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Nuevas formas de organización del trabajo: soledad e individualismo

 
Epílogo a la Segunda Edición de la "Banalización de la injusticia social"

Desde la publicación de este libro en 1998, el material empírico que ha servido de apoyo al análisis de los resortes subjetivos de la servidumbre en un régimen neoliberal ha sido ampliamente difundido.

Esta nueva mirada sobre el mundo del trabajo y el aumento de la sensibilidad del espacio público hacia el sufrimiento en el trabajo se deben en parte a este libro, pero sobre todo al trabajo de los documentalistas y artistas, en especial cineastas, dramaturgos y novelistas, que han tratado con talento y agudeza la condición humana en el trabajo. Esta nueva mirada es también, de algún modo, el resultado del trabajo de ciertos periodistas, que han llevado a cabo investigaciones más profundas sobre la vida en el trabajo, sobre todo después de los suicidios en serie que se hicieron eco en la opinión pública durante el año 2007.

Y de hecho estos suicidios hablan, lamentablemente, de la progresión del desastre que golpea al mundo del trabajo desde hace décadas, confirmando de facto los temores que yo había expresado hace diez años.

Mientras tanto, otro fenómeno ha hecho mucho más ruido en el público que mi libro, y es el del “acoso moral” bajo la pluma de Marie-France Hirigoyen. Otro ensayo, publicado dos años despuésque el mío, El horror económico de Viviane Forrester, también tuvo un impacto significativamente mayor en el debate público del que tuvo La banalización de la injusticia social, y sin embargo, estos dos libros no se asemejan en lo más mínimo.

El libro de Viviane Forrester denuncia principalmente a las razones económicas como origen de los daños que sufre la sociedad, mientras que el libro de Marie-France Hirigoyen pone en relieve un nuevo flagelo: el acoso en el trabajo y los agresores cuyas características psicológicas están debidamente analizadas.

El análisis que propongo en La banalización de la injusticia social se diferencia del de Marie-France Hirigoyen en el hecho de que el acoso moral no es, a mi parecer, un fenómeno nuevo. El acoso es tan antiguo como el trabajo, ya estaba allí en la antigüedad contra los esclavos, bajo el antiguo régimen contra los siervos, bajo el colonialismo contra los indígenas y en el capitalismo industrial del siglo XIX contra hombres, mujeres y niños.

Sin embargo, es cierto que hombres y mujeres son, mucho más a menudo hoy día que en el pasado, psicológicamente derrotados por el acoso.

¿A qué vincular entonces el aumento indiscutible de patologías m ntales generadas por el trabajo, si el acoso y el horror económico que gobiernan el mundo del trabajo desde hace mucho tiempo, no pueden ser considerados como causa suficiente?

Resulta imperativo saber si contra los efectos nocivos del sufrimiento y la injusticia sobre la salud mental, los recursos en términos de protección y defensa no están debilitados.

De hecho, hay que admitir que esa protección tiende a desmoronarse, si la comparamos con la situación previa al giro neoliberal: el derecho laboral es mucho más eludido o violado, y ha sido francamente puesto en duda bajo la presión del Movimiento de Empresarios de Francia (MEDEF) y su programa llamada “Refundación Social” elaborada en la década de 2000 con la ayuda de Kessler y Ewald (2000). La vulnerabilidad psicológica frente a la injusticia está sin duda exacerbada por la sensación que tienen los individuos de ya no estar formalmente protegidos por las instituciones, por el derecho, léase por la ideología. El declive del derecho es indiscutible, pero ¿es suficientemente brutal como para dar cuenta de una vulnerabilidad que ya era evidente antes de la década de 2000? El agravamiento de las patologías mentales en el trabajo es muy anterior a esa fecha, porque las bases empíricas en las que se apoya La banalización de la injusticia social habían sido recogidas durante las dos décadas previas.

El proceso de “vulnerabilización” psicológica era por tanto anterior, y fue preciso investigar las transformaciones en la organización del trabajo, ya que en el plano teórico la psicodinámica del trabajo ha establecido que los efectos nocivos del trabajo sobre la salud mental están electivamente asociados con su organización.

Algunos años después de la publicación de La banalización de la injusticia social pude identificar clínicamente aquello que tenía tal poder devastador en la organización del trabajo. En efecto, durante los años 80, han sido introducidos métodos entre las nuevas formas de organización del trabajo y de dirección de empresas, de los que no era posible predecir sus devastadores efectos psicológicos, a saber: la evaluación individualizada del desempeño, por un lado, y los requisitos de la calidad total por el otro.

1 - La evaluación individualizada del desempeño no se había desarrollado de la manera en que lo hace en la actualidad con la difusión de la informática y la extraordinaria proliferación de terminales de ordenador que tienden a equipar casi todos los puestos de trabajo hoy en día, tanto en la industria como en el comercio y los servicios.

Así, la evaluación individualizada provoca, y es por otro lado uno de los objetivos declarados del método, la competencia generalizada entre los trabajadores, y cuando esta valoración se asocia a la promesa de una gratificación en términos de incentivo, bonificación o promoción, esta competencia adquiere a menudo la forma de comportamientos salvajes entre los individuos.

Con más razón, cuando la evaluación se encuentra asociada a una amenaza de pérdida de puesto, traslado, sanción o despido, se convierte en un poderoso modo de introducir el miedo en las relaciones laborales. El “sálvese quien pueda” se convierte en la regla, todo está permitido, incluso el dañar a los colegas para conseguir mejores resultados. Los golpes bajos, la retención de información, los falsos rumores, en fin, las conductas desleales, se convierten rápidamente en conductas habituales en el ámbito del trabajo. La confianza disminuye, el miedo la sustituye, y parte de la actividad laboral pasa por vigilar al otro, controlarse mutuamente.

La evaluación individualizada de desempeño socava tendencialmente la convivialidad y mina las bases de la convivencia: la solidaridad es destruida y esto se evidencia hacia arriba y hacia abajo en la jerarquía. Los cuadros gerenciales, incluyendo los cuadros más altos, no son los últimos en ceder a estas prácticas que envenenan la vida cotidiana en el trabajo.

En numerosas situaciones de trabajo los colegas ya no se hablan.

La atención al otro, el respeto del otro, los modales y las buenas costumbres,

desaparecen.

En su lugar se instala la soledad, y más tarde la desolación, en el sentido que este término tiene en los escritos de Hannah Arendt (1951). El mundo en Arendt, es decir, la “inter-esse” (Arendt, 1993), el espacio entre hombres que viven juntos, el espacio de la pluralidad que constituye la base común, desaparece - de-sola-ción - (soledad).

El sentido común, el sentido compartido de la justicia, las referencias al bien, a lo justo y a los valores desaparecen, al punto de que muchos trabajadores ya no saben cómo conviene juzgar la conducta de los demás, e incluso la propia.

Tres consecuencias graves resultan de la instalación de la soledad, de eso que Arendt denomina “la progresión del desierto”:

-La primera consecuencia es psicológica: víctima de la injusticia o del acoso, un sujeto aislado es mucho más vulnerable que cuando tiene el apoyo o la solidaridad de los demás, como solía suceder antaño en muchas situaciones de trabajo, y que permitía de alguna manera contener los efectos nocivos de las relaciones de dominación y sus derivados. La investigación clínica muestra que más que el acoso o la injusticia, lo que más hace sufrir a la víctima es precisamente la deserción de sus colegas, sus compañeros, sus amigos, su silencio, su negativa a declarar: en definitiva, su traición. Y es en este punto donde es más probable que se genere una descompensación.

-La segunda consecuencia tiene que ver con el poder de actuar en el contexto de la desolación. Todo el mundo es consciente de que el otro es capaz de cobardía o mezquindad, y ese otro por su lado también

experimenta el no soy confiable, soy un cobarde y un mezquino.

En tal contexto, la desolación significa la desaparición de las condiciones de posibilidad de una acción colectiva. Comprometerse con acciones de lucha, de protesta o de resistencia contra la injusticia o la arbitrariedad, implica riesgos para la posición, las ventajas, la calificación, el empleo mismo... Y no se corre el riesgo de participar en una acción colectiva si no existe una confianza suficiente en la lealtad de los demás, y si no se tiene por ellos la suficiente estima y respeto.

La evaluación individualizada también funciona de manera dudosamente eficaz contra la resistencia y la acción.

-La tercera consecuencia se relaciona con la calidad del trabajo: el individualismo y el “sálvese quien pueda” que se han convertido en norma en el contexto de la desolación causada por la evaluación individualizada, perjudica el mantenimiento de los colectivos de trabajo y de la cooperación, tanto horizontal como vertical, con consecuencias sobre las habilidades colectivas, la calidad del trabajo, y la seguridad de las personas y de las instalaciones.

2 - La “calidad total” es, ante todo, un eslogan publicitario, pronto convertido en obligación para obtener certificaciones (ISO 2000, 9000, 12000, 13001... etc.) requeridas por la competencia en el mercado.

Luego, es una aberración teórica, ya que se sabe desde hace más de 40 años que lo real del trabajo - aquello por lo cual la organización del trabajo necesita y siempre necesitará del trabajo vivo – es decir, aquello que se da a conocer a quien trabaja por la resistencia del mundo a los procedimientos, a la habilidad, o a la experiencialo real del trabajo es, entonces - una dimensión irreductible de cualquier proceso de trabajo. Esto quiere decir precisamente que la calidad total no existe y no existirá jamás. Sin embargo, es una idea cuya

importancia sería un error subestimar como referencia útil para orientar racionalmente la actividad del trabajo.

No obstante, declarar la calidad total es invitar inevitablemente a todos, a disimular los incidentes, las anomalías, los disfuncionamientos, las fallas, los defectos, etc., en definitiva, llamar a mentir.

La calidad total es un eslogan que se opone a lo que se conoce como la retroalimentación (el retorno de la experiencia), e incita a la clandestinidad y al fraude.

La calidad total ocasiona un aumento de tareas suplementarias y en consecuencia, una sobrecarga de trabajo.

Por último, la calidad total, alentando más o menos abiertamente al fraude, lleva a muchos trabajadores a participar de prácticas de la omertá, la ley mafiosa del silencio, que no sólo van en contra de las reglas del oficio, sino también de los valores y la ética personales.

Esta incitación al fraude es también una incitación a traicionarse a sí mismo y a colaborar con aquello que moralmente desaprobamos.

La evaluación individualizada del desempeño y la calidad total se potencian para provocar una sobrecarga de trabajo. Los cuadros gerenciales descansan en la solidaridad técnica y declaran inaugurada la era de la autonomía, es decir, la mirada puesta exclusivamente en los resultados, en términos de cantidades medibles objetivamente.

De esta manera, alcanza con atenerse al contrato por objetivos. Yrespecto al camino a seguir para alcanzar estos objetivos, el superior jerárquico inmediato ya no quiere saber nada: Silencio! Autonomía prescripta!

El resultado obvio es la explosión de enfermedades de “sobrecarga”(burn out, Karoshi o muerte súbita, trastornos musculo-esqueléticos) en todos los países del Norte y la explosión impresionante de patologías ligadas al acoso, que no son el resultado del acoso en sí mismo como hemos visto, sino la manifestación más escandalosa de un mundo del trabajo devastado por la soledad, el miedo y la desolación.

Por último, se encuentran las tentativas de suicidio y los suicidios en los lugares de trabajo.

El problema planteado es nuevo en la medida en que, si bien en el pasado el trabajo era la causa de algunos suicidios - y probablemente lo era - los suicidios no se perpetraban en el lugar de trabajo.

Los primeros comenzaron poco tiempo antes de la publicación de La banalización de la injusticia social hacia fines de los ’90.

La amplitud cuantitativa del fenómeno no se conoce, porque las investigaciones epidemiológicas no habían encontrado la utilidad de introducir la variable trabajo.

De hecho, estos suicidios también revelan problemas clínicos y teóricos extremadamente complejos, en la medida en que desafían las teorías convencionales en materia de etiología del suicidio y de psicopatología.

Sólo para dar una idea de los problemas en cuestión, mencionaré que en muchos casos en los que he trabajado personalmente (hasta el momento sólo un caso ha sido publicado (Dejours, 2005), pareciera que los trabajadores que se suicidan, contrariamente a lo que cabría esperar, no son, en general, sujetos marginados social o profesionalmente. Al contrario, algunos de ellos son especialmente brillantes y reconocidos como tales en su lugar de trabajo, y que además demuestran un sólido y estable entorno social, afectivo y familiar, sin antecedentes psiquiátricos antes de la descompensación que los conduce al gesto decisivo. Para algunos de ellos la descompensación se condensa exclusivamente en el acto de suicidio.

El esclarecimiento etiológico de estos suicidios se encuentra en curso, y si aún no se ha completado, es fácil prever que el análisis conducirá inevitablemente a la conclusión de que la relación con el trabajo juega aquí un rol determinante.

Sería en vano cualquier intento de eufemizar la gravedad de lo que señalan estos suicidios sobre la devastación del mundo humano en el trabajo contemporáneo, y sobre la degradación de la “condición del hombre moderno”, quien en muchos aspectos es aun peor de lo que el análisis de Hannah Arendt permitía presagiar.

Sin embargo, conviene reafirmar una vez más, que esta evolución no es inevitable. La evaluación individualizada del desempeño tiene efectos desastrosos, y se basa además en fundamentos científicos erróneos (Dejours, 2003). Y si se implementa a pesar de sus aberraciones y sus aporías, es porque no hacemos otra cosa que aceptarla contra nuestra voluntad. Dicho método, como cualquier otra organización

del trabajo, no escapa a los obstáculos que le impone lo real. El método no funciona sólo por la fuerza, y su éxito no puede establecerse sólo a cuenta de la obediencia. Si así fuese, es decir, si todo el mundo se contentara en materia de evaluación con cumplir con las prescripciones, esta metodología hubiera caído en desuso hace mucho tiempo. Se impone gracias al celo y trabajo de quienes evalúan a sus subordinados a sabiendas de que lo hacen al precio de acuerdos aberrantes, y porque el otro está dispuesto a dar su respaldo

a sus superiores para hacerse evaluar, aunque experimente la irracionalidad de este ejercicio ritual.

Si este comentario no es erróneo, será necesario un día que la evaluación individualizada del desempeño sea ampliamente criticada y finalmente abandonada.

Pero en este punto del análisis conviene igualmente concentrarnos sobre el hecho de que la crítica sin concesiones a los métodos actuales de evaluación atañe a las evaluaciones objetivas, es decir, a aquellas que dicen ser la medida objetiva y cuantitativa del trabajo, del desempeño o de las habilidades.

Toda evaluación no es en sí misma aberrante. Sólo la evaluación objetiva y cuantitativa es falsa en sus principios. La evaluación en el sentido noble del término, es decir, la evaluación como prueba de

juicio cualitativo sobre la calidad del trabajo logrado, no solamente individual esta vez, sino acordándole el derecho que le corresponde a la evaluación de las habilidades colectivas (du Tertre, 2008), es legítima.

No sólo en el plano científico sino también en el plano psicológico. Porque la evaluación entendida en su sentido noble se inscribe enteramente en la psicodinámica del reconocimiento, la cual se encuentra precisamente en el principio mismo de la transformación del sufrimiento en placer, que en ciertas condiciones puede beneficiar no solo el desarrollo de la identidad y de la salud mental, sino más fundamentalmente la realización personal en el trabajo.

 

Este epílogo no es el lugar para ir aun más lejos en estas investigaciones, porque la experimentación se encuentra en fase de boceto. Pero conviene igualmente hacer alusión al respecto para insistir una vez más sobre esta conclusión que todavía no ha sido completamente probada ya que muchas pruebas son necesarias: las nuevas formas de organización del trabajo de las que se nutren los sistemas de gobierno neo-liberal tienen efectos devastadores sobre toda nuestra sociedad. Amenazan realmente nuestra cité, y nos han hecho dar un paso importante hacia la decadencia, es decir hacia la disociación trágica entre el trabajo ordinario y la cultura (si por cultura entendemos las diversas formas mediante las cuales los seres humanos se esfuerzan por honrar la vida). Sin embargo, incluso si bajo la lupa de la clínica, la mencionada decadencia ya ha comenzado, la reorientación hacia una dirección más acorde con la vida es posible. Pero primero tenemos que pensarla en sus principios, y luego experimentarla.

Además, hay que quererlo, y esto no se logrará sin el apoyo de las instituciones y del derecho, es decir, sin que la organización del trabajo sea reconocida y tratada, finalmente, como un problema enteramente político, no reductible a ninguna otra esfera.

*Septiembre 2008

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Articulo publicado en
Abril / 2019

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