoliberalismo” más salvaje, tal como los hemos sufrido, por ejemplo, los últimos cuatro años (evidentemente no todas las políticas del Amo son iguales: pero siguen siendo las del Amo). Pero ello no quita que sean el producto de una más o menos ilusoria generosidad vertical -cuyos límites siempre aparecen en el momento en que la “generosidad” arriesga rozar los intereses de Los Mercados-, y no una construcción horizontal generada por la sociedad “desde abajo”, como se dice. Cuando esos límites en efecto aparecen, y en el contexto de aquel circuito repetitivo, suele suceder la propagación de lo que la sociología clásica, a partir de Durkheim, denomina anomia: una suerte de desconcierto social, de caída de los códigos imaginarios inculcados por el Amo, con las consecuencias ya aludidas de depresión de masas. La confianza en el Amo-Estado está herida de muerte, y si no se percibe una alternativa realmente radical a esas opciones, no habrá más remedio que resignarse a volver al “otro” Amo, Los Mercados (puesto que se nos ha inscripto en el cuerpo, como en el famoso cuento de Kafka, la Ley de la repetición): “otro” Amo frente al cual el anterior, de nuevo, nos ha dejado indefensos al acostumbrarnos a que fuera él el que tomara las grandes decisiones. Y así el círculo vicioso maníaco-depresivo (si es que la metáfora es válida: pero lo que nos importa es que se entienda el concepto) empezará de nuevo: da capo senza fine, como dice Dante.
La multiplicación estadística de los (diversos) estados depresivos en determinados contextos sociales podría autorizar a pensar la depresión también, en un sentido amplio, como fenómeno de masas
El síndrome puede darse aún en los casos más extremos de “omnipotencia estatal”. Pongamos: la caída de la ex URSS. En un libro extraordinario de la historiadora y periodista Svetlana Aleksievitch (Premio Nobel de literatura 2011)9, el estado de ánimo de los entrevistados ante el derrumbe del “paraíso socialista” es de una ambivalente pero inequívoca depresión (la palabra insiste tanto en la escritora como en los interlocutores). Los relatos describen cómo el inicial alivio por el aflojamiento de la represión y la opresión estatal, o la euforia por un presunto acceso al mundo occidental -con sus promesas de valores desconocidos como la libertad y la democracia-, paulatinamente van cediendo lugar a una sensación de angustia asimismo “anómica” por la pérdida (otro término recurrente) de las seguridades -despóticas y otorgadas con cuentagotas “desde arriba”, pero seguridades al fin- de una vida previsible y comparativamente ordenada.
Pero ahora, con la entrada en lo que no es solamente el mundo de la libertad y la democracia sino el del Capital, se descubre que no solo las nuevas riquezas materiales no estarán equitativamente repartidas, sino que en las nuevas condiciones tampoco lo están esas “novedades” que son la libertad y la democracia. El pasaje al “neoliberalismo salvaje”, a la mercantilización de todo lo existente, al individualismo competitivo en el que tan solo un puñado logrará llegar hasta “arriba” conformando una nueva y brutal burguesía plutocrática y excluyendo a la inmensa mayoría, todo ello impone nuevos códigos y reglas para las que el hombre o la mujer de a pie carecen de sistema de interpretación alguno. El Otro anterior, con todo su autoritarismo burocrático, al menos había generado un sistema que podía imaginarse como mínimamente inteligible. Ahora todo se asemeja a una selva intrincada, irracional y anárquica, para la que no existen mapas o caminos planificados. Los “valores” previos podían ser muy cuestionables, pero ningún nuevo valor los ha reemplazado, salvo el del Dinero, enarbolado por ese también nuevo personaje del cual apenas se tenían vagas noticias, Los Mercados.
Permítasenos citar nuevamente a Sartre, escribiendo a principios de los setenta -es decir, casi veinte años antes del colapso de los “socialismos reales”, pero con el proceso de crisis ya tan avanzado, que bien podría ser un corolario del libro de Aleksievitch-:
“La desestalinización ha multiplicado las neurosis en Europa: necesario es deducir que los agravios callados, los razonamientos truncos, los sentimientos amordazados, los hechos mantenidos en silencio han sido reprimidos, enterrados bajo el piso de las almas, pero no suprimidos. Unos murieron y hieden; otros, sepultados vivos y vueltos a entrar en escena después del fin del estalinismo, se han agriado hasta la locura. Al abrir los ojos, el desestalinizado descubre que no tiene raíces en un mundo carente de hitos, atroz y desnudo. No más mitos, verdades mortales y pasajeras: ha pasado las de Caín y para nada. Solo le queda la depresión.”10
Es, sin duda, una estupenda descripción -y, como toda buena descripción, una explicación-, válida no solo para el “estalinismo”, sino del estado de depresión de masas que sobreviene cuando han caído las ilusiones (políticas, en este caso) y “retornan de lo reprimido” todas esas señales de alarma que tan astutamente habíamos sabido enterrar “bajo el piso de las almas”. El desengaño ante lo viejo que muere y la impotencia de no saber cómo hacer nacer lo nuevo, es un momento -que puede ser muy largo- liminar, indeciso, apto para que aflore la depresión. Si las masas no están sostenidas en una armazón crítica, en una voluntad de poder transformadora, la única manera de mantener a raya, si acaso, a la depresión, es un nuevo engaño. Es decir, la repetición.
Los ideales, dice en algún lado Freud, están hechos para perderlos. Con lo cual, creemos entender, no se está condenando la adhesión al ideal de una causa justa o de una convicción filosófica o política
La multiplicación estadística de los (diversos) estados depresivos en determinados contextos sociales podría autorizar a pensar la depresión también, en un sentido amplio, como fenómeno de masas
Pero sí se nos está advirtiendo que conviene estar preparados para la posibilidad de su crisis, que no significa su completa pérdida. Significa, en todo caso, la diferencia entre la depresión melancólica -la famosa sombra del objeto cayendo sobre el sujeto- y el sostenimiento del ideal por un trabajo del duelo. Y aquí, desde luego, “trabajo” no tiene las connotaciones de alienación o explotación a que aludíamos más arriba: es la praxis creativa que permite, justamente, recrear el ideal haciéndose cargo de los efectos de verdad que lo pusieron en crisis. Y “duelo” no es la resignación a una pérdida: es la regeneración del ideal en las nuevas condiciones despertadas por la crisis.
Se nos disculpará la premura taquigráfica con la que acabamos de usar ciertas categorías, para hablar rápido. Podríamos apelar a otras. Hace ya mucho tiempo, el notable antropólogo italiano Ernesto de Martino, estudiando diversas situaciones de crisis dramáticamente vividas por ciertas culturas (muertes, pandemias, desastres naturales, pobreza extrema, hambrunas y también, cómo no, dominación colonial), acuñó el concepto de crisis de la presencia social, que describe en efecto esa situación de depresión de masas, esa sensación de fin del mundo experimentada por la sociedad en su conjunto -o al menos por la mayoría de ella- frente a la caída de los códigos rutinarios que los miembros de la sociedad habían “interiorizado”.11 La solución que encuentran las sociedades -no todas, y no siempre- para recuperar la “presencia”, es lo que el autor denomina un proceso de creación cultural: nuevos rituales, nuevos mitos, nuevas lógicas asociativas, lo que fuere. En todo caso, una nueva política (en el sentido más amplio pero más estricto del término) que, trascendiendo la encerrona de la repetición “depresiva”, suponga la re-fundación de lo que suele mentarse como “lazo social”, bajo una lógica que esta vez sí pueda significar una auténtica novedad. Tal vez alguna otrora célebre fórmula, por ejemplo, Liberación o Dependencia, tenga que ser sustituida hoy por la que con módica ironía da su título a este texto. Será una ardua tarea hacer que no sea otro mero cambio de palabras.
Eduardo Grüner
Doctor en ciencias sociales (UBA)
Escritor, ensayista y crítico cultural
egruner1 [at] yahoo.com.ar
Notas
1. Un riesgo con la insistencia en el término “neoliberalismo” es que se independice del de “capitalismo”, o peor, lo sustituya, como si no fuera su versión más radical. Así es usado frecuentemente por los gobiernos o movimientos socialdemócratas, “progresistas”, nacional-populares, etcétera, bajo el supuesto utópico (o ideológicamente interesado) de que se puede eliminar el neoliberalismo sin seguir “combatiendo al Capital”.
2. Marx, Karl: El Capital, México, Siglo XXI, T. 1, Cap. 1, “La mercancía”.
3. Como es obvio, no estamos diciendo que “la gente” no debería trabajar: en el capitalismo no queda más remedio que hacerlo, so pena de perecer de hambre, y más aún en contextos de crisis y aumento de la desocupación. Lo que estamos diciendo es que no hay por qué confundir necesidad con deseo o con virtud, ni hacer del trabajo en sí mismo un Bien “ontológico”, o peor, metafísico. Y que si un día, de repente, millones de hombres y mujeres dijeran, como el escribiente Bartleby, “Preferiría no hacerlo”, eso sería una situación decididamente revolucionaria.
4. Barcelona, Península, 1962. El autor de estas líneas, por entonces estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras, tuvo que leerlo en la cátedra de Psiquiatría Social dirigida por el Dr. Nicolás Caparrós.
5. Esta aseveración, por supuesto, depende de las circunstancias específicas de la pérdida. Puede ser absolutamente cierta si el hijo muere por accidente o por enfermedad. Si la muerte es producto de la represión, la desaparición o el terrorismo estatal, como ha ocurrido (no solo) entre nosotros, entonces tiene -ha tenido- una enorme significación social y política. Lo interesante es que, salvo casos individuales, este tipo de pérdida, más que depresión, ha producido politización, como en el caso de las Madres de Plaza de Mayo y un largo etcétera.
6. Sin dejar de abrevar en un discurso metafísico-existencialista, la famosa frase final de la obra A Puertas Cerradas, del ya citado Sartre, a saber “El infierno son los otros”, podría ser una exacta ilustración de lo que venimos diciendo.
7. Cfr, para esto, Goffman, Erving: Estigma, Buenos Aires, Amorrortu, 1980.
8. McPherson, C.B.: Teoría Política del Individualismo Competitivo, Barcelona, Anagrama, 1981.
9. Aleksievitch, Svetlana: El Fin del Homo Sovieticus, Madrid, Alianza, 2009.
10. Sartre, Jean Paul: El Idiota de la Familia, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1975.
11. De Martino, Ernesto: La Fine del Mondo, Milano, Feltrinelli, 2010.