El siguiente texto es un fragmento del capítulo VII, "El espacio de deliberación en el trabajo", del libro "Trabajo Vivo (Tomo II). Trabajo y emancipación" de Christophe Dejours (Topía Editorial, 2012).
Permitámonos pues las siguientes propuestas. No tratar ya al trabajo con condescendencia y dejar de considerarlo antes que nada como el atributo típico de la servidumbre. Reconocerle al trabajo libre, por el contrario, la posibilidad de mostrarse como una prueba de uno mismo gracias a la cual la subjetividad se revela a sí misma.
Reconocerle también el poder de generar lazos de cooperación, de producir convivencia o mejor aún, artes de vivir.
Admitir la pertinencia de esas proposiciones significa afirmar que la política debería concederle una atención específica al “trabajar”, ya que al analizar el trabajo concreto se puede identificar in statu nascendi cómo se crean y se destruyen las condiciones de la convivencia que son el objeto mismo de la política.
Por otra parte, le corresponde a la filosofía señalar las trampas que el imaginario social pone en el camino del pensamiento. El imaginario social contemporáneo machaca el desprecio hacia el trabajo, anuncia el fin del trabajo, se entusiasma con la economía virtual y celebra un mundo reducido a ser sólo cosa de gestores. El peligro del imaginario social es ante todo dar por buenas ideas que han perdido toda conexión con lo real, e incitar a sus dirigentes a llevar a los seres humanos a aventuras irracionales y hasta mortíferas. Ahora bien, debemos recordar aquí que el acceso a lo real siempre pasa por la experiencia irreductible de un trabajo vivo.Yes precisamente porque sólo la experiencia del trabajo permite mantener la vinculación con lo real y evitar por lo tanto las desviaciones propias del imaginario social, que el trabajo debe ser reconocido de pleno derecho como un objeto de la política y de la filosofía. La centralidad epistemológica del trabajo se cruza, en este preciso punto, con la centralidad política del trabajo.
El trabajo, en tanto trabajo vivo, es el término que conceptualiza el lazo entre la subjetividad, la política y la cultura. Y si “amor mundi” hay, entonces con esta expresión se deben entender las condiciones políticas que permiten el advenimiento del trabajo vivo. Es de desear un mundo que permita a los seres humanos comprometerse en la creación (y en la procreación), y que pueda ofrecerle un estatus honorable a los frutos de la creación (y de la procreación). ¿Qué estatus? Un poder de acción sobre el mundo. O más precisamente, un estatus que señale el derecho de la obra (o de la generación joven) a hacer una aporte al mundo, gracias a lo cual se puede trascender la existencia individual para confluir con el cauce del desarrollo del mundo humano. Magnífica promesa de superación a partir de la cual el entusiasmo de participar en la cultura puede germinar.
El trabajo, además, es un pretexto para construir lazos de solidaridad. Solidaridad contra la adversidad, en primer lugar: contra las amenazas del trabajo a la integridad física y mental o contra la injusticia y la dominación. Pero esa solidaridad para resistir a la adversidad no da cuenta de todas las formas de solidaridad.
Pensar el trabajo políticamente significa también prestarle toda la atención que se merece a la solidaridad técnica y a la cooperación.
Porque la cooperación se basa en la movilización de recursos situados en el principio mismo de toda acción, a saber: la actividad deóntica.
Ahora bien, las condiciones que le permiten a la actividad deóntica desplegarse son ciertamente difíciles de mantener. En efecto, al estar constituida por lo real, la referencia común que está en el fundamento de la deliberación colectiva supone la formación de un espacio donde se puedan lanzar críticas contra la concepción y las
prescripciones que enmarcan al trabajo. Críticas que nacen de la experiencia del trabajo misma y toman su relevo hasta en la discusión colectiva.
Mantener ese espacio en el seno de las organizaciones supone la formación de una voluntad colectiva. Pero ésta es enteramente del orden de la política, en la medida en que una voluntad común nunca surge por generación espontánea.
El trabajo colectivo y la cooperación, al basarse en la actividad deóntica, introducen en la esfera de la producción (poiesis) la dimensión específica de la acción (praxis). Al desestimar en el trabajo la dimensión de la acción cuyo pretexto es la producción, la filosofía política deja en manos de la primacía de la racionalidad estratégica lo que es propio de la racionalidad axiológica. Ese desinterés es nefasto, porque contribuye a descalificar en la vida ordinaria de trabajo el ejercicio de la deliberación que está en el principio mismo del aprendizaje democrático.[i]
Cómo caracterizar al espacio de deliberación en el que la actividad deóntica se despliega para producir reglas que estructuran la cooperación técnica y la convivencia? Por las dificultades que genera en la práctica misma de la deliberación colectiva. En efecto, la confrontación de opiniones acerca de la experiencia de lo real (al que el trabajo da acceso) no puede sino ser un ejercicio trabajoso, porque la formación de las opiniones no siempre antecede a su formulación en el espacio de deliberación. Situación en apariencia paradojal pero sin embargo de una gran banalidad. Es que la experiencia
de lo real, mediada por el trabajo, antes de ser simbolizada y transmisible es una experiencia del cuerpo. O, por decirlo de otro modo, la inteligencia del trabajo a menudo se adelanta a su elaboración.
Lo específico del espacio de deliberación es precisamente el crear condiciones propicias a una palabra incierta, a una palabra inacabada, a una palabra que se busca o que busca traducir una experiencia, aun cuando no esté todavía suficientemente semiotizada.
La palabra aquí es convocada no solamente para enunciar la experiencia y la opinión, sino para hacer que acceda a la inteligibilidad eso que aún no es totalmente consciente para el que se implica en la deliberación colectiva.
El espacio de deliberación se basa en el principio de utilizar tan rigurosamente como sea posible el poder que tiene el lenguaje de catalizar la perlaboración. Esa propiedad del lenguaje se debe a que hablarle a alguien es uno de los medios más poderosos para catalizar el pensamiento. Hasta el punto que al hablar, el que intenta expresar su opinión a veces se escucha pronunciar palabras que le revelan dimensiones de su propia experiencia del trabajo (que es también experiencia de lo real) que desconocía hasta el momento mismo en que se oye hablar. Ese es el milagro de la palabra, de la que el psicoanálisis ha forjado un uso pautado en lo que Freud designaba con el nombre de “talking cure”.[ii]
Pero el milagro de la palabra no se produce cada vez que un sujeto habla. Se puede también hablar para no decir nada.
En verdad el milagro de la palabra sólo se produce cuando frente a la palabra viva hay una escucha. Escuchar también es tarea difícil, y le toca a la filosofía política evaluar y sacar a la luz las gigantescas implicaciones de la escucha para el funcionamiento de la democracia.
Se refiera uno o no a la realidad comunicacional que según Habermas se encuentra en el principio del concepto de espacio público, es necesario tratar a la escucha como un requisito irreductible de la democracia. Porque así como a veces se puede hablar para no decir nada, también se puede escuchar sin intención de comprender.
El milagro de la palabra no puede acaecer sino cuando el que habla tiene la efectiva intención de hacerse comprender por el que escucha y si, conjuntamente, el que escucha tiene efectivamente intención de entender.[iii]
¿En qué condiciones puede constituirse esa conjunción?
Para el que se implica en la deliberación colectiva, hablar implica correr muchos riesgos: en primer lugar el de no llegar a formular adecuadamente lo que quiere decir. Luego, el de quedar al descubierto, el de hacer pública su experiencia y las enseñanzas que de ella saca, es decir el riesgo de recibir críticas o valoraciones desagradables causadas por la envidia o los celos. También está el riesgo de no conseguir justificar ante los demás su hacer. Y además, el riesgo de revelar los secretos de sus habilidades y perder las ventajas que le proporcionan en la negociación de su posicionamiento en la arena social del trabajo.
¿Por qué hablar entonces, en lugar de callarse? El que se implica, sólo lo hace a condición de tener suficiente confianza en el colectivo, pero también y sobre todo cuando piensa que su palabra puede producir resultados, es decir provocar una acción, favorecer un consenso, acercar los puntos de vista, permitir una decisión conveniente...
El milagro de la palabra, a fin de cuentas, puede producirse cuando entre el que toma el riesgo de hablar y el que lo escucha, existe una relación de equidad.
La equidad entre palabra y escucha se realiza cuando frente al riesgo de la palabra se encuentra un riesgo comparable desde el lado de la escucha. Lo que caracterizaremos de la mejor manera calificando a esa escucha con la expresión de “escucha arriesgada”.
¿En qué consiste pues ese riesgo, del lado del que escucha?
El riesgo para el que escucha no es otro que el riesgo de entender.
Entender es arriesgado, en la medida en que también es comprender.
Al punto de que a veces una interpretación de lo real diferente de la mía puede parecerme de repente más verosímil, más justa o más convincente que la mía. Entender, es correr el riesgo de ver de golpe desacreditada ante mis propios ojos la interpretación de lo real que hasta entonces consideraba verdadera. El riesgo de entender no es nada menos que el de una desestabilización de mi relación con lo real, que es precisamente lo que garantiza la permanencia de mi identidad. El riesgo de entender, a fin de cuentas, es la angustia de vacilar en mis propias convicciones y perder los puntos de referencia a los que mi identidad le debe su estabilidad.
Se comprende entonces que la escucha, en la medida en que procura ser una escucha arriesgada, es una práctica muy difícil. Pero la democracia, e incluso el ejercicio mismo de la política, no puede prescindir de un dispositivo que asegure la equidad entre la palabra y la escucha.
Mantener las condiciones de equidad en el interior de un espacio de deliberación colectiva es propio de una cualidad política cuyo punto crítico reside en la aptitud para arriesgarse a entender que tenga el que asume la autoridad.
Si hubiera que recapitular lo que implica la tesis de la centralidad del trabajo, se podría decir que toda organización del trabajo, por su mismo funcionamiento, propone la cuestión del espacio de deliberación colectiva dedicado a la expresión de las opiniones (acerca de las diferentes maneras de tratar a lo real del trabajo). Cualquier organización
del trabajo plantea la cuestión de la pluralidad del trabajo vivo. Y las secuelas que concretamente resultan de ella nunca son neutras: o bien la equidad entre palabra y escucha se cumple suficientemente bien y la deliberación participa del aprendizaje y del mantenimiento de la democracia; o bien la deliberación es manipulada y censurada, y entonces se aprende a rehuir la deliberación y desconfiar de cualquier implicación en una praxis que puede descalificar al pensamiento cuando a éste lo inspira el trabajo vivo.
El espacio de deliberación que generan las dificultades encontradas por unos y otros frente a lo real del trabajo tiene un valor inestimable e irreemplazable, dado que es el lugar donde mejor pueden expresarse opiniones relativas conjuntamente a lo real y a la vida (el trabajo vivo), sin más mediación que la palabra viva. Es en ese sentido que el espacio de deliberación consagrado al trabajo puede legítimamente -al seguir constantemente unido a la manera en la que la experiencia de la vida se revela por medio de la praxis- ser habilitado no solamente como un espacio político de pleno derecho, sino aún más exactamente como un espacio generador de lo político tal como intentamos aquí entenderlo: a la vez injertado en la vida e intérprete de la vida hasta en el amor del mundo.[iv]
Salir de la crisis en la que se ha empantanado la política sólo es posible al costo de un conflicto teórico con la tradición filosófica, que desde los griegos se ha mostrado incansable detractora del trabajo y de la vida para contraponerles el coraje de enfrentar a la muerte y la virilidad del guerrero.
Esta tradición menosprecia el gigantesco poder del trabajo vivo y lo que cualquier civilización le debe. No ha dejado de silenciar su genialidad y de exaltar la idea de una libertad cuya conquista sólo le estaría permitida a los hombres que hayan comenzado primero por librarse del trabajo.
El mundo del trabajo no puede ser reconocido hoy como un mundo. Los que en nuestros días lo habitan padecen, más que en otros tiempos, del desierto y la desolación. No obstante, a pesar de la descalificación de la que es víctima el trabajo, la cultura no se alimenta sino del trabajo vivo, el de los artistas y de los pensadores, por cierto, pero también el de los hombres de a pie, es decir de todos aquellos que se esfuerzan, por vía del trabajo bien hecho, en honrar la vida.
Si la dominación del trabajo es el oculto motivo de su denigración, por fuerza debemos admitir que el reconocimiento de lo que la cultura le debe al trabajo vivo no puede llegar sino desde una filosofía crítica que se dedique a mostrar, en sentido contrario, lo que la decadencia de nuestro mundo (la progresiva disolución de la civilidad y el avance de la violencia) le debe al rencor de los que cada día soportan la negación del trabajo vivo.
Volver a equilibrar la relación de fuerzas simbólicas entre los detractores del trabajo y los que defienden su centralidad es hoy el paso obligado para liberar la potencia del trabajo vivo y permitirle empapar la esfera de lo político. En la medida en que se exprese la esperanza de conjurar el avance de la violencia en la polis, habría que dar pruebas, para darle cuerpo, de una firme voluntad de devolverle al trabajo su encanto.
Por eso, devolverle al trabajo su encanto debería ser una prioridad de la política. Devolverle el encanto al trabajo no es un objetivo ilusorio. Devolverle el encanto al trabajo sólo requiere reconocer y tomar apoyo sobre la fuerza proposicional y deóntica de los que sostienen con talento la relación entre trabajo y emancipación, para llevar la posta de su praxis hasta las instituciones y traducir su experiencia del mundo en arte de vivir.
[i] Bertrand Ogilvie, “Travail et ontologie de la résistance”, Théoriques, nº 1, 2008.
[ii] Sigmund Freud, De la psychanalyse, Oeuvres complètes, X, Paris, PUF, 1993, p. 9.
[iii] En francés la palabra entendre tiene tanto la acepción de “entender” como la de “escuchar” (N. del T.).
[iv] Christian Azaïs, Natacha Borgeaud.Garcianda, Maxime Quijoux, en Bruno Lautier (dis.), Penser le politique en Amérique latine (bajo prensa).