Hay que hacerse cargo: según lo ha mostrado la biología o la etología, pero también ciertas ramas de las llamadas humanidades (la arqueología, la antropología tanto física como cultural, la prehistoria, etcétera), el ser humano -es decir, parlante, sexuado, mortal- es un ente extremadamente precario. Al contrario de lo que sucede con otras especies animales, su nacimiento es siempre prematuro, inmaduro, excesivamente anticipado. Su carácter social -al cual muchos, idealistamente, le atribuyen una originalidad congénita- no es, pues, una “excepción”; o bien, si lo es, lo es en tanto respuesta a su insuficiencia. Por lo tanto, desde su propio nacimiento y durante muchos años, su precariedad tiene como contrapartida necesaria una situación estructural de dependencia: cada ser naciente, precario recién iniciado, requiere el soporte de algún/os Otro(s), precarios con mayor experiencia, simplemente para sobrevivir: para que su precariedad no retroceda nuevamente hacia la Nada. Una de las definiciones posibles de la palabra sociedad, entonces, es que se trata de una estructura sumamente compleja de articulaciones entre precariedades “desiguales y combinadas”.
Cada ser naciente, precario recién iniciado, requiere el soporte de algún/os Otro(s), precarios con mayor experiencia, simplemente para sobrevivir
Ahora bien: se sabe qué dos grandes prácticas ha debido darse el homo sapiens -en su camino de separación de los prototipos iniciales del Australopitecos, el Cromañón o lo que sea- a modo de, por así decir, prótesis compensatorias para esa precariedad dependiente: el Trabajo y el Lenguaje. Todo ese inmenso e intrincado dispositivo que denominamos Cultura está asentado sobre estas dos formas de praxis (los antiguos griegos dirían también: de poiesis) que, en principio, no parecerían cumplir otra función que la de permitirnos sobrevivir en nuestro estado de constitutiva insuficiencia. Sucede, sin embargo, que esas prácticas de supervivencia, una vez descubiertas y lanzadas al ruedo, adquieren una dinámica propia que excede en mucho aquel aspecto puramente “funcional”. El trabajo, proceso de transformación de una materia prima en un producto terminado para satisfacer alguna necesidad básica o “derivada”, nos sirve para reproducir cotidianamente nuestras condiciones materiales de existencia; pero también para construir las pirámides de Egipto o el Partenón, la Muralla China o los templos aztecas, el Taj Mahal o los Jardines de Babilonia, las grandes obras de ingeniería, las urbes monumentales, etcétera. Y el lenguaje, que a su modo también es transformación de materias primas en productos terminados (sonidos en palabras, fonemas en semantemas, y así) nos ha servido, tras unos primeros esfuerzos balbuceantes (má / pá), para comunicarles rudimentariamente a nuestros Otros precarios veteranos, cuáles son nuestras necesidades inmediatas; pero también para producir cosas como la Ilíada o las tragedias griegas, las obras de Shakespeare o la Divina Comedia, el Quijote o la poesía de Borges. O sea: es como si nuestra necesidad de lo que llamábamos prótesis de compensación necesitara a su vez una sobre-compensación que le otorgara a la Cultura lo mejor que tiene: su aspecto gratuito, “in-necesario”. Como si dijéramos: ¿somos precarios, débiles, insuficientes? Y bien, generemos un exceso que a su vez compense esos límites con un desborde de “inutilidades” no funcionales para la satisfacción de las demandas más básicas.
Todo lo anterior, no obstante, no significa en absoluto que hayamos “superado”, como se dice, nuestra estructura básica de precariedad. La discontinuidad con la Naturaleza que supone la emergencia de la Cultura no supone una definitiva ruptura con ella: si de un lado hay falta y del otro exceso, el espacio intermedio es el de un conflicto permanente, y posiblemente irresoluble, entre esos polos. Es en semejante entre-dos donde se juega esa banda de Moebius que señala Lévi-Strauss, cuando habla de lo que ya hay de Cultura en la Naturaleza y lo que todavía hay de Naturaleza en la Cultura. Seguimos dependiendo de algún Otro, por más Taj Mahales que edifiquemos o Divinas Comedias que escribamos. Para colmo, el psicoanálisis de Freud -producto excesivo de la Cultura si los hay- viene a confrontarnos con otra forma constitutiva de nuestra precariedad: la de nuestra conciencia. Si en el mejor de los casos el Yo “racional” es capaz de aprehender los límites que plantea nuestra insuficiencia, él mismo no es suficiente para saltarlos (y más aún: en su omnipotencia, suele trabajar para ocultar la “precariedad del Ser” que somos; así, la precariedad se reduplica por su propio escamoteo, y el Inconsciente nos lo informa por vía del síntoma). No es un estricto invento freudiano: en la historia de la filosofía moderna -para tomar como ejemplo otro de nuestros excesos compensatorios- el cogito de Descartes tuvo que soportar las advertencias de las pasiones tristes de Spinoza, que precarizan las potencias del Ser.
Si bien la precariedad básica permanece (seguimos necesitando trabajar, hablar, vincularnos a los Otros), sobre ella se sobreimprimen una serie de precariedades por así decir “artificiales”, producidas por la historia, que es la historia de las relaciones de producción
Llegados a este punto, nos tropezamos con un obstáculo enorme, aunque su nombre sea breve: la Historia. Hasta ahora hemos hablado como si la precariedad, sobrecompensada por las prótesis culturales, fuera exclusivamente “natural”, en el sentido amplio de una constitución de lo humano -que incluye al Inconsciente- que de una vez y para siempre se repite a sí misma en el eterno retorno de lo mismo con el que nos amenazaba Nietzsche. Pero sucede que otros pensadores de la precariedad -pongamos por caso el “filósofo de Tréveris”, Karl Marx, aunque no es el único- vienen a recordarnos que, si bien la precariedad básica permanece (seguimos necesitando trabajar, hablar, vincularnos a los Otros), sobre ella se sobreimprimen una serie de precariedades por así decir “artificiales”, producidas por la historia, que es la historia de las relaciones de producción (de las formas material-concretas en que los humanos se vinculan para reproducir su existencia), y por lo tanto de las relaciones de dominación (porque la reproducción de la existencia segrega también un “exceso”, un excedente del cual se apropia una minoría “empoderada” como tal), que a su vez generan sus formas de resistencia. Es como si esta historia -que Marx, es sabido, nombra como lucha de clases- se hubiera inmiscuido en, o más, se hubiera apropiado de, aquel espacio intermedio de tensiones entre las faltas naturales y los excesos culturales, y donde la clase dominante procura poner todo el exceso de un lado y toda la falta del otro, produciendo para las clases dominadas una lógica de meta-precariedad, de precariedad-de-la-precariedad, que ya no tiene nada de “natural”, aunque para su punto de arranque tenga que contar con la Naturaleza. Sobre aquella precariedad que podríamos llamar ontológica, el Capital monta una gigantesca máquina de precarización histórica.
Permítasenos un pequeño desvío. En su gigantesca Crítica de la Razón Dialéctica, Jean-Paul Sartre hace pivotear buena parte de su argumentación sobre la noción de escasez. Planteado así, parecería que estamos en la archiconocida definición burguesa-liberal de la economía como “administración de los recursos escasos”, donde el acento (plenamente ideológico) se pone en la esfera de la distribución de los bienes previamente existentes en el mercado: la definición, por sí misma, nada nos dice sobre cómo llegaron esos “objetos” al mercado. Pero en Sartre, como antes en Marx, se trata de otra cosa, a saber, de la producción de la “escasez”. Es decir, de una contradicción, inherente a la propia lógica del capitalismo, entre el carácter social de la producción y el carácter privado de la propiedad, y en especial, precisamente, de los medios de producción. Esta contradicción, prolijamente escamoteada por el discurso ideológico de la economía, tiene como efecto perfectamente “natural” que la producción de abundancia para la clase dominante sea la contracara de la moneda de la producción de escasez para las dominadas.
Por otra parte, la palabra francesa que usa Sartre, y que se suele traducir como escasez, es rareté, “rareza”. O, más precisamente, y para a recurrir a las categorías de la Crítica: se trata del pasaje laborioso, conflictivo, de lo práctico-inerte a la práctica transformadora del mundo y de sí mismo, de la hexis a la praxis. Eso es lo que se llama la Historia, tal como es procesada en la experiencia vivida de los sujetos, de las masas, de las clases, de los pueblos, del “grupo en fusión” que pugna por liberarse de la serialidad a que los condena la escasez: escasez material en sentido estrechamente económico, pero también la escasez de Ser: la traducción por “escasez” ha terminado por imponerse, pero -como acabamos de ver- casi inevitablemente reduce la idea al plano de la “economía”. Pero el Larousse es claro: la entrada rareté dice “rareza” / “enrarecimiento” / “rarefacción (del aire)”. Y para colmo, sartreano hasta la médula, el diccionario aclara: “La voz española tiene sobre todo el sentido de una extrañeza, una excentricidad”. El “ser humano” no es meramente escaso, es raro, sobre todo para sí mismo, al menos mientras dure la alienación serializada, la “falsa Historia” expropiada por los Amos. Y es ex-céntrico: por su pro-yecto, siempre fuera de sí, “arrojado hacia el horizonte”.
En fin: estos usos que hace Sartre del significante rareté, y que recuperan la dialéctica entre el aspecto ontológico y el histórico, bien pueden autorizar su traducción por precariedad, en el sentido en que lo venimos usando aquí, condensando en esa palabra la precariedad “natural” y la precarización producida “artificialmente”. El del Capital mundial es, efectivamente, un régimen que precariza absolutamente todo. Por supuesto, empieza por precarizar la vida material de las grandes masas, ya que el poder de desarrollo de las fuerzas productivas -y por ende de la capacidad de producción de bienes- es infinitamente mayor que en cualquier época previa de la humanidad; en consecuencia, y en el contexto de la propiedad privada de los medios de producción, lo es también la capacidad de apropiación del excedente y de la plusvalía absoluta o relativa. Ello explica la solo aparente paradoja, tan señalada, de que vivamos en la época más desigual de la historia, en términos de la brecha entre la generación de inmensa riqueza para la minoría dominante y el inaudito empobrecimiento (cuando no indigencia o directa muerte por inanición) de las grandes mayorías. ¿Cómo no ver aquí una gigantesca precarización del Ser de las masas explotadas a nivel mundial? Y precarización, por lo tanto, del pro-yecto, ya que a aquel “arrojo hacia adelante” se lo pretende encerrar en la jaula de hierro del siempre-lo-mismo del Capital.
Sobre aquella precariedad que podríamos llamar ontológica, el Capital monta una gigantesca máquina de precarización histórica
Pero hay asimismo una precarización ideológico-política que expresa los extremos “culturales” del régimen del Capital. El clasismo, el racismo, el sexismo, la homofobia, etcétera, son otros tantos efectos de precarización del Ser del “diferente”. El colonialismo y el imperialismo -inseparables de la expansión mundial del Capital- son la precarización del Ser de las nacionalidades, de las autonomías, de las soberanías. La lógica de “Gran Hermano” encerrada en las interpelaciones ideológicas y en la producción de subjetividad acrítica de los media, de las redes (a)sociales, de la virtualización de los lazos vinculares, es la precarización del Ser del pensamiento autónomo y creativo así como de los afectos, con el daño “colateral” de la precarización del Ser del lenguaje, transformado en mero instrumento funcional, paupérrimo y mediocre de (falsa) “comunicación”. La reducción de las democracias a un irrelevante cocinarse en su salsa de patéticas burocracias políticas tan igualmente mediocres como el lenguaje que utilizan (con sus debates sobre las fiestitas de cumpleaños o sobre en cuál partido se “garcha” más y mejor) es la precarización del Ser de lo político -es decir, de lo que por sí mismo define a lo humano, según Aristóteles-, aplastado como una papilla informe e insípida, inútil para nadie. La transformación del ciudadano en consumidor, la captura del sujeto por el consumismo, es la precarización de la relación necesidad / deseo, donde este es puro deseo de posesión de mercancías materiales o simbólicas, elevado a Ideal del Yo excluyente. A la alienación consustancial al trabajo bajo el régimen del Capital, se suma la alienación respecto de toda forma de goce (erótico, emocional, estético) que no sea estrictamente funcional a la reproducción del propio régimen. Aquel exceso en que dijimos que consistía la cultura es ahora una falta, jibarizada a mero valor de cambio.
El del Capital mundial es, efectivamente, un régimen que precariza absolutamente todo
Y finalmente (por ahora): la precarización, quién sabe si no ya terminal, de la mismísima Naturaleza. El productivismo exacerbado y el extractivismo furioso -necesarios para compensar la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, sin que por ello redunde en una distribución del producto que mejore la calidad de la vida de las mayorías-, el envenenamiento agroquímico de la tierra y del agua, la contaminación de la capa de ozono (que pronto hará necesario que el aire no sea más gratis, como reza el dicho popular), han tornado absolutamente precario el hábitat natural, y no solamente el humano. No por azar desde hace algunos años se habla de biopoder. Quizá de allí las fantasías de algunos “ricos con tristeza” que están dispuestos a pagar 50 millones de dólares para emigrar, no ya a alguna solitaria isla, sino a algún otro planeta, al que sin duda lograrán precarizar en poco tiempo. En todo caso, esta forma de precarización cosmológica de la Naturaleza, casi preapocalíptica, ha generado una paradoja monstruosa: queda borroneada, con-fundida, la diferencia que señalábamos entre la precariedad “natural” que es la condición inevitable de lo humano como tal, y la precariedad “artificial” producida por el sistema histórico en que vivimos. Ya no sabemos siquiera si las pestes pandémicas son naturales o provocadas. Ya no sabemos dónde termina nuestra naturaleza y empieza nuestra historia.
De todas estas formas de precariedad no se saldrá, si es que se sale, con medias tintas. Los gobiernos “progresistas” -o las dirigencias sindicales, los movimientos de derechos humanos, los ecologistas, las defensas identitarias, etcétera- siempre pueden encontrar paliativos parciales o coyunturales para demorar la llegada al borde del abismo sin alterar sustancialmente la estructura lógica del Capital. Pero cuando, en el imperio de la mundialización, esas parcialidades se articulan en la totalidad del dispositivo del Sistema, esa demora no es más que una ilusión sin porvenir, impotente para sustraerse al absoluto de la Precariedad. En el fondo, es simplemente la demora en la confrontación con la Verdad de lo que ya está sucediendo.
Eduardo Grüner
Doctor en ciencias sociales (UBA)
Escritor, ensayista y crítico cultural
egruner1 [at] yahoo.com.ar