“Una vez como tragedia, otra como farsa”. La obviedad de esa referencia que todos hemos usado hasta el hartazgo, y que -como hubiera dicho mi abuela- sirve para un barrido como para un fregado, no la hace sin embargo menos pertinente en tanto metáfora de las oscilaciones del así llamado pensamiento crítico en el último, digamos, siglo y medio. Procuraré volver sobre el asunto. Permítaseme por ahora anticipar que, en nuestra época, estamos decididamente del lado de la farsa. Muy premonitoriamente, un rock nacional de los años 70 preguntaba: ¿Y dónde están ahora los filósofos críticos? La respuesta era ciertamente desencantada: Vendiendo sus palabras a intereses políticos. La frase, hay que anotarlo, dice intereses, no ideales. Trasladada a nuestra actualidad, sigue siendo una generalización, pero no demasiado abusiva. No se trata de los individuos, siempre existentes en alguna parte, sino de un estado de cultura, que en las últimas décadas ha degradado la potencia del pensamiento -y la escritura- insubordinado. Las múltiples y complejas maneras por las cuales el “sistema” ha conseguido eso serían imposibles siquiera de enumerar aquí: desde la disolución de la distancia crítica entre “las palabras y las cosas” vía la superficialidad de las imágenes virtuales, hasta el sometimiento de muchos intelectuales a las dispersiones blandengues del pensamiento débil (una contradicción en los términos: el pensamiento, o es fuerte, o es nada), pasando por la renuncia a por lo menos imaginar un horizonte de transformación radical, “revolucionaria”, de la realidad, la mediocridad elevada a ideal virtuoso justifica la repetición de aquella pregunta rockera: ¿dónde están, en efecto, los Sartre, los Benjamin, los Adorno, los Marcuse, incluso los Foucault?
Muy premonitoriamente, un rock nacional de los años 70 preguntaba: ¿Y dónde están ahora los filósofos críticos? La respuesta era ciertamente desencantada: Vendiendo sus palabras a intereses políticos