Christophe Dejours es un psiquiatra y psicoanalista, profesor del Conservatorio Nacional de Artes y Oficios y director del Laboratorio de Psicología del Trabajo en Francia. Está especializado en temas laborales y posee una vasta producción bibliográfica en su país de origen siendo traducidas al castellano algunas de sus obras, entre ellas, El factor humano (Lumen, 1998), Investigaciones psicoanalíticas sobre el cuerpo (Siglo XXI, 1992) y Trabajo y desgaste mental (Hvmanitas, 1990). Hace dos años publicamos La banalización de la injusticia social (Topía, 2006). Su perspectiva implica analizar el sufrimiento en el trabajo en el mundo actual. Sufrimiento negado habitualmente.
Este texto, especialmente escrito para Topía, implica ahondar en la definición de un concepto del que mucho se habla y poco se profundiza:la psicosomática. Dejours desarrolla en profundidad en este artículo las diferentes concepciones de la psicosomática con el rigor al que nos tiene acostumbrado.
Utilizado por vez primera por un psiquiatra alemán, J. C. Heinroth (1818), a comienzos del siglo XIX, el término psicosomática es reciente respecto de las inquietudes sobre las relaciones entre el alma y el cuerpo, de las que se encuentran teorías a todo lo largo de la historia de la filosofía y de la medicina desde la Antigüedad.
No se trata aquí de hacer una presentación de la sustancia misma de la psicosomática o de su historia (véase por ejemplo Kamienecki, 1994) sino de considerar únicamente la manera en que el cuerpo es conceptualizado por las principales corrientes teóricas que atraviesan el campo de la psicosomática.
Psicosomática designa hoy
Todas las teorías se basan en la idea de que los acontecimientos psico-afectivos pueden tener incidencia sobre las enfermedades del cuerpo, sosteniendo incluso las más radicales de entre ellas que ciertas enfermedades son de origen principalmente psíquico (psicogénesis de las enfermedades somáticas). Lo que cuestionan ciertos autores, que defienden un punto de vista (Dantzer, 1991) según el cual serían, por el contrario, los acontecimientos somáticos los que sobredeterminarían los estados mentales, no solamente los cambios de humor sino, de manera más amplia, todas las afecciones del alma, incluyendo a los trastornos psicopatológicos (organogénesis de las dolencias mentales). Los argumentos recogidos son sólidos y se les podrá agregar el hecho, conocido desde hace tiempo en medicina, de que los desórdenes endocrino-metabólicos van casi siempre acompañados por cambios psíquicos y de la conducta.
Dentro de una perspectiva que se sitúa en una continuidad teórica con la organogénesis de los estados mentales se encuentran las extremadamente numerosas investigaciones referidas a la noción de estrés. Introducida por Hans Selye (1956), esta noción ha tenido un importante desarrollo en biología, donde sin duda más rigurosamente se la emplea, en particular en las investigaciones sobre la adaptación del organismo a situaciones extremas (alta presión hidráulica para los anfibios buceadores, muy baja temperatura para los pingüinos, situación de ingravidez prolongada para los astronautas, etc.). Lo que en ese caso está implicado es el medio ambiente físico, químico y biológico, como presión que se ejerce sobre el organismo y sus regulaciones fisológicas. Y cuando de lo que se trata es de "situación estresante", como se dice en el lenguaje corriente, habría que prescindir de todo psicologismo, es decir evitar la glosa respecto de las dimensiones psíquicas de la presión, que dependerían más que nada de una gnosis, y escuchar en ella lo que, en la situación, viene a oponerse a las conductas instintuales (como en las neurosis experimentales de Pavlov) o a obstaculizar las regulaciones fisiológicas. En cuanto a las perturbaciones psicoafectivas que surgen en esas “situaciones estresantes”, serían una consecuencia de los desórdenes neuro-endócrino-metabólicos, una de las posibles manifestaciones sintomáticas de las modificaciones biológicas. En los experimentos con ratones en jaula, sometidos a descargas eléctricas, son ciertamente las reacciones orgánicas ante el dolor las que desatan las perturbaciones de la conducta y las úlceras de la mucosa gástrica, y no el estado afectivo del animal.
Algunos especialistas en psicosomática buscan establecer puentes teóricos con los pasos experimentales, en particular con aquellos que se interesan más específicamente en las modificaciones que afectan al funcionamiento del sistema nervioso central, privilegiando sea los enfoques neuroquímicos centrados sobre el estudio de los neuromediadores (endorfinas, aminas biógenas, etc.), sea los enfoques funcionales, centrados sobre el estudio de los procesos de jerarquización, integración, sinergia, entre las estructuras cerebrales.
Es lo que sucede por ejemplo con los trabajos de Sifneos y Nemiah. Sifneos (1973), partiendo de la investigación clínica de los trastornos del pensamiento en los enfermos que sufren de afecciones somáticas, le otorga en fin de cuentas un lugar central a la dificultad, encontrada entre muchos de ellos, para expresar, verbalizar e incluso percibir las emociones que en ellos se producen: la alexitimia. Junto con Nemiah (1970), propone vincular esa perturbación central con un disfuncionamiento que se ubicaría a nivel del control por parte de la corteza cerebral del sistema límbico, del que se sabe, por otro lado, que está electivamente implicado en la memoria y en las emociones (Mac Lean, 1974; Karli, 1982).
Algunos neurofisiólogos, como Damasio (1994-2004) proponen teorías del funcionamiento cerebral que le otorgan a las emociones y a los afectos, incluso al inconsciente, una función específica en la formación de la actividad cognitiva.
Otros autores buscan enmarcar el impacto de los trastornos psíquicos en el funcionamiento cerebral, más precisamente sobre el eje hipotálamo-hipófiso-inmunitario. La psico-neuro-inmunología sería capaz de dar cuenta del efecto de los estados mentales sobre la aparición de las enfermedades, sobre la alteración de los recursos defensivos del organismo contra los agentes infecciosos, e incluso sobre los trastornos que llevan a una descarga de células inmunocompetentes contra el self (enfermedades autoinmunes).
En la clínica médica hay también un lugar para la psicosomática. Más que sobre las mediaciones biológicas de la acción psicológica, se insiste aquí sobre la relación médico-paciente. Tomando nota de la potencia del efecto placebo en las reacciones de los enfermos a las prescripciones medicamentosas, considera a la prestación médica misma como una suerte de medicamento o como el equivalente de pleno derecho de una prescripción. Pensada por el psicoanalista Balint (1957) en Gran Bretaña, la psicosomática médica es sobre todo empírica y teoriza poco acerca de los principios de su práctica.
De tal manera no hay un concepto específico del cuerpo distinto del de los biólogos. En cuanto a los enfoques experimentales mencionados, teorizan al cuerpo como lugar de procesos psico-químicos que están en la base de todas las regulaciones y reacciones de adaptación, agotamiento o desadaptación y de la vida misma, siendo concebida esta última como el conjunto de las conductas orientadas hacia la autoconservación.
Es en fin de cuentas en el interior del psicoanálisis que la psicosomática es reivindicada como una disciplina original, práctica y teórica a la vez.
Entre medicina y psicoanálisis, sin embargo, debe reconocérsele un lugar aparte a Groddeck. Aunque haya estado vinculado con Freud y luego con Ferenczi, Groddeck siempre tuvo una práctica de médico somático y casi no empleaba el término de psicosomática en sus propios escritos. Su práctica se fundaba sobre la intuición de poderes específicos del cuerpo y se esforzaba por poner en evidencia una suerte de intencionalidad contenida en el cuerpo todo, capaz de aprovechar todas las configuraciones sintomáticas, para manifestar los movimientos afectivos en los que se encuentra implicado el sujeto. Esos poderes del cuerpo están en relación con los ardides -a menudo el sentido del humor-, empleados para desbaratar, saltear, subvertir la consciencia moral. A ese poder le da el nombre de ello (das Es, 1923). El ello es básicamente una fuerza inconsciente, es también por naturaleza ante todo sexual y erótico. Pero sobre todo moviliza al cuerpo, tanto para hacer surgir en él enfermedades como para hacerlas sanar. El ello es una suerte de “daimon” y a veces puede hacerse demiurgo o dramaturgo. El ello no manifiesta únicamente una fuerza oscura y burlona operando a partir del cuerpo, también expresa, simboliza directamente sus intenciones en el teatro mismo del cuerpo. De tal manera el ello no es solamente una potencia que genera enfermedades, es sobre todo una fuerza de vida, es vitalidad. El cuerpo, en la concepción “groddeckiana”, es una fuerza que se materializa esencialmente en los signos mismos que releva la patología médica. ¿De dónde proceden esos poderes extraordinarios del cuerpo? Groddeck no es verdaderamente un teórico. Tematiza sus ideas bajo la forma del aforismo. A esa pregunta no da respuesta, se limita a descubrir las artimañas del cuerpo, a aprender su lengua y a enseñárselas tanto a los médicos como a los enfermos. Pero esos poderes del cuerpo no son en fin de cuentas otra cosa que los poderes de la naturaleza.
Viniendo en este caso directamente del psicoanálisis, Reich (1933) propone de una manera indudablemente más trágica, un desciframiento de los poderes expresivos del cuerpo. Con la diferencia, sin embargo, de que sería esencialmente en el campo de la musculatura voluntaria que habría que ir a buscarlos. La psicomotricidad, la géstica, la mímica, el habitus, las estereotipias motrices, los tics, las rigideces musculares (el “caparazón caracterial”)... todo eso expresa las soluciones y los callejones sin salida de los conflictos entre la energía vital y los mecanismos de defensa contra la angustia que suscitan las prohibiciones impuestas por la moral y la sociedad. Prohibiciones que se oponen a la libre circulación de los afectos y de la sexualidad. El cuerpo en Reich es el lugar en el que se experimentan los afectos, pero también donde se expresan los callejones sin salida de los conflictos entre el sujeto y la sociedad. De manera que el cuerpo es finalmente la sede de lo más íntimo y de lo más libre, y al mismo tiempo el lugar ofrecido constantemente a la impronta e incluso al dominio de la sociedad. El cuerpo es en suma como una suerte de intermediario entre el sujeto y la sociedad.
De hecho la psicosomática está colocada desde sus comienzos bajo los auspicios de las preguntas planteadas inicialmente por Ferenczi respecto de las “patoneurosis” (1917), es decir respecto de las repercusiones psíquicas de las enfermedades somáticas. Sin embargo, cuando considera un origen psíquico para síntomas somáticos, Ferenczi sólo tiene presente a la conversión histérica. Ese es el punto de partida de una discusión que va a tener un papel estructurante para toda la teoría psicosomática hasta el final del siglo XX. En la conversión histérica, el trastorno afecta solamente la función (parálisis, anestesia, déficit o hiperestesia sensorial, etc.), pero no hay lesión tisular concomitante. La conversión se ubica entre la simulación (voluntaria y consciente, al servicio de un objetivo instrumental o estratégico: “darse de baja”, evitar la conscripción, conseguir una suspensión de tareas, etc.), la hipocondría y la enfermedad somática lesional. La conversión es el resultado de un proceso inconsciente y traduce un compromiso entre un deseo sexual y su prohibición. El retorno de lo reprimido toma al cuerpo por teatro, pero es sólo teatro y el cuerpo orgánico queda intacto. (La enfermedad somática stricto sensu, en sí misma, no correspondería a un retorno de lo reprimido, como se verá más adelante). Cerca de la conversión histérica, se le hace un lugar particular a los trastornos funcionales, es decir a la alteración de ciertas funciones viscerales, sin lesión y, por consiguiente, reversibles ad integrum, como la constipación, la anorexia, la taquicardia, la tetania, etc. A esos trastornos funcionales, Ferenczi les había dado el nombre de “neurosis de órgano” (1926).
Félix Deutsch abre la discusión acerca de conversión y síntoma somático lesional, a los que opone entre sí, discusión que será proseguida por Alexander (1952). Este último estudia las enfermedades somáticas y procede a inventariar los “factores emocionales” en diferentes patologías (trastornos gastrointestinales, trastornos respiratorios, trastornos cardiovasculares, enfermedades de la piel, trastornos endocrinometabólicos, trastornos osteo-músculo-articulares). La idea de clasificar las enfermedades somáticas en función de los desequilibrios entre actividad simpática y actividad parasimpática concordaba con el análisis de los conflictos entre actividad y pasividad, y entre deseo de libertad y deseo de dependencia. Dunbar (1955) buscaba por su lado esquemas dinámicos específicos, incluso perfiles de personalidad específicamente asociados a ciertas patologías. Pero propuso también comprender a la enfermedad somática como una última defensa contra el peligro de descompensación psicótica, lo que representa una verdadera novedad en el campo psicosomático, en la medida en que hasta entonces la influencia del psiquismo sobre las enfermedades del cuerpo siempre era considerada en referencia al conflicto neurótico.
Más adelante, la École de Paris va a operar una ruptura teórica radical. Partiendo de nuevo de la diferencia entre conversión histérica y síntoma somático lesional, estos autores examinan con mayor rigor la noción de “complacencia somática” evocada por Freud respecto de lesiones cutáneas sobrevenidas en Dora (Marty y col., 1968) y proponen una teoría según la cual la enfermedad somática sobrevendría cuando los conflictos psíquicos ya no pueden ser “tratados” mentalmente por el paciente, es decir cuando las defensas llamadas “mentalizadas” son puestas fuera de juego (represión, proyección, sublimación, aislamiento, negación, elaboración). Bajo una forma más sistematizada, esas observaciones llevan a describir formas de organización mental en las que las defensas “mentales” son en general poco eficaces e incluso francamente deficitarias (neurosis de conducta, neurosis de carácter mal mentalizada, etc.) de lo que da testimonio la pobreza de los retornos de lo reprimido (sueños, fantasías, actos fallidos, lapsus, recuerdos encubridores, síntomas mentales) en los pacientes víctimas de enfermedades somáticas.
A pesar de diferencias teóricas importantes entre la primera ola germano-americana y la segunda ola francesa, el concepto del cuerpo sigue siendo, entre esas corrientes, más o menos similar. La enfermedad somática aparece en los unos como el lugar de expresión de un conflicto psíquico insoluble y en los otros como el testigo de un conflicto que no consigue constituirse como tal. Para los unos es una de las vías posibles de expresión del conflicto (la enfermedad expresa un conflicto actividad-pasividad), para los otros ratifica la deficiencia (pensamiento operatorio) de los procesos de pensamiento necesarios para formar un conflicto y encontrarle salidas mentales (la enfermedad somática reemplaza al pensamiento). Pero en todos los casos, el cuerpo es considerado como un efector de lo que está en juego a nivel psicoafectivo. Todo el esfuerzo de investigación se concentra sobre el “funcionamiento psíquico” y si es evocado el cuerpo en tanto tal, es únicamente en tanto cuerpo fisiológico. Es notable por otra parte que el lugar acordado a la sexualidad resulte marginado (junto con la histeria que ha sido radicalmente excluida del campo psicosomático).
En Didier Anzieu (1987) se encuentra una concepción que articula con rigor la sexualidad infantil con la genealogía del cuerpo, centrada sobre el concepto de “yo-piel”. Es porque hay en ella una teoría completa del cuerpo que esta obra merece ser evocada aquí. Pero la obra de Anzieu se ha concentrado sobre todo sobre el estudio clínico y teórico de los estados límite y no hay en ella una exploración exhaustiva del campo psicosomático. Sin embargo, Anzieu indica una vía que lo lleva a declarar su interés respecto de los trabajos de un original especialista en psicosomática, el cual, aunque vinculado por un tiempo a la École psicosomática de Paris, hizo luego rancho aparte: Sami Ali. La teoría de este último acerca de la formación de la imagen del cuerpo a partir de la proyección y de la formación del espacio imaginario (1974), introduce la idea de un cuerpo distinto del cuerpo biológico. Pero la articulación entre la proyección como principio de formación de la imagen del cuerpo y el concepto de significante formal que representa ese papel en la teoría del yo-piel queda por hacer.
Otra pista de investigación acerca del estatus del cuerpo en psicosomática es abierta por la fenomenología psicoanalítica, en particular con Médard Boss (1954). El principio organizador de la teoría del cuerpo está inspirado en Heidegger. El cuerpo se distingue aquí del cuerpo fisiológico en tanto es un cuerpo vivido. Cuerpo de una experiencia que es recapitulada en un Dasein que el clínico capta a través de la palabra del paciente, pero también a través de sus modos de reacción, su idiosincrasia, tanto como a través de sus sueños, que permiten acceder al mundo vivido (Lebenswelt) en el cual se desenvuelve. Ahora bien, ese mundo vivido implica modalidades del sentir y de la expresividad que comprometen más específicamente a ciertas funciones viscerales. No estamos muy lejos aquí de las configuraciones dinámicas específicas de Dunbar, pero el esfuerzo de análisis no se refiere tanto a la elucidación de los conflictos específicos cuanto a su “estar en el mundo” (Inderweltsein) en cuyo seno se actualizan sus conflictos. En suma, en el enfoque fenomenológico, el cuerpo vivido se materializa o adquiere su forma en el mundo y se descifra a partir del mundo. A diferencia de la teoría de Anzieu, para quien el lugar tópico del cuerpo es el yo en tanto envoltorio y en tanto piel, el lugar del cuerpo está antes que nada en el mundo, y en las modalidades de revelación del mundo al sujeto que lo habita. El cuerpo aquí es primeramente una manera de habitar el mundo, antes que un límite conferido al yo.
Podría esperarse que la psicosomática, más que cualquier otra disciplina, produjera una teoría explícita del cuerpo. No es el caso, pero hay que reconocer que si las concepciones fundadas sobre el psicoanálisis carecen de tal teoría, es sin duda porque la metapsicología Freudiana misma no la propone en forma explícita.
Someter al psicoanálisis a la prueba de la clínica psicosomática supone volver a partir de lo que constituye el centro de la teoría psicoanalítica, a saber: la teoría de la sexualidad.
La sexualidad en el sentido de Freud es una sexualidad infantil, es decir una sexualidad de la que se pueden captar fácilmente las manifestaciones en el niño, mucho antes de que los órganos de la reproducción hayan alcanzado la madurez, es decir mucho antes de la pubertad. Entre el cuerpo en el que se experimentan la excitación y la sensualidad y el cuerpo biológico impúber del niño se revela de entrada una discontinuidad. ¿De dónde proviene pues la sexualidad, si no es de los órganos genitales ni de las glándulas endócrinas?
Solo puede venir del exterior, y pasa por el adulto (ver Laplanche, 1987).
Lo que viene por la vía del cuerpo biológico, es decir por un ensamblaje instintual innato, es la comunicación niño-adulto, sostenida por el apego (Bowlby, 1969); comunicación que vehiculiza mensajes en el orden de la autoconservación, que se expresa en conductas aún antes que el lenguaje propiamente dicho, que pasa por el cuerpo: movimientos de grasping, de aferrarse en busca del contacto con la piel de la madre por ejemplo, o de hurgar en busca del pezón. A lo cual el adulto responde con otras conductas organizadas como “retrieval”, es decir, como conductas de asistencia: abrazar, acariciar, abrigar, alimentar, acunar, lavar, etc. Solamente el adulto, en esa comunicación, no puede limitarse a lo que depende estrictamente del orden instrumental, es decir de lo higieno-dietético. Reacciona también ante el cuerpo a cuerpo con el niño con afectos y fantasmas que tienen relación con la sexualidad: excitación, deseo, cólera, pasión, etc. Así, los mensajes dirigidos por el adulto al niño resultan “comprometidos”, es decir contaminados por su inconsciente sexual. Frente a lo que así le llega de parte del adulto, el niño es arrastrado a un esfuerzo para entender lo que el adulto quiere de él. Ese esfuerzo adoptaría la forma principial de la traducción. Si el adulto, por estar dotado de un inconsciente sexual, actúa nonen volens como un seductor, el niño por su lado se convierte en un hermeneuta.
Pero la traducción del niño, con los medios de los que dispone, siempre deja un resto no traducido. Ahora bien, eso mismo que queda no traducido, insiste y retorna bajo la forma de una excitación proveniente esta vez del interior, y no desde el otro, adulto. Ese resto no traducido y excitante constituye el núcleo inicial del inconsciente sexual del niño. En suma, ese resto que inevitablemente se forma a la sombra de la traducción es lo reprimido originario. La teoría de la seducción generalizada es pues también una teoría traductiva de la constitución del inconsciente. El inconsciente sexual del niño es entonces un retoño del inconsciente sexual del adulto, pero el contenido de ese inconsciente infantil es una producción completamente propia del niño, una producción de la actividad de pensar del niño, y no una transmisión directa ni transgeneracional.
Se nota que en esa concepción del origen de la sexualidad en el niño, lo sexual propiamente dicho no tiene estrictamente ningún sustrato vinculado a la función de reproducción. La sexualidad infantil es enteramente del orden fantasmático y no de orden biológico. El cuerpo, sin embargo, está implicado en la génesis de la sexualidad, como hemos visto, por aquello de que la comunicación de base entre el niño y el adulto pasa por un cuerpo a cuerpo. Pero el cuerpo está implicado de otra forma, a saber, que el mensaje del adulto, en esta ocasión, está “implantado” en el cuerpo del niño. Al punto que en fin de cuentas lo que el niño intenta traducir no sería solamente el mensaje, comprometido por lo sexual, sino sobre todo el efecto de ese mensaje sobre su cuerpo. El efecto excitante de ese mensaje. Y esa excitación que ratifica la implantación del mensaje sería el origen de la pulsión de la que se destacará que es definida por Freud (1915) como “la exigencia de trabajo impuesta al psiquismo por el hecho de sus relaciones con el cuerpo”, exigencia de trabajo que asumiría así la forma principial de la traducción.
La implantación prosigue durante los primeros meses de la vida sobre un cuerpo que se transforma rápidamente a consecuencia de los procesos de maduración y de desarrollo biológicos. De a poco, las funciones biológicas, a medida que maduran, sirven de posta para los juegos del cuerpo entre el niño y el adulto (zonas erógenas) y, por ese intermedio, a la implantación y luego a la subversión de la función por parte de la pulsión. Así se forma poco a poco un segundo cuerpo -al que se designa con el nombre de cuerpo erótico- a partir del primer cuerpo biológico.
Ese segundo cuerpo sería el cuerpo en tanto está habitado, es decir, en tanto es aquello por lo cual la vida se experimenta en uno mismo bajo el modo del afecto. Es también el cuerpo comprometido en el vínculo con el otro, el cuerpo implicado en el “obrar expresivo” de la seducción así como de la indiferencia o de la hostilidad, y de todo el repertorio de la mímica, de la géstica, de la psicomotricidad... hasta, e incluso, en el cuerpo a cuerpo erótico.
Todo ese proceso de “la subversión libidinal del orden fisiológico en provecho del orden erótico” está atado a la comunicación entre el niño y el adulto. Pero esa comunicación puede a veces ser interrumpida por el adulto, cuando en esos juegos y en esos esfuerzos de traducción y de expresión dirigidos al adulto, el niño desata en este último reacciones de aversión, de asco e incluso de odio contra el cuerpo del niño. Esas reacciones, que en el adulto son movilizadas por su inconsciente, a veces llevan a este último a comportamientos violentos. La sobrecarga de excitación que la violencia provoca en el niño coloca a este último en estado traumático, es decir que interrumpe su pensamiento, tacha la traducción e impide al mismo tiempo la subversión libidinal de ciertos registros de funcionamiento del cuerpo. Serían éstos, de alguna manera, accidentes de la traducción que se inscribirían en la geografía del cuerpo erógeno, bajo la forma de zonas frías o de agenesia en el registro pulsional; que se manifestarían luego en amputaciones en el poder de jugar sexualmente con su cuerpo en el comercio érotico (Dejours 2001).
La clínica psicosomática sugiere que los impulsos evolutivos de las enfermedades somáticas (crisis y descompensaciones) sobrevendrían electivamente cuando esos registros funcionales proscriptos de la subversión libidinal fueran convocados por el encuentro con el otro.
Semejante concepción del cuerpo no implica en absoluto alguna causalidad psicosomática. La mayoría de las enfermedades somáticas están probablemente vinculadas a determinismos genéticos, microbianos o físico-químicos. En cambio, la evolución de las enfermedades (que en su mayor parte son crónicas), sería sensible al conflicto psicosexual, en particular las crisis evolutivas. En caso de descompensación somática (por ejemplo en un estado de mal asmático, en un coma acidocetósico en un diabético o aun en una crisis de gran mal en un epiléptico) la excitación, al desencadenar la crisis, se aventuraría por la vía abierta por la descompensación. La descompensación funcionaría entonces como una cuenca de atracción en el cual se precipitaría la excitación, lo cual arruinaría el trabajo del pensamiento, el trabajo de traducción o más generalmente el trabajo de elaboración.
Convendría entonces dar vuelta la hipótesis psicosomática: los trastornos del pensamiento no estarían en el origen de la enfermedad somática. Por el contrario, las enfermedades somáticas tendrían tendencia a expoliarle al pensamiento lo que, de ordinario, lo mueve; a saber, esa excitación, proveniente del cuerpo erótico, que podría convertirse, en circunstancias más favorables, en exigencia de trabajo para el psiquismo.
Se haría así posible comprender una de las dificultades mayores planteadas por la clínica psicosomática, tanto para la medicina docta como para el sentido común, a saber que el estado psicoafectivo puede tener influencia sobre la eficacia de un tratamiento, su rapidez de acción, incluso sobre la curación: el hecho de que el proceso patológico responsable de la dimensión crónica de una enfermedad sea de origen biológico sería compatible con el hecho de que las crisis, en lo que a ellas respecta, fueran sensibles a los acontecimientos psíquicos. Es por eso que el abordaje psicoanalítico o psicoterapéutico de los pacientes que padecen enfermedades somáticas, al retomar el camino que lleva al cuerpo erótico, podría tener incidencia sobre la posibilidad de conjurar las crisis y, más allá, sobre la estabilización, incluso la curación de enfermedades cuyo origen fuera sin embargo indudablemente orgánico.
De hecho, el vuelco de la problemática etiológica debiera ser completado por un vuelco de la interrogación psicosomática. Antes que buscar comprender el origen de las enfermedades somáticas, la psicosomática, tomando apoyo sobre la teoría del cuerpo, debería interesarse sobre todo por elucidar los resortes psicosexuales de la salud.
Traducción: Miguel Carlos Enrique Tronquoy
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