Sirva, en principio, este acotado relato para resumir la acepción general de lo que suele llamarse: “crisis de representación”. Es decir: en una sociedad harta del engaño de sus supuestos representantes políticos todo aquel que pretenda hablar desde ese conjunto llamado “partido”, es asociado con el engaño. Nadie tiene derecho de decir que representa al ciudadano engañado. Engaño que incluye el autoengaño, lo que no es un dato menor. “¿Cómo pude votarlo?”, se preguntará en la intimidad. “Yo no lo voté”, dirá ante sus amigos. Sus íntimas razones para haberlo hecho son vividas como una mezquindad inconfesable. En la contradicción entre sus reparos morales y algunos de sus intereses privados, habrá triunfado la ética del capital.
Si la relación representación referente se ha roto, también ocurrirá en el interior del referente, que también es representación. La desconfianza actual se asienta en el “recuerdo” de la confianza previa, su odio es directamente proporcional al amor de la identificación que configuró la relación precedente. En ese territorio de afinidad de intereses o de concepciones que nutre la relación representante representado en el sistema parlamentario, el primero involucra al segundo en condición de cómplice. La lógica de esta teoría de la representación que en verdad es una teoría de la delegación, dice: “Yo te voté porque me prometiste seguridad y ahora me encuentro como aval de tus crímenes”. Ahora bien, ¿qué hace que la decepción no se restrinja a quien defraudó, y se extienda a aquel en quien nunca se ha confiado y cuyos pronósticos se confirman? Muchas veces, puede ser cierto, las inconsistencias de la propuesta alternativa, pero las más, los restos profundos de aquella alianza tácita. La representación política se sostiene en una red compleja de representaciones heterogéneas; caídas unas, sin embargo, el conjunto ancla en otras menos evidentes. Las afinidades con aquellos que votamos y que nos defraudaron no caen en bloque cuando el engaño se desnuda sino que siguen vigentes permitiendo que el cuerpo fundamental de la representación sobreviva. La caída de la ilusión neoliberal en la prosperidad no implica el abandono del elemento ideológico que le da cuerpo: el derecho individual al lucro devenido libertad individual y (hasta ahora) el sistema parlamentario que legitima una concepción de la libertad que no es otra que la de hacer negocios. Desde este punto de vista, la teoría de la representación política, entendiendo por tal la teoría parlamentaria, sigue teniendo amplio consenso. Puede haber crisis de representación, pero no aún una crisis de la teoría de representación política: la población sigue creyendo en el voto y el sistema tripartito. Lo que no imagina ni ha podido construir es una alternativa, por que no ha caído la idea arraigada en las entrañas de la sociedad occidental: el capitalismo como sistema “natural”. El que se vayan todos incluye, por supuesto, el descrédito general y, en muchos, el deseo de cambios radicales en la estructura de poder (lo que exige construir alternativas de poder político diferente), pero también la secreta ilusión de que otros individuos distintos (honestos, generosos, eficientes y provenientes de la población, como si tal cosa fuere una virtud en sí mismo) ocupen los mismos lugares. La visión simple de la crisis de representación se dirime, en consecuencia, en el interior de la lucha de la recuperación de la confianza, esperando que la representación reordene el sistema poniendo en un espacio sin ambigüedades a representación y referente (esto se formula en términos de reglas claras o cumplimiento de las leyes). La caída de las promesas neoliberales concomitantes con el sentido simple de la crisis de representación, no ha arrastrado a la teoría de la representación política que la legitima porque su anudamiento representacional es múltiple y dendrítico. Cuando el vecino rechaza al partido o partidos que vaticinaron lo que iba a suceder, que además dieron vidas al oponerse, lejos de cualquier sospecha de enriquecimiento, es porque sigue dominado por las representaciones que el sistema capitalista instituyó en el imaginario colectivo y que su correlato (el aparato criminal stalinista) justificó con sus prácticas, arrastrando en su caída toda perspectiva socialista. Un ejemplo elocuente: es tanta la perduración de los efectos del sistema criminal stalinista que, aún hoy, la palabra “troskista” sigue siendo un modo que en el imaginario colectivo de izquierda, centro, derecha o apoliticismo pleno se representa el monstruo de izquierda elevado a la enésima potencia. Y esto es así (hoy sabemos que las representaciones sociales poco tienen que ver con la conciencia entendida al modo racionalista) aunque nadie sepa quién fue Trotsky, ni cómo denunció, estudió y previó el posible destino de la URSS y sus consecuencias sobre el socialismo en general, 50 años antes de la caida del muro de Berlín. El proceso de caída de la burocracia stalinista no alcanzó para poner en contradicción el conjunto de representaciones, entre ellas las del “Trosky diabólico”, sobre el que se construyó. Es que el poder se organiza, no importa su forma, sobre la base de las distintas maneras de implicación del conjunto: el de la dictadura obligando a muchos miembros de las fuerzas armadas a participar aunque fuere una vez en la tortura, en el menemismo implicando al ahorrista para que pudiera seguir pagando la cuota, en el stalinismo usando el chantaje en nombre del prestigio de los significantes socialismo y revolución. El sistema de implicación introduce la culpa, el “algo habrás tenido que ver”, que cae como una mole sobre el conjunto que se encuentra inevitablemente atado por alguno de los lazos secretos que el poder supo crear. Por eso es tan importante descubrir los modos de la implicación que a todos nos involucran de una u otra forma, no para resolver culpas vanas que pretenden ecualizar las responsabilidades, sino para desarticular los tejidos implicatorios del poder. No se trata de un mea culpa ante los dioses propios, sino de desentrañar la madeja en que todos estamos atrapados de distintas maneras.
La población decepcionada no quiere ser más manipulada, ni por partidocracia liberal, ni por izquierdas que asocia con estados totalitarios, sin embargo, el problema es que proclama el cambio desde el non plus ultra del pensamiento liberal: el pensamiento individual independiente; no desde el descubrimiento de la implicación que hace de la individualidad una red social de intereses múltiples y también contradictorios. El vecino no quiere ser representado sino por él mismo, o por otro con características de doble, como si él mismo no fuera, lo desee o no, representación de infinidad de factores, conscientes, inconscientes, objetivos y subjetivos que le crean esa ilusión de que su opinión es la propia.
Hace algunos años en una mesa redonda, H. Muraro contaba que para participar en dicha mesa había diseñado una encuesta: quería investigar a grandes rasgos la opinión que en la población había sobre los tratamientos psicológicos. El resultado había sido muy alentador para nosotros: una proporción muy alta los veía como favorables. Al finalizar le pregunté si habían medido qué lugar tenían los medios en la opinión de los consultados. Su respuesta fue esclarecedora en el punto que trato de desarrollar. Dijo: estudiar la influencia que la palabra de alguien tiene en televisión se hace muy difícil porque debe hacerse muy próxima al momento en que tal posible influencia se produjo pues, a las pocas horas, el sujeto ha incorporado lo que escuchó y lo repite como propio. No es capaz de reconocer la fuente. Para los psicoanalistas esto no tendría que provocar sorpresa, trabajamos en descubrir los modos de inscripción variados y múltiples, con los procesos de identificación más complejos, y sabemos de lo ficcional de la dimensión de la palabra propia independiente. Nuestra llamada autonomía no es más que un precipitado de identificaciones múltiples e inscripciones que van tomando significación sorpresiva y aleatoria de modo permanente. La ilusión de nuestra autonomía es también un precipitado de ellas, entre otros, de la concepción del sujeto como individuo libre que el capitalismo necesita para tener a trabajadores y consumidores como mercancía. La opinión del vecino que sólo se representa a sí mismo ignora qué infinidad de intereses y cuestiones que desconoce, él representa. La supuesta individualidad (en el plano subjetivo), se contradice también con la individualidad en el plano objetivo: es evidente que alguien proveniente del pueblo (subjetivamente pueblo) puede representar intereses antagónicos (objetivamente no pueblo).
El modo de pensamiento en cuestión forma parte de la subjetividad de la época y es obvio de muchos de los que teorizan sobre ella. De hecho, ignora que ese conjunto de representaciones que conforman aquello que llamamos subjetividad de una época es el efecto de las luchas sociales mismas, de las cuales, la producción de pensamiento es parte. Y que aquel pensamiento prevalente es efecto del triunfo de unos intereses sobre otros, no el efecto de una suerte de creación ex nihilo, obra del espíritu santo. Hoy solemos escuchar hablar de lo nuevo, la creación, la invención, lo nunca antes formulado, lo imposible propio de una situación, como si lo nuevo pudiera surgir por fuera de la experiencia social en la que se crió y nacerá (más tarde, retroactivamente; no porque lo busque, sino porque así podrá ser) Eso nuevo, si surge, no lo será sin una incorporación profunda de la experiencia social anterior, que (es el carácter de nuestra especie) siempre es representacional. Hoy por hoy se busca lo nuevo con el mismo vértigo que el mercado produce novedades: “Hay que pensar cosas nuevas, hay que crear algo nuevo, hay que buscar lo impensado” es la línea que hoy se baja en nombre de no bajar línea. Pero la paradoja de lo nuevo es que no se puede buscar. Se encuentra, aparece de pronto en medio de lo conocido, no porque esté allí oculto esperando quién lo descubra, sino por que su particularidad es que será nuevo cuando aparezca, es decir cuando ya no lo sea. La novedad es una brizna, un instante, es fugaz, se da en el interior denso de la experiencia social; lo que suelen ser perdurables son sus consecuencias. Se pretende que la época implica una ruptura total con la precedente: la de la vigencia de los Estados nacionales. Esto es cierto en algunos aspectos y no en otros. Los Estados tienden a desmoronarse en la periferia (basta ver el mapa de Europa del siglo pasado para ver que las naciones no son estáticas ni tienen garantía de vida eterna) pero al mismo tiempo es notoria la aparición omnímoda de un inmenso Estado genocida (que tiene a su vez sus propias prácticas intestinas de implicación) que representa los intereses contradictorios del capital financiero en todo el mundo. ¿Es esto nuevo? Sí, desde el punto de vista de su realización, hay formas particulares inherentes a las maneras y consecuentes nuevas condiciones que va generando, pero no desde el punto de vista de lo impensado. Es nuevo, para quien no quiso o no pudo verlo venir, no lo habrá sido (más allá de la novedad que cualquier hecho siempre encierra en su existencia singular) para quienes se nutrieron de quienes estudiaron las leyes generales del sistema. Lo nuevo hoy cumple punto a punto con lo que Marx desarrollara en El Capital como tendencia decreciente de la cuota de ganancia. Cuestión que hoy las empresas con base en países centrales tratan de resolver saqueando a las periféricas, dibujando sus balances como Enron, Worldcom o..., o importando capital (como el Scotia invitando argentinos con 500.000 u$a a emigrar a Canadá). Por eso, uno de los aspectos que se pretenden descalificar en las propuestas de Nueva representación política es la tradición marxista en sus diferentes formas, sea por vía de una exclusión explícita, sea por su transformación en “clásicos”, parte del museo del pensamiento social. Se lee El ser y el acontecimiento, sin conocer El Capital, o se dice leer El Capital desde Badiou, por lo general quedándose sólo en una versión cuasi fetichizada del concepto de acontecimiento.
Una teoría de la representación política no consiste en una psicología del “buen ciudadano confiable y autónomo” sino en una política de la emancipación que no puede ser formulada en abstracto. En mi opinión, debe implicar una teoría de la participación implicativa, que no desautorice la representación en nombre del referente, sino discuta las ideas y prácticas (conjunto de representaciones de las cuales el referente en tanto representación será parte) que como instrumentos de eficacia histórica, es decir, en el presente, puedan producir un cambio radical en las condiciones del poder. No es emancipación en abstracto, sino de los explotados y excluidos del mundo (lo que involucra a amplios sectores que no creen serlo). Marx nunca sostuvo la tesis lineal de que inevitablemente triunfa una clase o la otra, incluyó también que se pueden destruir ambas. Hoy no estamos frente a un mundo terrible en el que hay que aprender a vivir (como sugiere I. Lewcowicz), sino en un mundo terrible porque hace peligrar el destino de todo mundo. No es una alternativa trágica de mundo, es por el contrario una alternativa antagónica con la viabilidad de cualquier mundo humano.
Oscar Sotolano
Psicoanalista y escritor
sotolano [at] fibertel.com.ar