Las enseñanzas de Moore y los terrores de Escudé. | Topía

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Las enseñanzas de Moore y los terrores de Escudé.

 
La inseguridad como sistema de seguridad.

Cuando la invasión a Irak aún prometía ser un paseo patriótico con flores y banderitas ante el paso de los tanques y alguno que otro “daño colateral” sin importancia, en el programa Periodistas, un apasionado defensor del “American way” proclamaba los riesgos de las terribles armas de Hussein y el derecho norteamericano a defender la seguridad y la libertad de todos. El personaje, inconfundible, era el comentarista de política nacional e internacional Carlos Escudé, contingentemente argentino, aunque, titularía Oliver Stone, norteamericano por naturaleza. Solíamos escucharlo verter sus verdades por las multibocas de los multimedios. Ese día, sin embargo, su alegato patriótico incursionó en el intimismo de la confesión: él, desde niño, en la escuela, cuando residía en Chicago, había vivido bajo los efectos del pánico que los simulacros para defenderse de los simulados ataques atómicos rusos le provocaban; él era hijo de esas vivencias, su concepción de la política era inseparable de aquella máscara antigás que organizaba su angustia a los 6 años en los simulacros en la escuela. Su confesión me resultó elocuente. El Sr. Escudé cree visceralmente en lo que dice: para su mente, los millones de muertos que EEUU ha producido en poco más de un siglo en el planeta, no pueden tener otro destino que la desmentida ante el terror infantil de ser destruido por el virtual ataque enemigo, en su experiencia escolar en Chicago. Si en su breve relato personal Escudé daba cuenta de su propia e intransferible experiencia, sin embargo, parecía dar también una pista de la lógica subjetiva de una sociedad norteamericana acostumbrada a matar invocando la vida, mientras la CNN le miente invocando la verdad. Subjetividad que no está lejos de la de amplios sectores de la nuestra, en todas las clases sociales. Escudé cree que EEUU está en peligro porque le enseñaron que el peligro está siempre allí, agazapado. El terror hacia la bomba rusa por venir fue mucho más efectivo para la seguridad norteamericana que ningún arma rusa real. Sobre todo porque habiendo tirado antes la bomba atómica sobre Japón, cómo no pensar, identificación proyectiva mediante (en el sentido de otorgar identidad a otro a partir de la proyección de algo propio), que los rusos no lo harían en cualquier momento. A partir de esa creencia, los monstruos van adoptando el rostro de los enemigos que las multinacionales van poniendo en la mira de sus misiles y sus negocios (antes, rusos horribles; ahora, musulmanes fanáticos) Cuando no haya enemigos se los fabricará en las academias de mercenarios del estado de Florida, y en la usina de subjetividad contemporánea (y global) con sede en Hollywood.
Esta introducción se justifica en tanto allí anclan muchas de las principales reacciones sociales que el hoy tan mentado tema de la inseguridad provoca. Tal vez también sirva para esta reflexión el tránsito por ese imperdible documental de Michel Moore, Bowling for Columbine, que admiré pocos días después de ver ese programa televisivo, y que me permitió poner en escala de país la densidad de los desvelos de Escudé.
Vayamos por partes.
Le debemos a Lacan ese conocido aforismo: "la realidad tiene estructura de ficción", que una no del todo caprichosa torsión podría transformar en "la ficción tiene semblante de verdad", o, en una de sus aplicaciones posibles: una mentira tiene que ser verosímil para ser creíble, sólo así será una verdadera mentira. Es en esa verosimilitud que anclan los discursos más mundanos que pueblan la prensa, pero también el imaginario social. Entre ellos, el problema de la inseguridad que nos ocupa y preocupa.
En efecto, que éste es un problema grave que jaquea a la sociedad toda, no es algo que se pueda negar. En este punto sería forzado tratar de establecer diferencias de clases. Hoy por hoy, el temor se expande entre el habitante del country y el villero que hace changas, entre el empresario en su Volvo y la abuela que compra al fiado en el mercadito del conurbano. Toda la sociedad teme, aunque los temores pueden variar desde las preocupaciones del diario La Nación acerca de cuántas flores o patrimonio público se dañan en cada movilización piquetera, a la del desocupado que teme que le roben su Plan Trabajar al salir del banco. La inseguridad existe; la globalización capitalista la aumenta a diario con su tendencia irrefrenable a acumular capital sobre la base de una miseria cada día más extensa y profunda; las víctimas y los beneficiarios de su lógica terminan padeciéndola por igual, aunque en escala y proporciones diversas. Porque el capitalismo produce exclusión pero también una inseguridad extendida que al mismo tiempo sirve como mecanismo de seguridad del sistema que la crea. Así es. El terror compartido, ése que promueve una perspectiva paranoica, que como toda paranoia tiene su núcleos profundos de verdad, hace a sus víctimas agentes de una demanda represiva que el sistema necesita para su propia seguridad como sistema, no para la seguridad de los ciudadanos. El terror promueve la alcahuetería. Mano dura pide la sociedad aterrorizada. Y los esbirros actúan, desconociendo que ellos también son víctimas de esa lógica secreta. El precio será, entre otros, el de una dignidad de la que jamás gozarán y un destino emocional y familiar regido por la desmentida y la escisión del yo. Sus prácticas criminales se harán a espaldas de sus hijos que sabrán, pero no; que no sabrán, pero sí.
Moore muestra con rigor periodístico y, al mismo tiempo, humorístico, el círculo vicioso: una mujer de un tranquilo pueblo llano explica cómo proteger a su pequeño hijo de la inseguridad pública. Aterrorizada por la suerte de su indefenso bebé, luce una enorme ametralladora en la mano y un traje apto para camuflarse en las espesuras de una selva. Su terror instala el terror armado, como forma de vida. Lo mismo hace una sociedad que clama por la muerte de los extranjeros (ahora musulmanes con facha fedayina) en nombre del impacto traumático de un atentado en las Torres Gemelas que es usado hasta el cansancio para la retraumatización permanente. Leemos cómo, periódicamente, un alerta naranja pone a los EEUU en pie de guerra preventivo. El imaginario social se fija en la foto de Bin Laden. A esa sociedad la tiene sin cuidado, pues lo ignora o lo desmiente, que los Bin Landen hayan sido instruidos militarmente para matar, con los impuestos que ellos han pagado como buenos ciudadanos.
El terror de la inseguridad pública gatilla el mecanismo de la seguridad de clase. La oligarquía financiero-mafiosa que hoy define los destinos del mundo hace del legítimo terror individual un reaseguro de su proyecto de una sociedad controlada a lo Orwell, donde el terror, de externo, haya devenido modo sumiso de vida, con la activa y codiciosa participación de la industria farmacéutica. El terror ciudadano, que toca las fibras profundas del desvalimiento humano de origen, convoca héroes omnipotentes con ropa de fajina, armados hasta los dientes. California quiere a Schwarzenegger y Tucumán a Bussi. El terror llama al terror, y la sociedad se instala en una lógica paranoica que los medios de comunicación inflaman en nombre de su deber de informar. Chicos en análisis que han sufrido robos, suelen jugar a convertirse en superhéroes hiperpertrechados que destrozan y matan, una y mil veces, a sus enemigos-ladrones. Claro que sus respuestas lúdicamente elaborativas ante el daño psíquico sufrido, se entretejerán con los discursos preconscientes que los atraviesen. Así, unos hablarán de matar a todos esos negritos de mierda, y otros sentirán pena (lo que no niega la rabia) hacia ese pibe que no tiene nada.
El capitalismo es productor de una lógica y una identidad delincuencial. Muchos delincuentes sólo serán alguien en tanto sean delincuentes. Como tales, convocarán más policías. Aunque policías con el rabillo del ojo más atento a los desbordes sociales que la miseria creciente pueda fomentar, que a los delitos que se miran de frente pero con guiño cómplice.
La inseguridad es un problema para todos, pero la uniforme preocupación acerca de la integridad de los cuerpos y la continuidad de las vidas que a todos nos iguala, que compremete nuestro narcisismo en su dimensión más radicalmente corporal, oculta que si a los seres humanos nos preocupa nuestro bienestar físico, psíquico y material, al sistema lo rige la necesidad de que el capital siga acumulándose.
Porque la inseguridad no sólo es un modo de instalar la seguridad del sistema a partir de la demanda de los mismos ciudadanos-víctimas, sino que también cumple una función estructural a la propia expansión del capital. Así es. Hoy la represión del delito no sólo cumple con los imperativos de castigar y vigilar de Foucault, sino que también despliega su existencia como fuente de renta que tiene en los procesos de tercerización privatizadora, su base libre de acción. Ya no es sólo aquel estado represivo que defendía los intereses de una clase, sino que es esa clase tomando directamente a su cargo una función tradicional del estado, pero para desplegarla también como negocio. Hoy por hoy, la inseguridad deja una enorme renta que compensa en parte la tendencia decreciente de la tasa de ganancia del capitalismo en general. No casualmente, la construcción de cárceles privadas se ha transformado en uno de los mayores negocios de los EEUU, y promete serlo en otros lados. Por ello, entre otras cosas, es tan difícil desarticular los sistemas mafiosos en la policía o intentar cambiar las prácticas institucionales, protectoras y penales, con niños y adolescentes; es que por allí circulan negocios millonarios que viven de la inseguridad, sosteniéndose en complejas redes de implicación.
En este sentido, si el par inseguridad pública-seguridad policial es funcional a la seguridad del sistema, también es una de las formas en que la reproducción del capital que motoriza al sistema, se realiza.
Para las lógicas económicas no importa el sujeto, sino que los sujetos (advenidos individuos sólo libres para su circulación como mercancía -sea mercancía trabajo, sea mercancía televidente-) sirvan a la reproducción del capital. A éste sólo le importan los cuerpos como objetos de circulación mercantil. Su lógica atrapa a todos por igual en su dimensión trituradora, aprovechando y potenciando la dimensión narcisista de todo ser humano. Por ese motivo, aunque parezca que, en cuanto a la seguridad se refiere, todos hablamos de lo mismo, detrás de tanto consenso aparente se oculta una rabiosa lucha de intereses a la que le son indiferentes los cuerpos aterrorizados o muertos de todos nosotros, incluso cuando esos cuerpos sean los de agentes principales de su accionar. El que hoy maneja el circo criminal mañana será echado a la arena sin que importen los servicios prestados.
La inseguridad, tanto como sistema de seguridad del sistema, como forma de la reproducción ampliada y la acumulación, produce una subjetividad aterrorizada, melindrosa y pobre en deseos. El único deseo será sobrevivir. Una de sus condiciones es la verosimilitud constante de sus falacias argumentativas, que un simbolismo aplanado por las imágenes que acompañan todos los actos de la vida cotidiana desde televisores instalados en cualquier rincón, produciendo siempre la ilusión de que la realidad es aprehensible sin interpretación de ninguna clase, repite retraumatizantemente en cada noticia criminal que afecta nuestra mente sensibilizada hasta el hueso. Los ciudadanos tenemos miedo, es lógico. Más el miedo, menos la capacidad de reflexión, en un mundo donde la pobreza es material pero, cada día peor, también cultural y simbólica. Se le impone a las personas vivir en condiciones de campo de concentración, hacinados en la miseria más miserable, y se les reclama que actúen como lores ingleses. Qué hipocresía. Los miserables reaccionan como lo miserables que han advenido y todos nos asustamos, con nuestro yo en ristre, sin darnos cuenta que nuestro miedo es cómplice del que genera al miserable, sus reacciones y nuestro propio miedo. El sistema crea en un mismo acto al miserable y al pusilánime que todos podemos ser, a la víctima y a la justificación del terror que el sistema necesita para producir y controlar su propio excedente, material y humano. Porque la globalización capitalista no sólo elimina productos para mantener precios altos, no sólo quema gas o arroja leche a las banquinas, sino que elimina personas excedentes para su fin de lucro. El gatillo fácil no es sólo una concepción ideológica con enorme peso en el imaginario social, es la encarnación pura de una ética del lucro llevada a sus últimas consecuencias.
Claro que la condición para que este terror a la inseguridad pública que tiene en la seguridad del sistema su primer beneficiario potencial, se constituya en una ficción eficaz en nuestras mentes, que atrape y constituya la verdad de nuestras vidas, debe ser consistente. Debe ser una ficción verosímil, una verdadera mentira. Para ello debe anclar en raíces profundas de la subjetividad individual y social. De hecho lo es y lo hace. Las estadísticas y las charlas informales lo confirman. La inseguridad no es una mentira de los medios, es una medio verdad que mostrando los más evidentes peligros para nuestra integridad, oculta. Y, lo que oculta, tendría que hacernos sentir mucho más inseguros que el delincuente que puede estar acechándonos. Lo que nos escamotea, dejándonos en manos de la engañosa certeza del sentido común peor entendido, es su lógica criminal sin sujeto del crimen, aunque siempre haya quien venga a encarnar esa función en cada momento. Ayer Nixon, hoy Bush. Mañana, quién sabe.
Por estos motivos, estar alerta ante la inseguridad de las calles y de las sombras puede ser importante para nuestra autoconservación, pero estarlo ante la seguridad que como un panóptico interiorizado se nos propone para resguardar una vida sin vida, es mucho más importante aún. Sobre todo porque allí se compromete una autoconservación social donde nuestro deseo debería poder vivir el humanizante riesgo de vivir, sin el acecho permanente de un fantasma hecho discurso y realidad perpetua. Vivir con los terrores de Escudé o de cualquiera de los personajes del documental de Moore ha implicado siempre el triunfo postrero del terror, el de la creencia de que los cementerios son más seguros y pacíficos que cualquier multitud en acción.

Oscar Sotolano
Sotolano [at] fibertel.com.ar

 

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Articulo publicado en
Noviembre / 2003

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