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El mito del individuo autónomo

 
Fragmento del primer capítulo del libro El mito del individuo de Miguel Benasayag publicado por Editorial Topía.

Si nos aproximamos un poco más a este personaje que es el individuo, vamos a constatar que esta deterritorialización, esta no pertenencia radical sobre la cual se funda va mucho más allá de lo que parecería de entrada. El individuo de la posmodernidad se percibe como no perteneciendo más a un pueblo, a una nación o a una cultura, y apenas a una familia o a una relación afectiva cualquiera. Pero lo que es más notable en esta suerte de ensueño-pesadilla de libertad y de dominación es que el individuo va a considerar su propio cuerpo como un accidente que él analiza como una pertenencia medio embarazosa con la cual, bajo ningún punto de vista, se identifica. Un individuo puede estar o no contento con su cuerpo, con su familia, con su nación o con su cultura, pero el punto es que se percibe como un sujeto radicalmente separado de todas las pertenencias posibles. Este individuo, este personaje, puede declarar sin ningún empacho que él no ha tenido la posibilidad de nacer en tal o cual período histórico, o de haber nacido hombre o mujer, negro o blanco, etc., porque considera que todo eso es fruto de la casualidad, y aspirando a conseguir los instrumentos que le darán el poder de dominar todas esas “contingencias”.

La matriz de la sociedad del individuo es la sociedad de la separación, de los sujetos “potencialmente desencarnados” que se sitúan frente al mundo y a la realidad. Desde antaño, los filósofos del Siglo XVIII como Hobbes, Rousseau, Voltaire o Bentham discutieron y reflexionaron a partir de eso que parecía ser la evidencia misma: la existencia de los individuos, intentando comprender cómo esos átomos primarios podían asociarse y vivir en sociedad. ¿Eran buenos en su origen y la sociedad los convirtió en malvados? O lo contrario, ¿su estado natural los conducía a un estado de guerra permanente y era la sociedad la que iba a salvaguardar la paz? La gran pregunta era cómo hacer para conocer de la forma más precisa a este individuo antes de la entrada en relación con los vínculos sociales. Pero esto que, en todos los casos, no proponía ninguna pregunta, que nunca fue impugnado y que constituía el postulado base de toda reflexión era justamente la convicción que los individuos preexistían antes del lazo social.

De su parte, el psicoanálisis se produce como “ciencia del hombre”, sin que jamás se reflexione sobre la emergencia epocal, o sea el carácter no universal de la figura del individuo. En el mejor (¿peor?) de los casos todo ocurre como con el padre de la sociología Emile Durkheim, quien constata que efectivamente la producción de una sociedad de individuos (que se pretenden) serilizados y autónomos, es el fruto de una evolución positiva.

En nuestros días, este tema reaparece con una fuerza renovada y hasta desesperada. Porque ¿cómo hacer para que esos “átomos” pretendidamente autónomos y frente a los graves problemas de nuestra época, tomen en cuenta el futuro de la humanidad en vez de eso que pareciera ser su objetivo natural -ellos mismos- con un máximo de poder, bienestar y confort, con el único fin del regocijo personal? Los teóricos de la comunicación, los ideólogos de la sociedad del espectáculo siguen pensando los individuos bajo la figura que planteó Hobbes; “Es necesario que regresemos hacia el primer Estado de Naturaleza y que consideremos los hombres como si fueran a nacer ahora, y como si estuvieran por salir de golpe de la tierra, como las calabazas.”[1] Y esto es lo que no podemos admitir; ¿cómo hacer para que una sociedad de “calabazas” se comporte como parte de un todo orgánico que no empieza ni termina en cada uno de los individuos que, en parte, la componen?

El individuo es el fruto de un trabajo de deconstrucción y deterritorialización que ha llevado siglos y que ha destruido eso que justamente funda los fenómenos humanos. El individuo, bien lejos de las simples calabazas, es un personaje que se pretende sin fe y sin ley, y que considera como su principal búsqueda su propia felicidad y su propio interés. Como escribió Marx en El Capital, el individuo es el átomo y el pivot de un sistema social y económico, y por eso no podemos seguir haciéndonos una pregunta naif tal como ¿qué hacer para salvar a los individuos del poder del dinero?, o, ¿cómo salvar al individuo de las catástrofes provocadas por el neoliberalismo?, porque es el pilar de ese sistema. Dicho de otro modo la cuestión no es cómo liberar al individuo del poder sino más bien cómo liberarnos del poder del individuo.

Nuestra sociedad acepta como un hecho irrebatible eso que Hobbes presentaba como “el egoísmo primordial del individuo” y considera como secundario por no decir imaginario, la posibilidad de transformar el amor de sí, o una parte de ese amor en un amor o un respeto al prójimo, o más bien la posibilidad de experimentar y conocer nuestro ser-en-el mundo como ser de participación y no finalidad en sí. Es cierto que para Freud este amor de sí era sospechoso, incluso si esta sospecha no lo hacía dudar del carácter primordial y esencial del individuo. Freud explicaba que amar al otro como a sí mismo es contar con un formidable desconocido porque, al final, no sabemos nada de cómo cada uno “se ama a sí mismo”, o si se detesta. Nosotros estamos en el otro extremo ideológico en torno al individuo, enfoque según el cual éste sería originariamente “malo” -incluso en su estado de calabaza- y la sociedad debe en consecuencia limitar los impulsos nefastos. Para Jeremy Bentham lo que hace actuar al individuo es la búsqueda del interés y de la felicidad. Contrariamente a Freud, el utilitarismo considera de una forma naif que cada hombre sabe dónde se encuentra su interés: sociedad utilitarista, sociedad transparente, panóptico donde todo se explica o donde todo lo que aparece es bueno y todo lo que es bueno aparece.

Las nuevas y potentes tendencias del hombre post moderno hacia la eliminación de toda instancia privada, la vida personal dada como espectáculo, el deseo de presentarse al “mundo” bajo la forma de una mercancía interesante, confirman estas orientaciones que son profundas y complejas. -Mírenme…por favor mírenme, porque es con su mirada que yo puedo amarme, ámenme con su mirada de lo que doy a ver….

Este principio del amor propio es el que conduciría al hombre a la búsqueda de su interés, del confort o del nunca bien ponderado poder; para evitar o por lo menos postergar eso que parece el peor de los males que pueden sucederle al individuo, su propia muerte, su desaparición en tanto que individuo.

Es por eso que el amor propio va siempre acompañado del temor. La sociedad del individuo está estructurada y marcada por el temor. La desacralización del mundo, lejos de vacunar al Hombre contra el miedo a lo sobrenatural ha sumergido a los individuos en un temor permanente debido al estado de carencia y de espera. Si el individuo es, bajo la forma del “yo”, quien sueña con el poder, espera esta quimera con el miedo permanente a la pérdida; individuo de la carencia, de la espera…Nuestras sociedades no se estructuran sobre los principios positivos de la cultura sino sobre los principios negativos del miedo a la pérdida, sea del empleo, de la salud, de los bienes, de la vida…

El individuo se considera como “socio libre” de la sociedad y del mundo. Por eso el hombre de la modernidad y aún más el posmoderno ama la idea del contrato social que lo liga “libremente” al resto de la sociedad por un pacto de no-agresión de forma de conjurar el peligro de muerte que viene de los otros y lo amenaza permanentemente. Por eso mismo Hobbes admite claramente que toda sociedad reposa sobre el miedo. El Hombre del “yo” es un hombre que se pretende sin limitaciones pero a la vez sin cualidades. Como el personaje de Musil, el hombre sin cualidades es el hombre calculador. ¿Por qué los animales no pueden como los hombres hacer pactos de no agresión que les permitan aumentar su poder mutuo? Según Hobbes porque el individuo es un personaje  “calculador” y tiene la capacidad de poder prevenir las ventajas del contrato así como de sacrificar, llegado el caso, un bien inmediato en nombre de un bien superior que vislumbra más adelante.

Este supuesto “hombre del cálculo”, es la ilusion deterritorializante de un hombre sin tropismos, sin afinidades electivas, sin “pulsión de muerte”, hombre de pura superficie que “in existe” a sí mismo y al mundo.

La libertad absoluta aparece entonces para cada hombre como ese estado ideal donde el individuo podrá evolucionar sin impedimentos de ninguna naturaleza, sin escasez ni amenazas. La libertad en nuestra sociedad se percibe como una cuestión individual, y por eso es que se encuentra frente a una aporía cada vez que intenta pensar los problemas de orden situacional, cada vez que intenta pensar el vínculo social.

 

[1] Hobbes, Thomas, Le Citoyen ou Les Fondements de la politique, Flammarion, coll. ‘Garnier-Flammarion’, Paris, 1982.

 

Miguel Benasayag

Filósofo, Psicoanalista e investigador en epistemología

miguel.benasayag [at] wanadoo.fr

 
 

Articulo publicado en
Abril / 2013

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