ADVERTENCIA: Lo que van a leer a continuación no es un relato convencional: es un intento de transmisión de un día cualquiera de trabajo en un hospital público de la Ciudad de Buenos Aires, sito entre Barracas y Constitución. Transcurre sin comas ni respiros y en tiempo real, lo cual puede generar mareos, náuseas, taquicardia y posibles huidas. Pero, ojalá quieran quedarse hasta el final porque, aunque no lo crean, hay recompensa.
No atropellada, no de un cáncer, ni siquiera por las venas taponadas de colesterol: voy a morir de institución, aplastada de demandas
Una de las ceremonias más bellas del mundo ocurre en Japón. Es el Hanami, una festividad que tiene lugar durante la primavera, cuando los cerezos han florecido. Las personas se juntan para reflexionar sobre la naturaleza efímera de la vida y la mortalidad, debido a que la vida útil de las flores de cerezos es corta. Lo efímero puede ser a la vez que conmovedor, inquietante. ¿Por qué algo tan hermoso tiene que ser tan breve? Desde hace algunos años me pregunto cuántas flores de cerezo vemos caer, frágiles y tersas sobre el áspero empedrado de la crueldad. Y cuántas veces asistimos de nuevo a su caída, como en un círculo que calcula con exactitud esas pequeñas muertes que zanjan por poco la vida. Este escrito es sobre ellas y la posibilidad de que la primavera perdure.
En la madeja de crueldad en la que llegan estas jóvenes, la internación es un acto de cuidado e inaugura el espacio de alteridad a la escena suicida.
“Invierno, 1990. Llegué a un lugar viejo, techos altos, pisos de cerámica y atravesé esas escaleras que me llevaban no sé adónde. Me dijeron que me contactara con la Lic. X para formar parte de algún equipo. La Lic. X me explicó cómo funcionaba esa área del hospital, fría y precaria. Yo tenía 25 años y ese fue mi primer día en el Servicio de Salud Mental.”
La que escribe desde la voz ronca y cansada es Lucre, psicóloga del equipo de escolares y uno de los últimos bastiones de la memoria institucional. Le faltan dos años, tres meses y cuatro días para jubilarse, pero el día de entrada al hospital le quedó como una marca, oscura y fundante. Un hito en su vida que espera cerrar pronto. HARTA, es la palabra que suele usar cada vez que le pregunto cómo está. Harta de todo esto, espero no morirme antes.
Situemos coordenadas: hospital público pediátrico de CABA. El nombre real poco importa. Formas de nominación coloquiales de pasillo: “picadora de carne” o “exprimidora”
A los que durante la cuarentena estricta se volvieron expertos en panes de masa madre, bordado japonés sashiko, hicieron crecer una huerta en el balcón de medio metro y se reencontraron con su yo interior y además, lo publicaron en las redes para no angustiarse de que el mundo los había olvidado porque ya que no podían mostrar fotos de sus viajes, les digo: sigan así. Aprovechen ahora que todavía tienen un par de psi más o menos cuerdos que pueden intervenirles con alguna cosilla y fomentarles la productividad.
Pido atención un momento mi amigue, haga un alto en su faena
necesito la oreja güena que me escuche los pesares,
que nada tienen que ver con el alcohol y los barbijos,
sino con las ganas de cuchillo que le tengo al canalla
que nos ha mandado al destierro infinito.
Estamos en cuarentena, que no son cuarenta días sino varios ciclos de quince días que se hicieron más de cien. A guardarse, dijo Alberto. Menos los de la salud pública, claro. Te precarizan durante años para luego morir a manos de un virus chino. O sea que morís doblemente precarizado. Si al menos fuera un dragón, pero encima es un murciélago salido de una sopa. Personalmente hubiera preferido una invasión alienígena o zombie, pero toca esto, sin katana y sin vacuna. La única protección para el enemigo es una máscara de acetato y el barbijo quirúrgico que te re protege, gordo. ¿Qué cómo la estamos pasando en el hospital? ¡Fantástico mamá, no te preocupes! Quizás llego para cenar. Todo depende. Por ahí te llamo aislada desde la pieza de un hotel o, si me da el oxígeno, desde la terapia del Rivadavia.
¿Tenés un hijo o dos o tres y no hay con quien dejarlos? Que te los cuide Lola. Yo estoy al horno: tener hijos no califica como riesgo
La interconsulta en salud mental es como entrar a Parque Chas: una se mete, confiada en que ese laberinto de calles es más un mito que realidad. Hasta que al doblar la esquina, la realidad te confronta con que no tenés la más reputísima idea de cómo salir. Por suerte siempre hay algún vecino dispuesto a guiarte a la salida (dicen que los habitantes de Parque Chas son muy cordiales con el extranjero y les encanta sacarlos cuanto antes del barrio). Y una vez fuera, una se va con la experiencia de haber pasado por ese mito-realidad urbano.
Se jubila la de interconsulta. Hablá con Sonsoles. Es ahora o nunca, una brecha de espacio tiempo que no va a volver a repetirse. No quiere meter a nadie más en ese equipo, andá y peleale el cargo.
La que envía el mensaje es Leia, mi amiga de Consultorios Externos. La única capaz de leer la Matrix hospitalaria: si ella lo dice, es información verdadera. No habrá más oportunidades como esta para salir de la guardia. El único problema es que esa salida es Sonsoles, una especie de madre de los demonios que despide azufre en la mirada.
Meses de debate interno y sufrimiento emocional llevaron a decidirme: me voy con todos los costos y peros del mundo. Así que no hay otra que enfrentar a Daemonia. Me meto un crucifijo en el bolsillo de la chaqueta, una foto del papa Francisco en el otro y un par de ajos por si todo lo demás falla.
Si no son seguidores de la serie Black Mirror, probablemente no entiendan el porqué del título. Lo spoileo brevemente: Bandersnatch es un capítulo laaaargo de la serie, una versión televisiva de “Elige tu propia aventura”: en vez de ir a la página tanto, tenés que seleccionar con el control de la tele opción A u opción B. De eso depende que el personaje se salve o se hunda.
Debo confesarlo: hace cerca de dos años que no voy al pase del miércoles para el jueves. No llego y además no me interesa. ¿Debería? La ley dice que sí. Mi cuerpo y mi cabeza, que tratan de mantener la cordura, dicen que no. Y al fin y al cabo lo que necesite saber está en el libro de guardia.
El pase demente se hace en la dirección. Algunos de mis compas sostienen que fue un lugar ganado. Yo digo que se gana lo que además puede generar una transformación. Acá, la única metamorfosis brillante sería la de Vizzolini mutando a Wolverine. Pero eso no va a suceder.
Soy Lauratustra y vengo a decir la verdad que nadie quiere escuchar: el tiempo y la historia son cíclicas y todo se recreará exactamente de la misma manera. Sin importar lo que haga, luche o patalee, despertaré y veré a Vizzolini, mandándose una y otra vez las mismas cagadas, un mito del eterno retorno, un karma sin salida. ¿Dónde está Dios cuando más lo necesitamos? Dios ha muerto, en un box de observación. (De “Así padeció Lauratustra”, escrito de una psicóloga anónima de guardia, siglo XXI)
El siguiente texto es una experiencia- ficción a partir de las sucesivas lecturas del libro de Alejandro Vainer. Cualquier parecido con la realidad es interpretable y pasible de ser tomada.
Leído en el XI Congreso de Salud Mental, Bs. As., 31 de agosto de 2017.
Nathaniel Hawthorne, ese maravilloso escritor norteamericano del siglo XIX que nos dejó como legado La letra escarlata y Wakefield, lamentaba haber nacido en EEUU porque era una nación joven, sin tradición gótica de castillos y fantasmas errantes con cadenas. El pobre de Hawthorne rabiaba a morir porque nada en el nuevo continente le daba pie para pensar cuentos de terror, miedo o gore: en América, lo más terrorífico que tenían eran los indios malos que quitaban cabelleras con sus navajas. Países como la gente eran claramente Inglaterra o Alemania, con una vasta producción de vampiros, frankensteins y fantasmas a lo pavote.
Si Hawthorne viviera en estos días, podría dar cuenta de que en su país ya existen monstruos capaces de generar las historias más espeluznantes. Y si, por una de esas casualidades, el tipo nos observara como su personaje Wakefield, vería que en el cono sur, nosotros, los americanos argentos también tenemos fantasmas que abren picaportes y generan más de un chucho.
Las ratas tomaron el hospital. Un hecho que se condice con la clásica y triste verdad de Doña Rosa: “y qué querés, es el hospital público”.
Es sabido que estas criaturas de Dios habitan, junto con las cucas y los alacranes, toda clase de hueco y resquicio, incluso, si una busca bien a fondo en las instalaciones, seguramente, se cruce con algún ex niño expósito que sigue viviendo desde la época en que el hospital era hogar de huérfanos. No somos el arca perdida de casualidad.
La primera vez que pisé la guardia no me esperaban a mí. En realidad a nadie de Salud Mental, a pesar de que los médicos estaban alertados de que se formarían los equipos psi. Psiquiatra o trabajador social tienen más sentido dentro de la división del trabajo médico, pero ¿un psicólogo en urgencias? Cualquiera puede cumplir esa función innecesaria de dar una palmadita para calmar al angustiado y despacharlo luego. “Lo que yo necesito es un traumatólogo”, me dijo la entonces Jefa de guardia. Pedido más que razonable si se tiene en cuenta que los niños se rompen algún hueso o la crisma con regularidad. Pero lo que yo quería explicarle a la Camarada en Jefa era que durante veinticinco años los “psi” habíamos sido la nada misma, el grueso proletariado olvidado de la salud y ahora, reivindicados nuestros derechos, yo tenía mucho para dar a la causa; que yo creía fervientemente en la salud pública y en la ayuda al compañero necesitado del conurbano bonaerense.
- Che, -me tira Cristina- hay un pibito que no sabés cómo llora... Hay que internarlo y no quiere, le está pegando a la madre... está acá en la salida de las ambulancias.
- Y sí, yo tampoco quisiera internarme- le digo y salgo a enfrentar mi destino.
“El ojo de la aguja, la punta de mi lengua, es igual, es igual. En el comienzo fue un big-bang y fue caliente, revolver, revolver...”. Mientras iba entrando a la guardia, el bello Cerati me cantaba una profecía en el auricular. Pero yo no la escuché. Porque sabía que Vizzolini estaba de vacaciones. Sí, la vida era dulce. Hasta que vino Lázaro y su parafimosis.
Entre caníbales...tomate el tiempo para desmenuzarme
Déjenme decirles algo sobre los cirujanos. Son horribles. Es más: se empeñan en serlo y su fama se reinterpreta por gente que lanza máximas del estilo: “Yo defiendo a los cirujanos, porque hay que poder agarrar un bisturí y cortar a una persona. Por eso yo me dediqué a otra rama. Dicen por ahí, que ser cirujano es una sublimación del carnicero”.
Luego de siete años de vivir esta guardia infame llegué a la siguiente conclusión: entre yo y el perro de Pavlov no hay ninguna diferencia. Salivo cuando dan pollo en el comedor y frente a una siesta sin pacientes en una tarde de 32 grados centígrados. Y que lo escriba a conciencia, no cambia en nada. Porque el acto reflejo ya funciona. Pollo/Siesta= Saliva.
Cuando condenaron a Monzón por hacer volar a su mujer por el aire, después de darle una tunda de aquellas, la admiración se mezcló con la pena. Pobre Carlitos, el héroe del ring. Pobre, es que de tantos golpes quedó así, medio fallado y por eso es violento. Las justificaciones se suceden una tras otra, en un intento de “entender”.
Carla Delladonna (compiladora), Rocío Uceda (compiladora), Paulina Bais, María Sol Berti, Susana Di Pato, Marta Fernández Boccardo, Romina Gangemi, Maiara García Dalurzo, Bárbara Mariscotti, Agustín Micheletti, María Laura Peretti, Malena Robledo, Georgina Ruso Sierra