2001: Crónicas de la furia, el sufrimiento y la esperanza | Topía

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2001: Crónicas de la furia, el sufrimiento y la esperanza

 

Con motivo del aniversario del 19-20 de 2001, publicamos un adelanto exclusivo el inicio de una novela que próximamente publicaremos.

Prólogo

Este libro fue escrito en un par de meses. Se trata de un documento novelado de lo que iba ocurriendo en Argentina desde diciembre del año 2001 hasta marzo de 2002. Abarca un período histórico muy breve pero potente. En ese lapso se arremolinan conflictos de décadas pasadas y décadas por venir. Un instante de la historia argentina en la que se concentran distintas épocas, desde el triunfo de la Segunda República española en 1931, hasta el Foro Social Mundial en Porto Alegre, a comienzos del nuevo siglo.

En su momento quedó en un cajón. Pero, a veinte años de aquellos acontecimientos, tal vez merezca su lugar como huella necesaria entre tanta memoria burlada o asténica.

Fue escrito en ese tiempo, y no fue modificado. Se evitó ponerlo a tono con los sucesos posteriores, sólo se realizaron inevitables e imprescindibles correcciones de escritura.  Lo aquí dicho es aquello que el autor pensaba, sentía y vivía en ese momento. La mayor o menor relación, repetición, semejanza, diferencia con la historia argentina posterior, quedará a criterio del lector. Los sentidos nuevos de algunas consignas de entonces, también.

El recurso de novelar el relato buscó, desde el comienzo, encarnar los datos provenientes de la historia grande en los detalles singulares que una familia argentina, relativamente arquetípica, heredera de épocas marcadas por el sueño de ascenso social, pudo vivir o, incluso, puede seguir viviendo ahora.

Lejos está de ser una novela, si se la entiende como género donde los conflictos son los que la escritura de ficción genera al ritmo de las teclas y la imaginación. Aquí los conflictos relatados no son los productos de la fantasía del autor sino los que la constante creatividad de la propia Historia impuso e impone a una familia, ella sí imaginaria, pero no menos real.

Serán los lectores los que definan la actualidad o no de este esfuerzo realizado hace tantos años, como se dice: al calor de los acontecimientos, en un país y un mundo que no dan tregua.

Octubre de 2021


- ¿Qué hace, abuelo?

- Escribo crónicas.

- ¿Para qué?

- Para vencer al olvido.

- ¿Su olvido o el de los demás?

- Antes que nada, me aflige mi propio olvido.

- ¿Qué teme olvidar?

- La historia de nuestro pueblo Axu.

- ¿Cómo olvidarla, abuelo, cuando está siendo tan terrible?

- Porque siendo tan terrible lo primero que haré

 es olvidarla.

- Entonces corra, abuelo, corra. Haga que las palabras       

 lleguen antes que el olvido.

 

 El tiempo de los Axu. Relato anónimo de Los Andes.


Capítulo 1

                            Ezeiza. Un aeropuerto. Año 2002

En el aeropuerto, Manuel, el gallego Manuel, arrastra como puede una maleta de plástico duro; duro y rojo, el plástico.

“¡Gallego terco!”, había exclamado Gonzalo al verlo forcejear con la maleta, en la puerta de su casa, antes de partir hacia el aeropuerto. “La elegiste roja a propósito. La maleta de Manolo Uribe no puede ir por el mundo sin gritar ‘De pie los esclavos sin pan’”, ironizó, dos veces en una (luego se verá el por qué), Gonzalo en voz alta. Pero nadie lo estaba escuchando, las palabras encontraron el eco de un barrio vacío. Ni siquiera Manuel Uribe que, pantalón, chaqueta, boina y zapatos negros sobre camisa y piel tan blancas como ajadas, luchaba contra las ruedas antojadizas de una maleta dura y roja unos instantes antes de subirse al automóvil que los llevaría, a Manuel y a los suyos, al aeropuerto, lo escuchó, abstraído como estaba en hacer que las rueditas no se trabaran en las grietas de las baldosas. “Mierda de acera, me cago en la leche, coño”, refunfuñaba Manuel ajeno a los comentarios de su vecino, mientras su energía aumentaba a fuerza de palabrotas. Esas aceras cuarteadas no iban a poder con un republicano español, desafiaba Manuel. Y así, a la rastra, fue llevando la maleta hacia el baúl del auto.

En el aeropuerto, Manuel, el gallego Manuel, el terco, duro y rojo de maleta internacionalista - marca francesa, diseño nipón y mano de obra coreana -, seguía luchando en tierra argentina. Aunque los pisos pulidos pudieran hacer fácil la rotación, la impericia de Manuel lo hacía ver como a un hombre que, con un cadáver oculto en un baúl, lidia contra la resistencia pétrea del rigor mortis. Cuando hacia la derecha iba Manuel, hacia la izquierda iba la maleta, cuando hacia la izquierda Manuel, hacia la derecha la maleta. Su desplazamiento por el vestíbulo parecía una alegoría de la política que Manuel solía condenar con seis palabras: “Oportunistas, todos oportunistas. Así nos va.” Oportunistas los políticos y oportunista la maleta; todos, políticos y maletas rodando por el mundo según les venga en gana, quería decir Manuel. “Para nosotros, ni puñetas”, decía. Y el “nosotros” sonaba extraño en la voz íbera que la pronunciaba.

Pero el gallego Manuel decía nosotros como cualquier argentino de pura cepa. Argentina era su patria y aceptar sus suertes había implicado para él aceptar también sus desdichas. “Nuestras desdichas” hubiera corregido, orgulloso, el gallego, en verdad asturiano Manuel Uribe, Manolo entre sus amigos, nacionalizado argentino hacía 46 años, cuando una llamada Revolución Libertadora, le había parecido, en aquel momento, un triunfo extramuros, tardío pero igualmente definitivo, allende el océano, sobre aquellos fascistas que en 1938 lo habían obligado a dejar su tierra de hórreos con perfume de bosta y vacas con la fragancia del mar próximo. El lector no debe olvidar que la distancia del exilio por lo general turba también los olores.

“Me cago en la leche, coño”, decía a medida que avanzaba por el moderno vestíbulo de un aeropuerto bautizado Pistarini, ironías de la “tocayez”, también Manuel, en honor de un general que había sabido perdurar en forma de nombre y apellido en la nómina, aunque en otras ocasiones mejor decir sería prontuario, de desconocidos famosos de la historia argentina, que como la europea, la americana, la rusa, la china o la islámica arracima sujetos de toda dignidad o calaña que, a la larga, el tiempo, para bien o para mal, desdibuja hasta hacer irreconocible cualquiera de sus heroicas facciones de mármol o bronce. Me c ... volvía a repetir Manolo y, aunque de aquí en más este cronista tratará de atenuar el duro lenguaje, el simple lenguaje campesino de este hombre poseedor de un, aunque limitado, potente arsenal de exabruptos, difícil tarea será ésta, sin cometer traición. Pues, me c... de seguro apostrofaría el gallego Manuel de tener delante a este cronista que trata de suavizar el malhablado rezongo de su voz sin medias tintas, para el delicado oído del lector. Me c...repetía Manolo invocando la leche y los coños, mientras las obcecadas ruedas se ponían perpendiculares al cuerpo rojo de la maleta para ofrecer una oposición digna de una mula, una roja mula franco-nipo-coreana, en tierra o mármol argentino, que se resiste al viaje a España que está a punto de iniciar. De la maleta, por el momento, hablamos, por supuesto.

El aeropuerto está prácticamente vacío. Esos últimos días de febrero del año 2002 los pasajeros son pocos. Aunque en Argentina, país del hemisferio sur, las vacaciones de verano suelen aún estar en su cenit, ese año casi nadie viaja. La economía ha acorralado (más adelante se entenderá lo oportuno del verbo) incluso a ese selecto pero numeroso grupo de ciudadanos habituados a visitar otros países. Delante de los mostradores de las compañías de aviación sólo se ven los caños de aluminio y las cintas rojas o amarillas entre las cuales, hasta hace muy poco tiempo, solían desfilar miles de ciudadanos ansiosos, felices o expectantes, con los atuendos informales de quienes se saben por algunos días o semanas libres de los compromisos o las exigencias "husorarias" del mundo financiero que si ocasionalmente los debe entre sus beneficiarios, suele haberlos entre sus víctimas. Ese verano del año 2002 casi nadie viaja, por eso el aeropuerto está vacío. Afirmación que, por supuesto, deberá ser entendida en sentido relativo, pues no es de desolación absoluta el paisaje, como podría ser el de un aeropuerto devastado tras un bombardeo, el de Kabul, sin irnos demasiado lejos en el tiempo, por ejemplo, o el de algún otro atacado por una misteriosa y mortífera peste. No. Vacío, en este caso, querrá decir con apenas unos ocasionales pasajeros, con los funcionarios de la seguridad aeroportuaria rascando su ocio contra las columnas o los paneles, con el quiosquero mondándose las uñas sentado en un taburete sin vender nada, con alguno que otro empleado del servicio de limpieza empujando como autómata su escobillón por un piso que no ha tenido la oportunidad de ser ensuciado, con los bares sin clientes, todo esto en un enorme espacio de vidrio y aluminio diseñado para recibir a decenas de miles de pasajeros por día. Es por ese paisaje, más que desolado, despojado, que avanza la figura negra, encorvada, fornida a pesar de sus más de ochenta años, con una sombra de barba en la cara, que tironea de esa maleta roja sobre la extensa superficie gris de cuadrados de mármol, del vestíbulo del aeropuerto.

Con su boina negra, Manuel semeja a un torero envolviendo al toro con su capote de brega. Rojo capote que reta a la roja sangre bravía del toro.

El gallego, asturiano, argentino Manuel Uribe arrastra la maleta haciéndola flamear como una bandera roja, diría su amigo y vecino de tantos años, Gonzalo Espuna, si lo hubiera acompañado al aeropuerto. “Porque después de 45 años, al gallego le conozco hasta el dobladillo del alma”, podría agregar su vecino del barrio de La Boca, barrio genovés donde siempre han vivido inmigrantes de todos los países, y cuyo equipo de fútbol, como llevando involuntariamente el cosmopolitismo al más íntimo rincón de los símbolos, lucía los colores de la bandera sueca. En ese barrio, Manuel Uribe y Gonzalo Espuna se habían conocido, hacía cuarenta y cinco años. Uno, como no podía ser de otra manera, fanático de Boca Juniors, vivía en el barrio desde niño, desde que sus padres se habían venido desde Andalucía corridos por el hambre y el atraso del campo español, mientras el otro, el mal llamado gallego, hincha de Argentinos Juniors, el “bicho colorado”, de camiseta consecuente, en honor de los colores de la Internacional Socialista (¡¿Qué otra cosa podía ser el gallego, si tiene alma de eterna  minoría: de izquierdas e hincha de ese rejunte de pataduras?! hubiera bromeado Gonzalo, con apenas un fondillo familiar de acento español, de haber tenido que escribir la biografía del gallego), se mudó en el año 1956, cuando consiguió el dinero para alquilar el local donde abrir su propia panadería. “La masa”, había pensado llamarla primero, pero la “revolución” que le había generado tantas esperanzas como para impulsarlo a adoptar la ciudadanía argentina ya venía mostrando su perfil más inquietante y temió que un nombre tan proclive a los malos entendidos pudiera hacerlo terminar en un baldío, como a un cierto general Valle que los libertadores habían fusilado en los descampados de León Suárez junto con una decena de trabajadores, simplemente por ser peronistas. Y lo único que le faltaba a él, un republicano español, era que lo acusaran de peronista, un movimiento de fascistas que había abusado de la ingenuidad de millones de personas, se repetía.

Como así pensaba Manuel Uribe, finalmente decidió llamar “Téifaros” a su panadería, en homenaje al pueblo en que había pasado los momentos más queridos de su infancia. Y allí, en el barrio de La Boca, en la República Argentina, se fueron hermanando la España republicana del pueblo cantábrico de Téifaros de Manuel Uribe y la España franquista, conservadora y católica de una familia de inmigrantes venidos muchos antes del comienzo de la Guerra Civil, patriotas de una Patria con mayúsculas altivas de manual, llena de altisonancias y solemnidades, allá lejana y desconocida, de Gonzalo Espuna, por nacimiento, andaluz, por experiencias, porteño. Mezcla donde el humor, las dificultades comunes y la diaria brega fueron limando las diferencias políticas de dos hombres de trabajo que, en algún momento, allá por la década del cuarenta, hubieran llegado a tirarse con sillas en los cafés de la avenida de Mayo si entonces se hubieran conocido. Uno desde el republicano bar Iberia, otro desde El Español o, como se lo conocía por entonces, Junta de Burgos; con la calle Salta como zona de combate.

Sin embargo, de haber tenido oportunidad de verlo, esa tarde, en el aeropuerto, Gonzalo hubiera preferido ver al combativo republicano español y no al malhablado y taciturno compañero de bochas. Sobre todo porque su heroísmo, en ese momento, había quedado reducido a arrastrar por el vestíbulo una maleta cuyo rojo color a nadie importa, hacia la cinta de equipaje de la compañía española de aeronavegación que ese día recibe únicamente a una veintena de pasajeros que, en su mayoría, se van para no volver. Nada más que eso.

- ¡Abuelo!

- ¡Viejo!

Desde un mostrador un hombre de aspecto cincuentón y un joven veinteañero agitan los brazos. El joven se separa del pequeño grupo que está frente al mostrador y en un par de trancos alcanza al viejo.

         - ¡¿Qué hacés, abuelo, estás loco?!

         - Pues, ¡qué va!, portar la maleta.

         - Pero no joda. Se va a romper la columna. Es muy pesada.

 Manuel ni siquiera contestó. Sujetó la maleta con aún mayor vigor y siguió arrastrándola. Entre los dos se produjo un forcejeo. El gallego se había aferrado al tirador de la maleta como si en ello se le fuera la defensa del último bastión de Asturias. Sus ojos inyectados no toleraban la ofensa de ser tratado como un viejo. Él sabía que lo era, pero la vejez no le había hecho perder la dignidad, y estaba convencido de poder llevarla. De hecho, no la había arrastrado hasta allí para que un mozalbete con aros y un pantalón muy difícil de diferenciar de una falda viniera a jactarse de haberlo hecho en lugar suyo cuando el mostrador estaba ya tan cerca.

  El nieto insistió sin convicción. Conocía lo inútiles que eran las pulseadas con su abuelo. Un anciano que unas semanas antes había estado echándole insultos en la cara a la policía montada no se amilanaba ante la prepotencia natural de la juventud, sin olvidar que lo quería demasiado como para promover una discusión estéril, un día como ése. Así que le pasó la mano por la espalda y caminó a su lado limitándose a enderezar las ruedas cuando se ladeaban.

           -¿Cómo voy a pelearme con mi abuelo, el partisano?- le dijo en un tono capaz de ablandar el quebracho.

         - Miliciano, ¡qué joder!, miliciano ¡Pues estos críos de ahora no entienden na’! – corrigió Manuel exaltado.

       - Bueno, miliciano, perdón – coincidió el nieto para quien, sin embargo, unos y otros, partisanos y milicianos, seguían siendo lo mismo.

 Y así continuaron los siguientes treinta metros. El gallego con su boina negra en son de guerra y el nieto con su pantalón bermuda, ancho y corto hasta la media pierna, plagado de bolsillos y botones, en el cual el viejo creía ver siempre los ademanes femeninos de una época “unisés” para él incomprensible.

Cuando estaban llegando al mostrador, el hombre de aspecto cincuentón que ya había iniciado los trámites de control de pasajes, miraba ansioso por sobre su hombro hacia el joven y el viejo que traía la última maleta que faltaba poner en la cinta transportadora. 

  • Martín apurate
  • Vamos abuelo, largue.

Pero el viejo parecía no escuchar, como si su mano se resistiese a soltar esa roja maleta donde tal vez estuvieran guardados todos los sueños de su octogenaria vida.

* La foto blanco y negro que ilustra está nota pertenece a Mario Diamonte del OJO OBRERO.

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Diciembre / 2021