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Muerte de las Ideologías o ideología de la muerte

 

Con el fin de la historia se ha decretado la muerte de las ideologías, de los grandes relatos, de la lucha de clases, de cualquier discurso que remita a aquellos ideales de la Ilustración que abrazan una perspectiva emancipatoria para el conjunto de los humanos. Las posturas epistemológicas que apelan al concepto de determinación son objetadas en bloque desde un caprichoso uso de la teoría del caos a la que se la limita al culto del azar. Se proclama el imperio de Lo negativo, la nada o el vacío. Todo acompañado por la resignada naturalización de la democracia de los usureros armados; a la cual, a lo sumo, a modo de crítica cínica, se le opone una psicopatologización de sus aristas más brutales: Bush está loco, se dice, ignorando que sólo es la encarnación en un sujeto especialmente apto de la dimensión genocida del capitalismo en su actual forma monopólico-financiero-tecnológica. El ser para la muerte filosófico se entrevera con una ideología de la muerte.
El poder autoritario siempre incluye un vector narcisista que legitime su aniquilación del otro. Lo encarcelo para que aprenda, lo mato porque es inferior, lo sojuzgo porque ese es mi derecho divino (no importa lo ateos que puedan ser los dioses invocados), han declarado siempre los dueños del poder, mientras hoy se jactan (así lo ha hecho un congresal norteamericano) no sólo de no haber viajado nunca fuera de los EEUU, sino de no tener pasaporte siquiera: ¿para qué saber que hay un mundo afuera de mi mundo? Más aún, si el afuera insiste, no titubearemos en arrasarlo probando nuestros últimos inventos destructivos, piensan. El afuera es objeto a dominar, sólo eso. Adorno y Horkheimer (lectores de Freud) nos susurran al oído su tesis de que la paradójica tragedia de la Ilustración es su totalitario afán de dominio de la naturaleza. Los norteamericanos suelen retozar en paraísos artificiales que ellos han hecho a imagen y semejanza de su propia cultura edilicia. Levantan un monstruo hotelero frente a la blanca playa caribeña donde el sol se pone para, al atardecer, de espaldas al rojo crepúsculo, contemplar sus dentadas risas en los enormes espejos del bar del monstruo, siempre, con un whisky en la mano. Para los norteamericanos victoriosos nada es mejor que ellos mismos. “Es elemental, es racial. Dios no ha preparado a los pueblos anglófonos durante mil años para una indolente y vana autocontemplación y autoadmiración. ¡No! Nos ha hecho los amos organizadores del mundo para establecer sistemas donde reina el caos”, declara en 1990, cuando la invasión a Filipinas, el senador Albert Beveridge. Razón de los sistemas e irracionalismo devoto de las cruzadas en el mismo acerto ideológico que hoy cae sobre el Golfo. Lo mismo hacían, en sus épocas de esplendor, los ingleses, franceses o españoles en sus colonias. No hay vicio idiosincrático yanqui en esto. En todo caso, lo peculiar es el modo intersticial de dominio de la lógica del capital: El In God we trust del dólar fetiche que apela a los chantajes financieros o, si aquellos fracasan, al inmemorial garrote, hoy tecnológicamente sofisticado.
Hace casi 40 años un pensador insoslayable pero no por eso menos vulnerable al triunfo del capitalismo decía “,,, la experiencia de los últimos veinte años hace pensar que las crisis periódicas de sobreproducción no tienen nada de inevitable bajo el capitalismo moderno (salvo en la forma extremadamente atenuada de “recesiones” menores y pasajeras) Y la experiencia de los últimos cien años no muestra, en los países capitalistas desarrollados, ni pauperización (absoluta o relativa) del proletariado, ni aumento secular del paro, ni baja de la tasa de beneficio, y aún menos una deceleración del desarrollo de las fuerzas productivas cuyo ritmo se aceleró en proporciones inimaginables antes de ello”... “Entre el capitalismo de El capital, en el que las leyes económicas conducen a una estagnación del salario obrero, a un paro creciente, a crisis más y más violentas y finalmente a una casi imposibilidad de funcionar para el sistema, y el capitalismo real en el que los salarios aumentan, a la larga paralelamente a la producción y en el que la expansión del sistema continúa sin encontrar ninguna antinomia económica insuperable, no hay solamente la distancia que separa lo mítico de lo real. Son dos universos ...” Si aquella afirmación era discutible en los años 60 cuando fue escrita, cuánto más lo es hoy, que la desocupación campea por el globo, que el salario se licúa por doquier, que las conquistas sociales son arrasadas y la tasa de ganancia decrece incluso con la expoliación masiva de los patios traseros que, llamativamente, queda excluida del análisis citado. Tras quince años, aquella afirmación supuestamente evidente sobre la que C. Castoriadis1 creía soportar empíricamente su tesis caía en Europa a golpes de tacherismo.
Es que el combate y triunfo del gran capital de las últimas décadas, ha sido en toda la línea: económico e ideológico. Lo que no supone estructura y superestructura, sino dos caras imprescindibles de la estructura. Pero triunfo no quiere decir legitimidad histórica como ese mismo poder convence a propios y ajenos con su inapelable lógica del éxito como verdad pragmática. Triunfo que implica que nunca la humanidad tal como la concebimos ha estado tan cerca de la destrucción, que la única ética que el capital conoce (la de la tasa de ganancia) se soporta sobre mafiosos de cuello blanco o negro, donde la desmentida es el mecanismo psicológico fundamental de los poderosos. El neurótico le deja el espacio al canalla en todas las esferas. Triunfo que lejos de probar lo falso del análisis hecho por Marx en El Capital, evidencia toda la sutileza de su eficacia pronóstica. Sólo en los discursos de barricada Marx habla del triunfo inevitable de los oprimidos, en sus análisis más minuciosos postula que la lucha de clases, lejos de garantizar el triunfo de una sobre otra, puede culminar con la destrucción de ambas. El progreso no es una ley inevitable de la historia sino un deseo necesario de los sujetos sociales que la hacen y se hacen, haciéndola. Ahora bien, la fértil crítica a la idea de progreso mecanicista, de un evolucionismo más o menos lineal o espiralado, ha terminado invalidando cualquier idea de progreso como ideal social que el capitalismo en su fase de ascenso creó en la mente de una humanidad feudal para la cual el único destino posible era un más allá celestial o infernal. Cuando la filosofía de lo negativo condena la idea de progreso (más allá de la enorme importancia parcial de algunas de sus puntualizaciones) condena a la humanidad a la perspectiva metafísica conservadora que hizo del medioevo un milenio gris. La crítica de principios al ideal de progreso de la Ilustración, nos encadena a un destino donde dominan en las sombras los dioses oscuros. La Razón es acusada de los males del mundo. En sus sueños moran monstruos, se nos recuerda. Una razón abstracta es puesta en el banquillo de los acusados, mientras las condiciones sociales de producción capitalista que todos los días cometen el crimen hacen a las carcajadas mutis por el foro, para volver a la sala como acusadores, a veces respaldados en los filósofos de izquierda o derecha que la llamada postmodernidad ha sabido producir. Por una maniobra de birlibirloque el asesino aparece como fiscal en la causa contra la víctima. Del mismo modo que La Dialéctica de la Ilustración no fue escrita para enterrar la Ilustración sino, por el contrario (mostrando sus impasses) para salvarla, se ha pretendido utilizar la concepción freudiana de inconsciente como ariete contra la Razón, olvidando que la teoría del inconsciente es un proyecto nutrido del afán de la Ilustración de introducirse en los secretos de la naturaleza, de explorar al hombre y explorar a Dios, como modo hacer de la vida de los hombres algo más digno de ser vivido. Porque la valorización conceptual de la sinrazón que está en el centro de la especulación de Freud, es un proyecto de la Razón. Elogio de la Razón que no desconoce la paradoja de una Razón que se sostiene en un sujeto como tal inobjetivable en el acto del conocimiento, del mismo modo que denuncia que no hay crítica a la Razón que no encierre por su propia práctica una reivindicación de la misma. Doble paradoja en la que la antinomia racionalismo-irracionalismo se encuentra atrapada, pero que a muchos ha servido para, criticando toda ontología sustancialista, terminar postulando otra ontología: nadificada o, en el mejor de los casos, lenguajera.
El más contundente producto ideológico del triunfo del capitalismo es la operación de desmentida de la determinación relativa de la economía en la vida social. Esto ha implicado una doble operación sinérgica del capitalismo y el estalinismo: el primero, instalando un indeterminismo espiritualista que se construye alrededor de nadas, vacíos o angustias, el segundo, haciendo de la determinación económica un factor tan permanente y único que terminó autodisolviéndose en su autoritaria inespecificidad. Del mecanicismo economicista del estalinismo que monopolizó los emblemas marxistas durante 70 años se ha pasado a la desmentida de las relaciones sociales de producción en el interior de las cuales y a través de las cuales los humanos construimos nuestras prácticas y nuestras inciertas identidades. De hecho, la hipertrofia de la crítica insoslayable (al menos, en lo que al psicoanálisis compete) del concepto de necesidad, termina ignorando la dimensión pulsional de la necesidad misma y su enorme importancia en el conflicto psíquico. Los conflictos sociales no son un elemento que se puede introducir o no en el conflicto psíquico sino que los diversos matices del conflicto social son parte de la propia estructura psíquica. Ideología y subjetividad se tejen como parte activa de una lucha de clases, donde las clases, lejos de visiones maniqueas, son atravesadas por profundas contradicciones internas. Consideramos parte de esa lucha destacar la legitimidad del rescate de ciertos aspectos de la idea de progreso.
Y decimos producto ideológico, pues responde a aquello que en la Babel de definiciones proponemos como un modo de interrogar lo ideológico. En efecto, basta apelar al libro de Terry Egleaton: La ideología, para toparse de entrada con 16 modos distintos de entender el concepto de Ideología: desde el clásico en los ideólogos franceses, a saber, ciencia de las ideas, según lo acuñara Destutt de Tracy, hasta una forma de unión de lenguaje performativo y poder, pasando por la clásica visión marxiana de falsa conciencia, con todos los matices que la han atravesado, sobre todo en el pensamiento de Althusser. Pero en los acotados límites de este artículo proponemos abordar lo ideológico como operación inconsciente que haciendo universal alguna parte no arbitraria, oculta los contextos generales en los que se produce tal o cual operación teórica. Lo ideológico supone que una verdad parcial es puesta fuera de contexto y transformada en totalidad instituyente. En este punto se diferencia de la ciencia que por el contrario jerarquiza el contexto como condición de eficacia en su trabajo sobre una parte, lo que luego permitirá un salto hacia lo universal, pero sólo para el contexto (universo) en que dicho trabajo se ha realizado. Si para la ciencia rige la lógica del contexto como condición de cualquier operación de investigación, la ideología borra los contextos y hace de alguna parte del todo un universal dogmático. Así, la eliminación del contexto económico conflictivo que el modo de producción capitalista implica va acompañado por la elección de algún aspecto, usualmente psicológico, que es tomado como motor universal de explicación, siempre en función de alguna concepción sobre el poder. Así también, el modo en lo teórico en el que el estalinismo vació el marxismo consistió en su ideologización a través de la universalización de lo económico abstracto, previo borramiento de los contextos de análisis en que la reflexión acerca de las condiciones económicas se hace imprescindible. Por su parte, el modo en que Castoriadis produce una operación ideológica ejemplar en la cita anterior, consiste en la descontextualización del análisis de Marx en El Capital, la utilización de algunos datos (entonces más o menos ciertos en el interior del capitalismo avanzado) y su universalización al erigir dichos datos parciales como prueba universal del sistema todo. No importan en este caso los datos, favorables o desfavorables según el momento, sino la lógica del proceso de pensamiento.
Todos los procesos ideológicos, aventuramos a pensar, cumplen con esta lógica. En este sentido no son medibles con lógica científica sino pensables como articuladores necesarios que cumplen otras funciones en la vida social que la de producir verdades. Que antes lo hayamos definido como dogmático no implica contradicción desde que pensamos lo dogmático como un momento inevitable y necesario en toda estructura: social o subjetiva. Estas siempre funcionan en el marco de cierres y aperturas. No hay apertura posible que no cabalgue sobre un cierre. Cierres imaginarios, ilusorios, hasta engañosos, pero imprescindibles para la vida. En todo caso, ilusión estructural; lo que no autoriza a legitimar el engaño como destino de la estructura.
En este sentido, la antinomia valorativa que siempre acompañó al término (por un lado positiva: ciencia de las ideas en de Tracy, ideología proletaria en Lenin; o negativa: charlatanería según Napoleón cuando los ideólogos lo cuestionaron, falsa conciencia, en el Marx de La ideología alemana) es inherente al uso más o menos ideológico del propio término.
La crítica parcial de los sueños ideológicos de la noción de progreso que el irracionalismo alemán ha precisado no permite una universalización (a saber: condenemos cualquier propuesta de progreso) que se ha basado en la perdida de contexto (el progreso no es una ley natural o social, sino un deseo, una meta históricamente producida, que permitió a los hombres salir de la coagulación metafísica medieval, y que vale la pena mantener como motor en una sociedad que tiende a aniquilar el deseo). La recuperación de una lógica del contexto que ubique la idea de progreso en el marco de la lucha contra el poder inquisitorial de la subordinación a un más allá esencial, permite poner en su justo término un concepto que hoy tiene un enorme valor movilizador: todos los hombres tienen derecho a “progresar”, a también gozar de necesidades satisfechas, a poder pensar en futuro. Si no, cuando las mayorías agonizan y los filósofos cavilan que no hay progreso, un grupo ultrareducido acapara para sí varios siglos de conquistas, y una ideología de la muerte nos resigna al calvario o al cinismo.

Oscar Sotolano
Psicoanalista y escritor
sotolano [at] fibertel.com.ar

 

 

Notas
1.  C.Castoriadis. La institución imaginaria de la sociedad. Vol. 1. Págs. 28 y 55. Tusquets ed.

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Articulo publicado en
Abril / 2003

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