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La recuperación de la capacidad interpretativa

 
Un desafío para la vida cotidiana

Es evidente que estas preguntas exigen un ensayo, no 14.000 caracteres. Nos serviremos entonces de ellas sólo a modo de excusa para profundizar en una idea ya formulada hace años y que el tiempo, lejos de desmentir, confirma. Comencemos afirmando que si algo delimita la vida cotidiana, es la vastedad de sus confines. Más allá de las definiciones sociológicas que tuvieron en el filósofo Henri Lefebvre a un pionero, digamos que la vida cotidiana es la vida misma; aquella que los sujetos sentimos como nuestra propia vida, aquella donde la vida se realiza, se hace real.

Para hacer una comparación nada casual: para amplios sectores de la clase media urbana argentina su vida cotidiana estará en las antípodas de (por ejemplo) la vida cotidiana de la población palestina. Una, preocupada por la cotización del dólar, la inflación y la inseguridad, otra, por la perspectiva de que un nuevo ataque destroce su existencia física, emocional o familiar. La vida cotidiana es eso, vida; es territorio de Eros, no importa lo terrible que resulte. Por ese motivo, si a ese argentino se le describiera la vida cotidiana palestina es probable que exclamase “¡eso no es vida!”, mientras que para un palestino, aun con tanto dolor acumulado durante décadas, sin embargo, esa vida es la propia. Muy probablemente sentiría mucho gusto de padecer sólo los sufrimientos de nuestro argentino urbano con mentalidad de clase media (cualquiera fuere su origen de clase), pero no por ello dejarán de sentir que la que tienen es su vida; sufrida vida cotidiana, injusta vida cotidiana, pero vida al fin.

Sin embargo, aun en las antípodas, un hilo invisible une las vidas de ambos en esta época de capitalismo ultra-concentrado y “concentracionario”: unos y otros viven bajo las condiciones del terror, aunque las escalas resulten incomparables. Unos, con el terror de la destrucción de sus casas, sus olivos, sus familias, sus propias vidas acechándolos a la vuelta de la esquina; otros, convencidos que la muerte de Nisman, formateada por la retórica terrorista de los grandes medios, o los asesinatos que se repiten en el hipertexto mediático, prefiguran su destino más posible. Vidas cotidianas muy diferentes, aunque todas teñidas por el clima emocional del desasosiego y el terror.

Hace años, cuando el atentado a las torres gemelas, escribí un artículo para esta misma revista: Las enseñanzas de Moore y las pasiones de Escudé. La inseguridad como seguridad del sistema.1 Su hipótesis central, ya presente en el título, era que “La oligarquía financiero-mafiosa que hoy define los destinos del mundo hace del legítimo terror individual un reaseguro de su proyecto de una sociedad controlada a lo Orwell, donde el terror, de externo, haya devenido modo sometido de vida. El terror ciudadano, que toca las fibras profundas del desvalimiento humano de origen, convoca héroes omnipotentes con ropa de fajina, armados hasta los dientes. El terror llama al terror, y la sociedad se instala en una lógica paranoica que los medios de comunicación acicatean en nombre de su tan mentada ‘obligación’ de informar.” (Aunque, por lo general, sólo busquen desinformar, agregamos ahora, en este tiempo en el que la libertad de expresión ha devenido para ellos: “libertad de operación”). “La inseguridad como sistema es un recurso de la seguridad del sistema que produce una subjetividad aterrorizada y melindrosa. Su condición es la verosimilitud constante de sus falacias argumentativas que un simbolismo aplanado por las imágenes que acompañan todos los actos de la vida cotidiana desde televisores instalados en cualquier rincón, produciendo siempre la ilusión de que la realidad es aprehensible sin interpretación de ninguna clase, repite retraumatizantemente en cada noticia criminal que afecta nuestra mente sensibilizada hasta el hueso.”

En aquel momento, el mundo al que hacíamos referencia era, especialmente, el que estaba atravesado por la crisis de 2001 en la Argentina y la expansión armada de los poderes financiero-militares sobre el conjunto del planeta, especialmente sobre Oriente Medio, con las invasiones a Afganistán e Irak tras el 11/9. Hoy, aquella perspectiva se ha estabilizado en políticas de tierra arrasada perpetua en varios países y busca extenderse a todos los rincones de la vida cotidiana en un mundo atravesado por una crisis inédita del capitalismo que, sin embargo, lejos de debilitarlo, fortalece sus tendencias más destructivas (no podemos ignorar que las guerras han sido el modo en el que el capitalismo afrontó sus crisis durante todo el siglo XX). Es que como un vampiro: el capitalismo vive de la sangre de sus víctimas o como las empresas funerarias crece a partir de los muertos que entierra y, entonces, produce y reproduce el capital en un clima de terror intersticial que busca tanto derribar gobiernos que (incluso de manera muy tímida y contradictoria, es decir, sin modificar las relaciones sociales de producción y de apropiación) limitan parcialmente sus intereses, como llevar a la sociedad a pedir a gritos que se la controle. El terror interiorizado y naturalizado es la fuente de demanda de orden de las sociedades contemporáneas. El capitalismo la utiliza para seguir reproduciéndose. Que el capitalismo ultraconcentrado ha devenido antidemocrático (“concentracionario”) se constata tanto en el terror al que es sometido el pueblo palestino a partir de las acciones del supuesto “estado democrático” ejemplar en Medio Oriente, como en la permanente andanada de microterrores que recibe cualquier ciudadano argentino o de cualquier lugar del mundo donde, basta leer sus propios diarios, la inseguridad ha devenido leitmotiv, con la activa participación de las usinas mediáticas del gran capital. Si la sociedad hace ya décadas ha devenido del espectáculo, hoy el espectáculo apunta a aterrorizar incluso desde almuerzos o entretenimientos supuestamente frívolos en los que, sin embargo, nunca se deja de recordar que el mundo externo es peligroso y temible, y nada mejor que entregar nuestra seguridad a los designios de un “Gran hermano” armado hasta los dientes, pero que simula su accionar criminal tanto tras las negras y “buitrosas” togas de juristas prestos a todo servicio, tras las parrafadas de comunicadores incapaces de entender las consecuencias de sus propias acciones discursivas (cuando no son directos agentes de esas acciones) como (y resulta la más estructural) tras la dinámica supuestamente transparente del mundo de la imagen que ha hecho de las luces de la Ilustración un mundo cegado por el resplandor del neón o de las explosiones de los misiles. La sociedad del espectáculo es hoy la del terror y un “Gran hermano” es permanentemente convocado a poner orden y traer la seguridad de las bandas armadas y la paz de los cementerios.

El nudo está tan bien estructurado que para luchar contra asesinos se convoca a otros asesinos. Nuestra seguridad está en manos de su capacidad de matar. La sociedad del espectáculo ha devenido sociedad del terror “espectacularizado”. Su dinámica signa la vida cotidiana actual.

En ese contexto, los responsables de la revista Topía nos preguntan “¿qué desafíos plantea generar prácticas emancipatorias en el plano individual y social?” Tal vez valga la pena abrir dicha pregunta para interrogarla. Digámoslo así: ¿existe en la vida cotidiana actual argentina una preocupación sobre un problema como el que supone “generar prácticas emancipatorias en el plano social”? ¿Detecto referencias a esa cuestión en ese singular campo de exploración que es el de la clínica psicoanalítica cotidiana?, o, ¿muy distintas son las marcas sociales que prevalecen?

Digamos, en primer lugar, que el modo intersticial en que el capital impone sus condiciones a diestra y siniestra, y el gigantesco poder que le brinda un sistema de comunicación globalizado que básicamente funciona bajo el control de su lógica rentista-disciplinaria (aunque puedan existir puntos importantes, pero pequeños de fisura) han hecho que, al menos es mi experiencia de trabajo (siempre tan acotada por la propias características de nuestra práctica), de la emancipación o de algo que la involucre, jamás escucho ahora hablar en las sesiones con mis pacientes, en cambio sí, del miedo a lo que puede pasar con ellos, sus hijos u otros familiares en la calle, en la plaza, o en cualquier lugar público, o de la “terrible situación que estamos viviendo en el país”. Hace años, el significante “libertad”, llenado con significaciones y avatares varios, era frecuente; hoy no es así. Escucho subjetividades más formateadas por el espectáculo del terror y sus discursos performativos que referencias a algún tipo de emancipación. En el mundo del terror espectacularizado se ve como prueba de eficacia policial, por ejemplo, que tras el brutal y sospechoso atentado de Charlie-Hebdo en París, la policía haya localizado, en apenas horas a los supuestos responsables (¡terroristas tan bien formados que dejan sus documentos en el auto con el que van a realizar el atentado!), los haya matado sin ninguna curiosidad por saber nada acerca de quiénes estaban tras ellos y se los haya enterrado en secreto sin que las mayorías de la tierra de “la libertad, la igualdad y la fraternidad” se indignasen por ello (como habría ocurrido con Bin Laden, no hay cuerpo que constate su muerte). Para muchos en todo el mundo, estos modos son ejemplos a seguir (“¡qué diferencia, allá tardaron apenas unas horas para encontrar a los asesinos, acá nunca los vamos a encontrar!”, he escuchado repetir. dentro y fuera del consultorio), a otros, por el contario, lo sucedido nos recuerda demasiado la política de “desaparición de personas”.

Si la emancipación fue concebida durante el siglo XX como emancipación de la explotación del hombre por el hombre, en la actualidad, por el contrario, dicha forma de entenderla tiene muy escasa relevancia en el discurso social. La emancipación puede significar, para muchos, que termine el gobierno de los K, para otros que no nos domine Clarín; para otros, el derecho individualista de hacer lo que les plazca, pero de la explotación del hombre por el hombre, ni hablar. El capitalismo ha impuesto sus reglas incluso a quienes intentan enfrentar sus peores lacras. Y esas reglas se entretejen en el día a día de un modo tan profundo que las subjetividades se unifican tras sus dogmas devenidos sentido común y vida cotidiana.

En este punto, la naturalización del control tecnológico sobre los cuerpos es su expresión más deletérea. Muy pocos se preocupan de estar conectados a un sistema que detecta nuestros menores gustos, que localiza donde nos encontramos en cualquier lugar al que la señal acceda, que nos impulsan a exponernos en una ola exhibicionista que tiende a disolver lo privado en un mundo de voyeurs, que genera amistades lábiles de 140 caracteres, que controla nuestros rendimientos laborales, nuestras vicisitudes humorales, nuestros sudores con una precisión cada día más espeluznante, que ha hecho que todos, espiados sin cesar, de inocentes (hasta que se demuestre lo contrario) hayamos devenido prima facie culpables (es decir, sospechosos), que -y esto es central desde el punto de vista de la construcción de subjetividad- nos hace creer que lo visto es la fuente de toda verdad sin requerir ningún trabajo interpretativo. Quizás sea esa sociedad, donde la verdad de la imagen, entendida como fuente empírica sin quiebres, la que haga que hoy tantos pacientes tengan dificultades de asociar, que hablen casi exclusivamente de problemas cotidianos, difícilmente de las ocurrencias que pueblan cualquier mente activa. Las palabras, con su enorme capacidad lúdica, no muestran una verdad visualmente verificable.

La naturalidad con que los seres humanos hoy entregan su vida privada, su modo de pensar, sus cuerpos y sus deseos al omnipresente y perpetuo registro de datos que se alojan en ignotos archivos es quizás el más evidente indicador que la emancipación ha quedado relegada a exclusivos conciliábulos. La emancipación se fragmenta en luchas muy valederas (las de las mujeres, las de los pueblos originarios, las de las minorías sexuales), pero que han perdido como referencia la única emancipación que puede darles cierta solidez a esos reclamos, la de la explotación “del hombre por el hombre” (dicho en la forma tradicional de “hombre” como ser genérico). Hoy la emancipación de las mujeres no evita que una Condoleezza Rice, una Hillary Clinton, una Margaret Thatcher o, en nuestros pagos, una Patricia Bullrich, una Lilita Carrió o una Cecilia Pando no encarnen la forma más despiadada, aunque a veces bizarra, de la explotación en su forma imperial.

El reformateo tecnológico de la vida cotidiana ha facilitado la inoculación del terror en el eterno presente que la temporalidad de la red global ha instalado. En ese mundo de imágenes que se suceden, donde las palabras también funcionan como imágenes, el poder mediático produce inseguridad y terror de modo constante. Lo produce, no se limita a informarlo. Lo produce informándolo, y no lo produce aleatoriamente como efecto de inéditas y autónomas propiedades tecnológicas, sino que busca crearlo. El capitalismo necesita que esa vivencia subjetiva cotidiana de terror naturalizado se apodere de todas las mentes. Basta escuchar la forma truculenta en que se relata cualquier acontecimiento, desde los avatares de un desastre natural, hasta un robo armado, siempre eficazmente musicalizados, para que podamos entender de qué estamos hablando. Hoy el capitalismo ha invertido la tradicional frase de Clausewitz: si la guerra era entendida como la continuación de la política por otros medios, hoy es la política la que ha devenido continuación de la guerra por otros medios.

Una perspectiva heideggeriana ha visto en la ciencia, en lo que llaman el discurso de la ciencia, la razón de un mundo donde domina un ojo absoluto. Es un modo de pensar que parece suponer que las imágenes que nos atraviesan carecen de soporte. Los discursos así concebidos serían discursos sin sujeto, sin clases en conflicto, y por esta vía no se advierte que la aparente transparencia del mundo “hiperconectado” e “hipervisibilizado”, oculta a los poderes reales que lucran con la muerte y con nuestro terror inducido, y para los cuales, incluso la idea de nación ha perdido su razón de ser, salvo en los discursos de campaña porque su prestigio aún perdura, y resulta “piantavotos” no hacer referencia a ella. Hoy las nuevas tecnologías, que tienen un lugar privilegiado en los medios de comunicación y en sus formas cada vez más “democráticamente” expandidas, han logrado hacer creer que lo se ve es la única verdad. Imágenes que pueden tener el formato de un spot o de un copete donde se leen consignas que parecen decir todo. Textos-imagen que en cada pixel supuestamente preñado de verdad, ocultan la verdad que los genera. Es un mundo de luz que ciega, un mundo de transparencia donde el verdadero poder queda opaco, un mundo de cercanías distantes y proximidades perdidas. En ese mundo, aprender a moverse en la red sin caer preso de sus redes, quizás sea uno de los mayores desafíos de las futuras generaciones ya nacidas digitales. No habrá emancipación posible para un ser humano que ignore o desmienta los hilos oscuros que lo atan a una incomunicación comunicada por un WhatsApp que impone su propio vértigo, o que no se percate de que el terror no es aquel del que nos proponen preocuparnos, sino de aquel que está disimulado fraguando los escenarios truculentos. El mayor desafío será, quizás, que esas nuevas generaciones nacidas digitales vuelvan a transformar las imágenes en textos, que la interpretación de la historia viva vuelva a ser un hecho cotidiano prevalente. Tal vez entonces, la emancipación vuelva a recuperar su revolucionaria carga de sentido. Mientras tanto, la vida cotidiana será regida por la dimensión de señuelo que las imágenes suelen portar, y el terror espectacularizado seguirá produciendo lugares comunes estructurados sobre la base de la activa desmentida de las fuerzas reales (de carne y hueso) que operan, muchas veces conspirativamente pero, siempre, regidas por la despiadada dinámica de los intereses de un sistema social de producción ultraconcentrado que tiene al asesinato y al terror en las entrañas de su modo de vivir.

 

Nota

1. Revista Topía Nº39, Noviembre de 2003. Disponible en http://www.topia.com.ar/articulos/las-enseñanzas-de-moore-y-los-terrores-de-escudé.

 

 

Articulo publicado en
Abril / 2015

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