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Huellas del miedo y la “servidumbre voluntaria”

 

Una pregunta ha acompañado siempre la explotación y humillación humanas: ¿cómo es que quienes la padecen pueden tolerarla -incluso buscarla- sin rebelarse, siendo inmensa mayoría? La acción coactiva de la represión y la violencia que podría explicarla no parece estar siempre presente.

Hacia 1548, Étienne de la Boétie, un joven escritor y magistrado francés, escribió su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, o Contra el Uno. Se trata de un flamígero y erudito texto en defensa de la libertad como bien natural supremo. Su contexto: el clima de la monarquía absoluta que desde Luis XI va perfilando las luchas entre el soberano (el Uno) y las noblezas feudales en Francia. Sus argumentos responden a su época.

Para el sentido común en que se encarna la ideología del capitalismo, la libertad del pueblo,… se basa en su secreta y sutil esclavitud en relación con el capital

Una cita resume su preocupación y su perplejidad:
“Apenas puede creerse la facilidad con que el vasallo olvida el don de la libertad, su apatía a recobrarla y la naturalidad con que se sujeta a la esclavitud; se diría que no ha perdido su libertad sino ganado su esclavitud.”

Problema que Hegel abordará, aunque de modo indirecto, en su Fenomenología del espíritu al reflexionar sobre la relación amo-esclavo, aunque en el campo de la autoconciencia.

La pregunta insiste hoy cuando se afirma con imprecisión “que los pueblos votan contra sí mismos”. Aserto decimos impreciso desde el momento que puede afirmarlo cualquiera vencido en una elección, adjudicándose así un saber pleno sobre lo que el pueblo es y sobre lo que resulta mejor para él. Hasta Macri lo dijo al ser derrotado por el Frente de Todos. El problema es que el pueblo (al igual que el psiquismo) no es una categoría homogénea y, en su heterogeneidad, si bien puede parecer que vota contra intereses que le son propios, al mismo tiempo lo hace priorizando aspectos que también lo son (a veces económicos, a veces morales, a veces culturales, a veces estrictamente emocionales, en singular disputa). Según los que priorice, creerá hacer tal o cual elección que, sabemos, poco tiene de libre, a cuenta de los múltiples factores preconscientes e inconscientes que sobre nuestra libertad de elegir inciden. Hecha esta aclaración, la pregunta de La Boétie persiste.

Para el sentido común en que se encarna la ideología del capitalismo, la libertad del pueblo, que en verdad se basa en su secreta y sutil esclavitud en relación con el capital, es un valor proclamado sin descanso invocando siempre derechos civiles que mal se cumplen, y casi nunca los derechos sociales, que se suelen ignorar o desconocer (a veces de modo explícito, como es el caso de EE.UU.). Pero lo constatable es que en términos de la supervivencia básica, la libertad individual (restringida) del pueblo, primariamente, se centra en vender su fuerza de trabajo (física o intelectual) en un mercado laboral que lo declara libre de exhibirla allí; libre de venderla, pero completamente esclavo a las condiciones que el capital (el empleador en sus variadas formas) impone. Por lo general, (y esto es cada día más feroz en tanto la desocupación estructural se expande y la flexibilización laboral se acentúa) ningún trabajador puede decidir en libertad plena porque su autoconservación depende de su sumisión a la oferta del empleador (esa tensión tratan de resolver en parte -aunque ni en las mejores situaciones de modo pleno a favor del trabajador1- las reuniones paritarias, allí donde existen). El trabajador sabe que de no aceptar las condiciones, su sustento y por ende su vida y la de su familia peligran; el miedo se apodera de él al momento de tomar la decisión de aceptar el salario o las condiciones de trabajo que el empresario con poder asimétrico ofrece (y que, a través de ese sutil e implícito chantaje sobre la vida del trabajador, impone). El miedo se hace presente al momento mismo de decidir. No se necesita para generarlo recurrir a la amenaza o a la acción física directa sobre los cuerpos, basta la afectación de las almas. Un miedo similar domina al pequeño empresario cuando en las actuales épocas de trabajo tercerizado de variadas formas, debe decidir si acepta las condiciones que el gran empresario a quien provee, le impone (por ex.) o el banco le exige. Su fantasía de empresario trabajador autónomo, de self made man, de autoemprendedor, no está exenta de ese miedo intersticial que se sostiene en la ilusión de que trabaja a su riesgo y por ello es libre en él. Cuando le va bien se siente un triunfador, cuando le va mal, un perdedor. No alcanza a visibilizar la sujeción de la que es partícipe. El miedo se hace parte de su vida y, en momentos de crisis, deviene permanente. En ciertas circunstancias, ese miedo puede emerger bajo el formato del odio, en escenarios variopintos,2 cuando no bajo una resignación naturalizante: “Así son las cosas… ¿qué vamos a hacer?”, se dice.

Bajo el capitalismo es el trabajo el que deviene virtud y todo el mundo proclama con énfasis cuánto trabaja

Desde siempre el trabajo del esclavo es alienado. No se apropia de lo que produce, ni de su propio cuerpo; ambos son propiedad del amo. El miedo lo somete. No el miedo, no la angustia hegeliana en donde el filósofo alemán creyó ver la paradójica autoconciencia liberadora del esclavo, sino su dolorosa experiencia de sumisión. Pero en sociedades donde la esclavitud se ha prohibido (al menos formalmente), la nueva esclavitud la imponen las condiciones de la relación entre productores y dueños mayores de los medios de producción que alardean sobre lo mucho que trabajan en administrar el trabajo de los otros. Como el capitalismo hizo del trabajo virtud, todo el mundo se jacta de trabajar (llamar “vago” a un desocupado, deviene así un  agravio usual). Esto muy lejos de la visión heredera de tradiciones que hunden sus raíces en la antigüedad y que durante milenios vio el trabajo como un vicio que debía quedar para los esclavos y, en el Medioevo, para los siervos. Es que el ocio fue por miles de años una virtud exclusiva de las clases privilegiadas. Sin embargo, bajo el capitalismo es el trabajo el que deviene virtud y todo el mundo proclama con énfasis cuánto trabaja, incluso cuando sólo arriesga su capital (generalmente con menor riesgo cuanto mayor sea éste). Esfuerzo cierto pero que oculta que ese trabajo del que se jactan consiste en administrar el verdadero trabajo productivo que hacen otros: el de obreros industriales, empleados de servicios, trabajadores agrarios, trabajadores intelectuales, trabajadores uberizados e, incluso, de esos empleados tercerizados que de hecho son (también) los pequeños empresarios a través de los cuales el capital más concentrado ha sabido disminuir costos y riesgos, promoviendo un sector social propenso a creer que es libre porque sus empresas son propias, por exiguos que sus ingresos sean. Sostener esa ilusión genera en ese sector un clima constante de tensión donde el miedo a perderlo todo vive agazapado entre las comodidades relativas que hayan podido acumular (habrá veces que hasta los más poderosos capitalistas son atrapados por ese temor que la lógica del capital dinamiza). Por ello, nunca ha sido tan evidente el lugar prioritario del trabajo de los trabajadores como al momento de la pandemia que asuela el mundo. Ninguna gran empresa puede funcionar con el trabajo estricto de un dueño haciendo tele-administración del trabajo desde su casa. Los obreros deben salir a ganarse el pan para que la riqueza de las naciones se produzca. Por eso la urgencia de los sectores ligados al capital más concentrado para que la producción se active, se combinan con el fomento del miedo perentorio del trabajador asalariado o cuentapropista de quedarse sin ningún recurso. Para aquéllos, se trata de seguir ganando, para los trabajadores de seguir subsistiendo (y arriesgando su vida -si mueren habrá otro que tome su trabajo, demanda sobra-). El lógico temor al hambre es invocado para que los cuerpos sustituibles de los trabajadores arriesguen su vida para empresarios que sin los trabajadores nada pueden producir. Lo inverso, por lo contrario, se ha comprobado muchas veces cierto: las fábricas recuperadas pudieron existir sin sus patrones, mientras que los patrones nunca existen sin los obreros. Fue ese paradójico poder del esclavo (aunque en el campo de la construcción de autoconciencia) el que captó Hegel. Marx luego hizo suya esa relación sacándola del campo “espiritual” de la conciencia para adentrarse en los modos que las relaciones de producción establecen. Ambos hallan el miedo o la angustia como emociones centrales que habitan en el esclavo, aunque el sentido de ese miedo, de esa angustia, pueda ser por completo diferente.

Toda amenaza social ancla su profundidad subjetiva en fantasmas singulares según cada cual

Los psicoanalistas trabajamos con ambas. Pero el miedo que reina en la vida cotidiana de las fábricas y empresas no se resuelve interpretando la realidad discursivo-emocional como en los conflictos de fuente pulsional sino transformando las condiciones de vida y los modos también discursivo-emocionales de apropiarse psíquicamente de esa vida.

Y allí vuelve De La Boétie y su observación sobre los hombres que no parecen amar la libertad, sino por el contrario amar la esclavitud. Algo mucho más fuerte que temerla, como postulara Erich Fromm hace 50 años.

El joven escritor francés incursiona, aunque con recursos hoy rudimentarios, en un desarrollo en el que podremos reconocer cuatro siglos más tarde los estudios sobre la microfísica del poder de Foucault. Se adentra en los diferentes modos de relación con el soberano, desde la complicidad de quienes se benefician con las migajas del poder hasta la sumisión que ancla en los modos en que la subjetividad es capturada en un sentido común social que se pretende hacer natural bajo la forma de la costumbre. Hoy el capitalismo no está en cuestión entre los habitantes de la tierra, parece tan natural como la salida del sol por el este; a lo sumo se piensa en mejorarlo.

Un sector de los “siervos voluntarios” forma parte de la administración del propio capital -tanto en formatos jurídicos, educativos, informativos, culturales, represivos; como en las formas concretas en que la práctica productiva compromete los cuerpos y las almas-, y gozando de los dulces frutos del poder, lejos están de sentir su servidumbre. Pero la masa fundamental la componen quienes son expoliados día a día. Ese sector mayoritario termina siendo dominado por ese chantaje al que hemos hecho mención pero que ancla en una característica central del humano: su desprotección estructural. El infans se desarrolla en un mundo externo e interno lleno de peligros; frente a los externos apela a acciones específicas que se sostienen en el conflictivo soporte amoroso del otro significativo protector, frente a los internos a defensas mentales que también anclan en esos soportes. Los peligros externos y los internos (pulsionales) siempre se solapan. El miedo estructural ante peligros que, cuando no son reconocidos y se ligan de alguna manera, dejan al psiquismo en manos de la  angustia, es propagado desde los poderes reales que dominan de múltiples maneras. Toda amenaza social ancla su profundidad subjetiva en fantasmas singulares según cada cual. Hoy las neurociencias pretenden acceder por vía de estudios algorítmicos a las expresiones conductuales de esos fantasmas singulares creando conjuntos sobre los que incidir. El Banco Mundial en su informe de 2015 “Mente, sociedad y conducta” despliega el modo en que se lo estudia para hacer de las poblaciones de todos los confines del mundo sujetos predispuestos al endeudamiento, lógica necesidad de la dictadura financiera. Para ello la microfísica algorítmica cobra cada día más peso; de igual modo que en la cotidianeidad “democrática” de la vida social, detectando y promoviendo miedos y deseos variados.

La naturalización de la esclavitud es la última fase de un proceso que se inicia en la represión del miedo, no sólo en el miedo a la represión

Te estamos mirando es la frase que nos acompaña cada día de modo más definitivo. Una amenaza brumosa nos sumerge en miedos de contornos inciertos. Nos convencen que debemos reclamar que esos ojos nos miren (incluso con razones sanitarias legítimas). Ante esos ojos que miran, el miedo, a veces, queda oculto; en ocasiones, el temor a nuestra exposición impúdica se transforma en maníaca pasión exhibicionista. “Temo que me quieras ver. ¿Querés ver lo que no quiero mostrar?, entonces, ¡Tomá, te muestro! ¡Qué bueno mostrar!”, parece ser la forma en que la tensión se resuelve en las redes sociales en una deriva de resignificaciones. Primero reprimo el miedo a que el propio pudor sea afrentado; luego el pudor mismo; de allí, se exhibe aquello que se temía mostrar y, por último, se finaliza justificando o hasta exaltando la exhibición impuesta. Con el miedo y el pudor reprimidos,3 queda la pasión de mostrar, racionalizada como nuevo lazo social de los cuerpos. En su extremo, el mostrar deviene desafiantemente goce, sin los resguardos, sin las mediaciones que definen el deseo y el amor. El cuerpo como objeto parcial rumbea hacia lo pornográfico, el amor desfallece mientras los cuerpos devienen objeto de eventuales chantajes y amenazas. A veces, en ciertas experiencias de cyberbullying, el miedo que se reprimió tras exhibicionismos naturalizados retorna desde la amenaza del chantaje.

En todo tipo de situaciones, las amenazas brumosas hacen aparecer el miedo bajo la forma indiciaria de la huella. No siempre es explícito. Aparece en los lugares más inesperados: reacciones de ira a primera vista desmedidas, abulias autoprotectoras, retracciones o regresiones, y (retomo a La Boétie) servidumbre voluntaria. Los desprotegidos y humillados temen perder los pequeños elementos de seguridad imaginaria o real que sus amos puedan brindarle. Lo que en la sociología se suele llamar “tendencias aspiracionales de las clases bajas”, y que se suele atribuir a un deseo de ser como las clases privilegiadas, puede ser pensado como identificación con el agresor, siempre que agreguemos que es un agresor que paradójicamente sienten que los cuida del temor que genera su desprotección de clase, eso en ese lugar imaginario en el que se constituyen al sentirse siendo como aquellos que “han ‘sabido’ ser ricos”. Que pueda haber sido a costa de ellos es un dato que la mente ignora. Imaginan que siendo como sus amos tendrán la seguridad que les atribuyen. Su identificación imaginaria con los ideales del amo-patrón-empleador-cliente poderoso si bien los ubican en una clase a la que no pertenecen, también, por esa vía, los hace sentir más guarecidos ante el miedo constante que su estructural desprotección de clase les provoca. No basta hablar de sus deseos de ser como el otro; es importante no desatender la protección imaginaria ante el desamparo (tanto de clase como subjetivo) que los sume en el temor permanente. Por ello, insistirles sobre su condición de trabajadores, incluso a los que lo son de modo confeso, suele disgustarlos, pues los lanza al miedo y la angustia que su propia clase porta en su desamparo cotidiano histórico. El enunciado “Los proletarios no quieren reconocerse proletarios, quieren ser burgueses”, más allá de cierto cinismo que encontramos en muchos de quienes lo enuncian, da cuenta de la verdad del desamparo en que las clases más o menos explotadas o desprotegidas existen, con ese miedo tan insidioso como eterno acompañante que los lleva a ampararse en esa identificación imaginaria con quienes los explotan. Aman la esclavitud diría el escritor francés. Tal vez, sería mejor decir que hacen propia esa esclavitud reprimiendo su condición de “esclavos” bajo el formato de su naturalización, identificándose imaginariamente con el amo en tanto protección precaria, pero eficaz para su mente, aunque usualmente no para su vida. Ese lugar mental les brinda más seguridad que el vacío de un porvenir tan incierto como el que cualquier perspectiva transformadora implica. Por eso si la distancia entre el proyecto liberador y la experiencia social de los explotados es muy grande, por teóricamente sólido que pueda ser ese proyecto, los trabajadores lo viven como ajeno y terminan sintiéndose mejor amparados, siquiera imaginariamente, en quien los desampara, y el proyecto teóricamente sólido deviene en la práctica débil.

Miedo es un término que exige muchas consideraciones, el miedo como huella, aún más. En primer lugar porque el miedo aloja huellas que una vez constituido como miedo se transformarán ellas mismas en nuevos miedos que inscriben nuevas huellas. Por ese motivo, el modo insidioso en que participa de esa servidumbre voluntaria sólo se observa en indicios. No es la marca clara del pie de un monstruo claramente reconocible por su trazo, sino la marca de un pie que no se sabe a qué monstruo pertenece. Seguir su huella es siempre un proceso que exige trabajo psíquico. Por ello, decir que el miedo está en el fondo de la servidumbre voluntaria es decir algo, pero también decir poco. El asunto es el camino, las huellas en que el miedo se va manifestando. Cuando un terrateniente sale a reclamar contra una expropiación es fácil reconocer su miedo a perder sus privilegios (pertenece a los amos); si un pequeño propietario de algunas hectáreas, acreedor de la empresa endeudada también lo hace, puede ser fácil reconocer su identificación con los otros “propietarios” aunque diste un abismo entre las riquezas de unos y de otros; pero cuando el que sale es un jornalero que es explotado por la empresa expropiada, mucho más difícil resulta reconocer a qué puede tener miedo, a perder qué; y allí el seguimiento de las huellas deviene central. Podemos deducir que un miedo está en su fondo, pero precisarlo debería ser una tarea del que la política no se puede desentender descalificándolo como un simple sirviente de sus patrones o atribuyéndoselo simplemente a la amenaza explícita. En ese vasto campo de la servidumbre voluntaria habitan personajes variopintos, pero en sus identificaciones con los valores del amo habitan sordamente miedos o angustias ancestrales.

Desde esta perspectiva, la servidumbre voluntaria, entonces, no es sólo el producto de costumbres arraigadas como las que se expresan en modos del decir, como cuando los herederos de culturas incaicas, mayas o aztecas de las zonas cordilleranas de nuestro continente responden “Mande” a nuestra pregunta; o como cuando el uso del “Jefe” con que nos suele responder algún desconocido en tratos coloquiales, instituye un respeto asimétrico a través de ese modismo que contiene la jerarquía laboral o militar del mando. En la expresión está la costumbre instituida a la que La Boétie se refiere para dar cuenta de la servidumbre voluntaria, pero en sus pliegues están agazapados los miedos y los terrores instalados en siglos de conquistas físicas y simbólicas genocidas, y tiempos igualmente extensos de autoritarismos patronales de similar carácter. Huellas de miedos históricos, transgeneracionales, circulan silenciosos en las entrañas de la mente. Entonces, la naturalización de la esclavitud es la última fase de un proceso que se inicia en la represión del miedo, no sólo en el miedo a la represión.

 

Notas

1. Tal vez deberíamos usar la “x” (podría ser la “e”) en la palabra trabajador, que a partir de los paradigmas de género sustituyen el genérico gramátical. Nuestra incomodidad ante los problemas de escritura que genera nos lleva a mantener a lo largo del texto su forma consagrada (aunque pudiera ser políticamente discutible) a condición de hacer explícito que cuando decimos trabajador, dueño u otros sustantivos, hablamos de una categoría social que incluye cualquier posición de género.
2. Sotolano, O., “Odio y ¿clases medias?”, en Clases Medias Modelo para armar. Dos. Comp. M. Arredondo y A. Borón, Luxemburgo, De próxima aparición.
3. Acerca de los problemas que genera afirmar que un afecto se reprime, ver O. Sotolano, “Hacia una recuperación de la problemática del afecto”, en Bitácora de un psicoanalista; ed. Topía, 2005; Bs. As.

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Articulo publicado en
Agosto / 2020