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“¿Y dónde están ahora…?” (De las aporías del “pensamiento crítico”)

 

“Criticar”, se dice fácil. Pero hay que poder hacerlo…
L. F. Céline

1.

“Una vez como tragedia, otra como farsa”. La obviedad de esa referencia que todos hemos usado hasta el hartazgo, y que -como hubiera dicho mi abuela- sirve para un barrido como para un fregado, no la hace sin embargo menos pertinente en tanto metáfora de las oscilaciones del así llamado pensamiento crítico en el último, digamos, siglo y medio. Procuraré volver sobre el asunto. Permítaseme por ahora anticipar que, en nuestra época, estamos decididamente del lado de la farsa. Muy premonitoriamente, un rock nacional de los años 70 preguntaba: ¿Y dónde están ahora los filósofos críticos? La respuesta era ciertamente desencantada: Vendiendo sus palabras a intereses políticos. La frase, hay que anotarlo, dice intereses, no ideales. Trasladada a nuestra actualidad, sigue siendo una generalización, pero no demasiado abusiva. No se trata de los individuos, siempre existentes en alguna parte, sino de un estado de cultura, que en las últimas décadas ha degradado la potencia del pensamiento -y la escritura- insubordinado. Las múltiples y complejas maneras por las cuales el “sistema” ha conseguido eso serían imposibles siquiera de enumerar aquí: desde la disolución de la distancia crítica entre “las palabras y las cosas” vía la superficialidad de las imágenes virtuales, hasta el sometimiento de muchos intelectuales a las dispersiones blandengues del pensamiento débil (una contradicción en los términos: el pensamiento, o es fuerte, o es nada), pasando por la renuncia a por lo menos imaginar un horizonte de transformación radical, “revolucionaria”, de la realidad, la mediocridad elevada a ideal virtuoso justifica la repetición de aquella pregunta rockera: ¿dónde están, en efecto, los Sartre, los Benjamin, los Adorno, los Marcuse, incluso los Foucault?

Es fácil calificar la pregunta, desdeñosamente, de “nostálgica”. Pero es que, si hay tal nostalgia, no es otra que la del reconocimiento bien realista de un cambio de época, entendiendo por eso un cambio de las condiciones históricas materiales con las que el pensamiento tiene que lidiar. El hundimiento del pensamiento crítico no es (solamente, ni quizá principalmente) un fenómeno de la mentalidad subjetiva de los intelectuales. Esa decadencia -concepto que debe arrancársele a la derecha, decía Oscar Masotta- se inscribe en la destitución de lo político -en el sentido amplio pero estricto de la palabra-, hoy reducido, a nivel planetario, a una combinación abyecta de terror bélico generalizado, desaparición de facto de una “democracia” de la cual solo quedan gestualidades institucionales vacías, dominación mundializada del capital financiero-especulativo -es decir, paroxismo del fetichismo de la mercancía a su enésima potencia-, parloteo alienante -no importa si “mentiroso” o no: ya no hay siquiera muchos criterios para discernir eso- de los media, las virtualidades informáticas o las mal llamadas redes (a)“sociales”. Desde luego que no se trata de la tecnología como tal, sino del tipo de relaciones sociales, y de poder, que ella expresa. Es un contexto (y el sufijo “texto” ya es darle demasiada dignidad) en el que el pensamiento ya no es necesario. La burguesía dominante (y no solo la argentina, cuya parálisis cerebral es terminal) hace rato que ha renunciado a él: ya solo requiere de automatismos pragmáticos programados para salvar lo que pueda de la rentabilidad. Hay que decirlo, porque no siempre fue así: desde la Revolución Francesa hasta fines del siglo XIX, la burguesía tenía un proyecto civilizatorio (por supuesto que materialmente basado en la explotación de las clases dominadas, el colonialismo, etcétera; pero era un proyecto) que demandó un enorme esfuerzo intelectual y científico-técnico. Hoy no tiene nada de eso, ni puede tenerlo. Semejante esfuerzo se encabalgaba en la ola de lo que parecía su indetenible ascenso; es decir, apuntaba a un futuro. Hoy las clases dominantes tienen que vivir en un permanente presentismo: la crisis aguda, sin solución a la vista, del capitalismo mundial no autoriza a mirar más allá del comportamiento bursátil de cada mañana. Ya no hace falta pensar, apenas hacer cuentas.

Muy premonitoriamente, un rock nacional de los años 70 preguntaba: ¿Y dónde están ahora los filósofos críticos? La respuesta era ciertamente desencantada: Vendiendo sus palabras a intereses políticos

Paradójicamente, eso explica en parte también el retroceso del pensamiento crítico “anti-burgués”. En tanto, al menos por ahora, las fuerzas (o más bien debilidades) transformadoras no han logrado generar una alternativa radical y de alcance mundial a lo existente, el pensamiento de voluntad crítica gira en el vacío, se desconcierta en la insustancialidad o la irrelevancia. Porque, entiéndase, los pensadores críticos nunca pensaron solos, o en el vacío. En sus épocas de oro -y fueran o no “militantes”, “comprometidos”, o como se quiera llamarlos- su palabra se recortaba contra un escenario de convulsión social y política (de octubre 1917 a mayo 1968, de la revuelta espartaquista a Argelia, Cuba o Vietnam, de la guerra civil española a las revoluciones anticoloniales en África o antiimperialistas en América Latina, y así): era un período de “alza de masas” que le daba sustento a la página en que escribían, aunque no se dirigieran “temáticamente” a ese telón de fondo. La ausencia actual -sin mengua de la existencia por doquier, como siempre, de “focos” de resistencia localizados- de comparables contra-proyectos globales, es una causa de la soledad del (poco) pensamiento crítico sobreviviente: como solía decir entre nosotros León Rozitchner, cuando la sociedad no sabe qué hacer, la filosofía no sabe qué pensar. Y sin embargo, mal podría aquel pensamiento crítico sobreviviente conformarse con este diagnóstico sombrío: el pesimismo de la inteligencia, justamente en “tiempos de oscuridad”, puede ser un instrumento para al menos concebir un imaginario de reconstrucción de sus propias potencias, aunque más no fuera como “acumulación de capital” (si se permite la ironía) que no nos deje totalmente inermes cuando los vientos cambien, si es que lo hacen -y si no, cuando menos no habremos renunciado antes de tiempo-. Semejante “apuesta pascaliana” no puede sino empezar por reintentar, no digamos una definición del pensamiento crítico (que en cierto modo sería un contrasentido), sino una puesta en escena de sus condiciones mínimas.

2.

Tragedia y farsa. El primero de esos términos -que designa a mucho más que un género literario- fue, desde el principio de la cultura occidental, un dispositivo crítico que, en el vendaval de las convulsiones generadas por la “invención” de la democracia en el siglo V A. C., no le permitía a la polis distraerse de los conflictos dramáticos que la atravesaban. Es decir: ponía en crisis -esa es la raíz del término crítica, finalmente- la imagen armoniosa que la polis hubiera preferido mantener de sí misma. El “intelectual crítico”, y su relación con lo político, es pues otro “invento” de esa época. Pero como es sabido, fue en la modernidad (que es el período que aquí nos interesa) que se generalizó ese concepto, tomando como puntapié inicial de su exitosa carrera el caso Dreyfus y el J’accuse de Zola. Es una elección tan arbitraria como cualquier otra, pero que no deja de tener un valor sintomático, ubicado como está ese episodio en las postrimerías del siglo XIX. En efecto, es en el pasaje de la segunda mitad de ese siglo a la primera del siguiente (digamos, si hay que elegir hitos, entre las revoluciones de 1848 y la II Guerra Mundial) que se produce, al principio paulatinamente y luego como estruendo ensordecedor, una apocalíptica crisis cultural en Europa occidental, jalonada por conflictos casi cosmológicos. Una enumeración mínima: Comuna de Paris, crisis económica de 1895, I Guerra Mundial, Revolución Rusa, ascenso de los varios fascismos, la nueva catástrofe económica de 1929, guerra civil española, nazismo, “Auschwitz”, Hiroshima y Nagasaki. El resultado es el más completo colapso del optimismo del capitalismo ascendente de la primera parte del siglo XIX, con su confianza acrítica y “positivista” en un progreso permanente basado en la razón científico-técnica, el crecimiento económico, la educación, el liberalismo político, la extensión de la “democracia” (todavía muy restringida, pero en marcha), la pacificación mundial, y así siguiendo.

El pensamiento crítico... trabaja para desestabilizar, para subvertir, para desmontar o incluso “dinamitar” todo dogma -sea religioso, filosófico, político, ideológico, o simplemente del “sentido común”

Para 1914, ese sentido común ideológico había estallado en mil pedazos. El sentimiento de una crisis irremontable, la desconfianza radical en todo lo que había pasado por ser la Razón, el Progreso, la Ciencia, produjo una explosión de teorías críticas, por izquierda y por derecha (sí, Spengler, Carl Schmitt, Heidegger, Gentile, son también “filósofos críticos”). Pero lo que me interesa subrayar ahora es la llamativa insistencia, a través de todo el período, de la metáfora de la tragedia en muchos de los más significativos y renovadores pensadores de la época. Ya mencionamos la dicotomía tragedia / farsa en Marx; pero habría que recordar también, y tal vez con mayor importancia, su asombro, en los Grundrisse, ante el hecho de que ese producto de una sociedad, una cultura y un modo de producción tan incomparablemente diferente a la modernidad, todavía nos siga conmocionando hasta los tuétanos. Poco después tendremos a Nietzsche y su primera gran obra sobre el origen de la tragedia. En Freud, por supuesto, la tragedia -en primer lugar la sofocleana, pero también la shakespeariana- será la materia misma en la cual fundar el psicoanálisis. Georg Simmel hablará explícitamente de la tragedia de la cultura. Max Weber verá en la racionalización un intento de superar el fondo trágico de la modernidad. El joven Lukács, de manera similar, trabajará sobre la persistencia de lo trágico en la literatura moderna. Walter Benjamin estudiará el retorno de la tragedia en el Trauerspiel (el “drama de duelo”) de la temprana modernidad. Unamuno ahondará en el sentimiento trágico de la vida. Heidegger se apoyará en Antígona para filosofar sobre la oposición entre el Ser y la metafísica de la Técnica. Etcétera, etcétera.

¿Qué hay entonces de común, de “hilo rojo”, entre estos pensadores decisivos, por otra parte tan diferentes entre sí? La idea de que la cultura está constituida, antes que nada, por un conflicto trágico, en el sentido clásico, o si se quiere “arcaico”, de un conflicto que no tiene solución posible, al menos en los términos en que -o dentro de los límites de la lógica con la cual- está planteado. Ese conflicto, en Marx, será fundamentalmente la lucha de clases, para la cual no hay “superación” posible dentro de la sociedad capitalista. En Nietzsche será el conflicto -irresoluble, puesto que conforma el núcleo mismo de lo trágico- entre lo apolíneo y lo dionisíaco. En Freud, entre la conciencia y el inconsciente, o bien entre Eros y Tánatos (en ese texto no casualmente titulado El Malestar en la Cultura). En Simmel, entre la forma y la vida; eso se traduce, en el primer Lukács, como conflicto entre el alma y las formas. En Max Weber tendremos el conflicto entre la racionalidad formal y la racionalidad sustancial (que más tarde, en la Escuela de Frankfurt, se traducirá como conflicto entre racionalidad instrumental y material). Y nótese, de paso, la recurrencia del término forma en muchos de los autores: en efecto, el conflicto insuperable es entre el aspecto necesariamente “formal”, “institucional” -es decir forzosamente estático- de la cultura, y un movimiento, un incesante cambio o transformación, que nunca puede ser totalmente contenido por la forma: la lucha de clases, las pulsiones inconscientes, lo “dionisíaco”, la “vida”, el “alma”, la “sustancia”. El conflicto trágico es político en el más hondo y extremo de los sentidos: obliga a la polis a una constante re-fundación de sus “formas”, siempre insuficientes para “estabilizar” el flujo de las transformaciones. Es, si se nos permite una expresión muy connotada, una revolución permanente.

Ahora bien, a este componente del conflicto trágico hay que articularlo con otro elemento que le es estrictamente complementario: la negatividad. La lucha de clases niega las “formas” de la sociedad burguesa. Las pulsiones inconscientes niegan las “formas” del pensamiento consciente. Lo corporal-dionisíaco niega la espiritualidad de las “formas” apolíneas. La “vida”, el “alma”, la “sustancia” niegan las “formas” de la cultura, de la Ley, de la racionalización técnica. La negación -no en el sentido vulgarmente psicológico, sino en el filosófico-dialéctico- es el gesto inicial, básico, del pensamiento crítico. Es ese movimiento “negativo” el que ya un Marx le había imputado “traicionar” a un Hegel que, en sus textos tempranos (notoriamente en la Fenomenología del Espíritu), había afirmado explícitamente que en el movimiento en tres “momentos” de la dialéctica (afirmación / negación / negación de la negación) el momento auténticamente crítico era el de la negatividad -es decir, el del conflicto irresoluble entre el universal abstracto y el particular concreto-, para luego “congelar” ese movimiento, en la Filosofía del Derecho, mediante el recurso a la Aufhebung histórica final en el llamado “Estado Ético Universal” (léase: el muy particular y escasamente “ético” Estado burgués prusiano de 1830). A partir de allí, en todos los mejores pensadores críticos del siglo XX encontraremos el privilegio de la negatividad como pivote de una recusación de la “ideología dominante” y su pretensión de presentar a la realidad existente como la única posible, como ya desconflictuada y reconciliada (o, al menos, potencialmente reconciliable, porque, bueno, algún pequeño problema siempre hay). A los nombres ya citados podríamos agregar, entre tantos otros, el de Sartre, con su todavía temprana proposición, en El Ser y la Nada (otro conflicto trágico, dicho sea de paso) de que el hombre es el que introduce la nadificación en el mundo, cuestión que una quincena de años después se politizará mucho más directamente en la Crítica de la Razón Dialéctica. O el de un Adorno cuya principal obra filosófica llevará por título, precisamente, Dialéctica Negativa, y donde podemos encontrar la idea de “usar el concepto contra el concepto” para permitir que la particularidad del objeto se levante como negación del impulso “dominante” de la generalidad del pensamiento, generando así, otra vez, un conflicto irresoluble, en permanente transformación, entre el pensamiento y la acción (o, si se quiere, entre “teoría” y “praxis”), que impide el cierre, o la “sutura”, de una “falsa Totalidad” (son palabras del propio Adorno).

No tiene pertinencia demandarle al pensamiento crítico que “aporte soluciones”, o imputarle, como se hace tantas veces, que “no dé salidas”. Ese no es su trabajo

En suma: el pensamiento crítico se coloca a horcajadas, inestablemente, pero con decisión, en el eje conformado por el conflicto trágico y la negatividad. Es desde ese “punto de vista” que trabaja para desestabilizar, para subvertir, para desmontar o incluso “dinamitar” (me resisto al neologismo deconstruir, que me parece mucho más “débil”) todo dogma -sea religioso, filosófico, político, ideológico, o simplemente del “sentido común”- que apunte al desplazamiento del conflicto y a la conformidad “positiva” con la realidad existente. En este sentido -es otro conflicto y otra forma de negatividad que conviene tomar en cuenta- no tiene pertinencia demandarle al pensamiento crítico que “aporte soluciones”, o imputarle, como se hace tantas veces, que “no dé salidas”. Ese no es su trabajo. El pensamiento crítico no es funcionalizable ni tiene recetas acabadas para vivir mejor. Al contrario: su práctica es la de un socavamiento interminable de las certezas establecidas (la frase más opuesta posible al pensamiento crítico es la que empieza con: “Como sabemos…”, “Es sabido que…”, “Como está demostrado…”, etcétera). Eso no significa, desde ya, que el pensador crítico, en tanto sujeto, no pueda, y aún deba, sostener una posición (política, ideológica, o la que fuere) ante la realidad. Pero, puesto que no es imprescindible ser un pensador crítico para tenerla, no es eso lo que define al pensamiento crítico, sino el estilo de tal posición, que será, insistamos, el del conflicto trágico y la negatividad. También allí, en el seno mismo del pensamiento crítico, detectamos un conflicto irresoluble: conflicto entre el pensamiento mismo y el sujeto que lo lleva adelante, que siempre estará necesitado de algún grado de certidumbre para actuar en el mundo (de otra manera quedaría atrapado en la muy poco crítica actitud del nihilismo o el relativismo). Ese conflicto no es el de la duda “hamletiana” (ese “privilegio de los intelectuales” al que se refirió, célebremente, un pensador argentino), que eventualmente podría resolverse en una dirección o en la otra: no, habría que poder soportar vivir el conflicto a la intemperie, en la incomodidad de no poder resolverlo. Y, por otra parte, pedirle “salidas” certeras al pensamiento crítico peca gravemente de idealismo ingenuo, o de iluminismo omnipotente, cuando no abiertamente de individualismo conformista: es imaginar, como decíamos más arriba, que el pensamiento crítico actúa en el vacío, en un etéreo topos uranos platónico, para luego bajar a la realidad con sus “recetas”. Para tomar uno, quizá el más obvio, de nuestros ejemplos: la lucha de clases no es una idea que se le haya ocurrido a algún creativo pensador crítico para después persuadir a “las masas” con ella; es una materialidad histórica que ese pensamiento crítico particular toma como concepto central cuyo desarrollo depende justamente de la dialéctica que sepa establecer con aquella materialidad. ¿O de qué otra cosa hablamos cuando decimos: praxis? El pensamiento crítico, como el arte, por más “revolucionario” que se quiera, no puede por sí mismo “revolucionar” nada: los conflictos de la sociedad los arreglará la sociedad, o no se arreglarán. El papel del pensamiento crítico es intranquilizar a los tranquilos señalando que hay conflictos. Es el proverbial mensajero de las malas noticias. Es, como se dice vulgarmente, el que “mete el dedo en el enchufe” para crear un cortocircuito, no para enseñar cómo arreglar la instalación eléctrica. El pensamiento crítico está irremediablemente enemistado con la pedagogía.

3.

En estas mismas semanas se está conmemorando lo que pasó a la historia como Mayo 68. En París (hay que recordar que “el 68” no fue solo francés, sino también praguense, mexicano, etc.), apenas despuntó la rebelión, el primer “manifiesto de los intelectuales” que se dio a conocer en su apoyo, ya el 9 de mayo, estaba firmado en su inmensa mayor parte por escritores, filósofos y artistas pertenecientes o bien al movimiento surrealista (aún muy activo, aunque Breton había muerto un par de años antes), o bien al grupo de Les Temps Modernes (Sartre, Beauvoir, Leiris, Jeanson, etc.). La anécdota -una entre tantas- es ilustrativa de algunas otras características compartidas por lo que suele llamarse “intelectuales críticos”, que aquí no podemos más que señalar sucintamente.

El pensamiento crítico, como el arte, por más “revolucionario” que se quiera, no puede por sí mismo “revolucionar” nada: los conflictos de la sociedad los arreglará la sociedad, o no se arreglarán

En primer lugar, se trata de agrupamientos, con una ya larga historia de funcionamiento en colectivos, foros, “clubes” (en Francia, una herencia jacobina), publicaciones conjuntas, y muy especialmente revistas. Esa tradición “movimientista” proviene de las vanguardias de principios del siglo XX (cubismo, dadaísmo, surrealismo, futurismo, expresionismo, y siguiendo) que, por primera vez en la historia del arte y la literatura, efectivamente se agruparon en “sectas”, con sus políticas particulares y combativas (vanguardia, hay que recordar, es un significante político-militar), que se daban a conocer a través de manifiestos. Allí se estableció una dialéctica muy singular entre el mito romántico de la soledad, o incluso “marginalidad”, del artista y el escritor, y el nuevo contexto político, a partir del impacto de la revolución bolchevique, de la generación de partidos o movimientos “revolucionarios” en el campo cultural, al margen del sistema oficial (universidad, ministerios, revistas académicas). A ello se debe agregar que para este “subsistema” político-cultural, y para sus “intelectuales críticos” en tanto individuos, ya no se trataba simplemente de estampar su firma en una declaración o petitorio, o de publicar en alguna parte un artículo o un panfleto. El “compromiso” del intelectual (una expresión que, como se recordará, generalizó Sartre a partir de su editorial en el primer número de LTM, en 1945) ya no era solo el de su pluma, sino el de su cuerpo: se esperaba que además de escribir estuviera, físicamente presente, en manifestaciones, asambleas, actos públicos, marchas. Si bien esta nueva actitud había venido creciendo paulatinamente desde los años 30, en los 60 podríamos decir que se volvió excluyente: a quien no lo hiciera se le retiraba informal pero automáticamente el mote de “intelectual crítico”. En París, Sartre lo hizo con particular energía (así como lo hizo Marcuse en California; en cambio Adorno, en Berlín, se negó a hacerlo, y eso le valió la humillación pública por parte de los estudiantes: la crítica puede a veces ser injusta), como ya lo había hecho en casos como Argelia o Vietnam. Por eso, posiblemente, su acumulado “capital cultural” fue siempre bien recibido en las asambleas de las universidades ocupadas, pese al radical cuestionamiento por parte de los estudiantes de toda forma de autoridad, incluso la simbólica del “intelectual”.

De lo que estamos hablando es de un cierto desgarramiento, si se puede decir así, que atraviesa al “pensador crítico”. Por un lado, se ha asignado a sí mismo, como herramienta crítica con la cual interpelar a su sociedad, la palabra, fundamentalmente en forma de escritura. Su espacio “natural” es, pues, el escritorio o gabinete donde está sentado, solo, quieto, frente a la canónica “página en blanco”. Por el otro, se le demanda, incluso se le exige, que para ser consecuente con sus palabras actúe, mueva el cuerpo, salga a la calle, allí donde la lógica misma de la situación, de la crisis, lo coloca en relación de paridad con la “masa”, y pierde su rol específico de “intelectual”: probablemente, si interviene en la asamblea, su palabra -dado su entrenamiento en el lenguaje- tenga una eficacia especial. Pero no deja de ser una palabra más, que no merece distinción ni galardón alguno. Se trata -perdón por ser reiterativo- de un conflicto irresoluble: porque es un “pensador crítico” diferenciado, se lo convoca… para que renuncie a esa diferencia. A lo sumo, se usará su nombre para otorgarle prestigio cultural al movimiento; pero en el movimiento mismo, es un anónimo. Es todo un test para el canónico “narcisismo” de los intelectuales: si se lo aprueba, dejará de ser lo que la sociedad media entiende por “intelectual”, aunque siga durante medio siglo más publicando libros.

Este dilema de imposible resolución (ser un “pensador crítico” es estar en el dilema) es algo de lo que el propio Sartre estaba perfectamente avisado. En muchas declaraciones o entrevistas posteriores ha confesado su ocasional fastidio por tener que asistir a tantas y cansadoras acciones públicas (era un hombre bien adentrado en la sesentena, y con salud frágil), justamente cuando estaba día y noche abocado a su opera magna (y póstuma) sobre Flaubert, El Idiota de la Familia. Apuntemos, de paso, que la ironía no podría ser mayor: Flaubert es el escritor de la “torre de cristal” por excelencia, el que soñaba con escribir textos que no tuvieran nada que ver con el mundo externo a la propia letra. Y bien, Sartre, que no podía dejar de pensar en él, se veía obligado -su conciencia así se lo dictaba- a llevarlo a las barricadas, a enseñarle a arrojar adoquines contra los gendarmes.

El pensamiento crítico no es amargo, es irónico -como lo es la tragedia-, ni mucho menos una pasión triste: al contrario, sin desentenderse del drama del mundo, puede encontrar una cierta alegría hedonista en hacer jugar la realidad contra sí misma

Ese “desgarramiento” (vieja pero siempre útil palabra existencialista) se vincula a, y se replica en, la segunda de las características que mencionábamos al principio de este parágrafo. Los signatarios de aquel documento -los surrealistas, los intelectuales de LTM- eran hombres y mujeres decididamente políticos, pero no de partido. Algunos/as de ellos podían haber estado en el pasado (sobre todo en el período inmediatamente posterior a la Liberación) asociados al PCF, pero habían terminado alejándose, cuando no rompiendo violentamente, con esa institución -con toda la carga peyorativa que el intelectual “rebelde” le da a ese término- anquilosada, rutinizada, autoritaria, “estalinizada” y, en su conjunto -siempre están, ya dijimos, los individuos- intelectualmente mediocre. Una y otra vez al “pensador crítico” se le plantea este dilema, paralelo al anterior: en la férrea defensa de su autonomía crítica, desconfía, no sin razones, de la frecuente necesidad de someter esa autonomía a la “línea” oficial del partido, con la consecuente pérdida de potencia, y aún de “creatividad”, de su pulsión crítica. Al mismo tiempo, se siente culpable de no participar plenamente en el colectivo político, sea cual fuere, que le provoca cierto grado de “identificación” con su política, y que, como decíamos arriba, muchas veces lo convoca en tanto pensador crítico… para que deje de serlo, al menos con la misma independencia de antes. Así, en general queda acantonado en el incómodo rincón del “compañero de ruta”, que entra y sale por las distintas puertas del escenario, como en las viejas comedias de enredos. No hay, hoy, solución posible: hay que aprender a soportarlo.

En nuestro país, con las singularidades del caso, hemos conocido todas estas características, y sus correspondientes dilemas “trágicos”. El ensayismo crítico -el género por excelencia del pensamiento crítico es el ensayo, con sus consiguientes riesgos de error-, con sus componentes trágico-conflictivos y de negatividad, es una gran tradición argentina, por lo menos a partir del Facundo de Sarmiento (otra cosa es lo que se piense sobre las posiciones políticas). Muy tempranamente hubo agrupamientos (círculos, clubes, “salones”, revistas) que reunieron sus “afinidades electivas”. Apenas entrado el siglo XX, con la revista Martín Fierro y similares, hubo una verdadera eclosión de “sectas” vanguardistas, con sus manifiestos, declaraciones, documentos, diatribas. Saltando a la mitad más uno del siglo, casi al mismo tiempo que Les Temps Modernes tuvimos lo que muchos mitificaron -en el buen sentido- como su versión criolla, Contorno (Ismael y David Viñas, Rozitchner, Alcalde, Jitrik, Correas, Masotta, el joven Sebreli, Adelaida Gigli), quienes, cada uno a su manera, practicaron con fruición el pensamiento, y la escritura, trágico-crítica, incluyendo el dilema irresoluble del “compañerismo de ruta” a distancia crítica de algo (¿el PC? ¿el peronismo? ¿el frondizismo? ¿el trotskismo? ¿el maoísmo? La “solución de compromiso” del “Malena”, no sin interés, no llevó demasiado lejos…). En los vericuetos de ese camino, sin embargo, dejaron una potente estela de pensamiento-escritura crítico, que muchos todavía envidiamos, o añoramos (¿nostalgia, de nuevo?).

Con la afortunada excepción de Jitrik, todos se fueron (a Sebreli hace décadas que no lo inventaríamos junto a ellos). ¿Hay quienes sean capaces de ocupar ese lugar? Prefiero dejarle a cada lector/a inscribir allí los nombres de su preferencia. El problema es, de nuevo, el cambio de época. En el nuevo clima de “decadencia” de lo político, por ejemplo, y aunque no hayan dejado de hacerse buenas revistas (caramba, estoy escribiendo en una), los agrupamientos de “intelectuales críticos” han fracasado en lo fundamental. O bien no han podido (sabido / querido) conservar su plena autonomía trágico-crítica de los partidos, movimientos o gobiernos que apoyaron, o bien, si intentaron hacerlo, chocaron inevitablemente contra el dilema irresoluble que planteábamos antes, no supieron (quisieron / pudieron) sostenerse en el eje imposible del conflicto trágico, y se “disolvieron en el aire”. Solamente otro “cambio de época” podrá plantear nuevamente la cuestión. Hay que saberlo, aunque nos cueste, lo cual no quiere decir de ninguna manera resignarse a esperar sentados.

4.

Bien. Dicho todo lo anterior, no hace falta argumentar demasiado que nada de lo anterior es lo que tenemos, hoy, alrededor nuestro. Cada uno, incluido el que esto escribe, podrá, desde ya, citar sus excepciones a esta regla. Pero serán, precisamente, excepcionales. Lo que prima en el ambiente intelectual más o menos “oficial” del mundo occidental es el más mediocre afirmativismo. En la Argentina hay, incluso, quien (para colmo, y por cruel ironía, ostentando el mismo apellido de uno de nuestros más grandes negativistas), reclamándose filósofo, parece vivir en un panglosiano “mejor de los mundos posibles”, que por fin culminará en la última de las revoluciones, la verdadera, la de la “felicidad”. En fin, esto desde ya no tiene ninguna importancia. En el mejor de los casos, lo que tenemos es un eclecticismo “progre” afanado por demostrar que, pese a las injusticias y la desigualdad, al menos tenemos el “multiculturalismo” y la “democracia”. Nada de poner “el dedo en el enchufe” señalando, por ejemplo, que el multiculturalismo convive -conflicto trágico- con los miles de cuerpos africanos que cotidianamente se hunden en el Mediterráneo, y la democracia con la polarización de la riqueza más extrema que jamás haya conocido la historia. También cada uno podrá poner aquí sus ejemplos apocalípticos, incluyendo la destrucción en vías de ser terminal de la naturaleza, la superexplotación de la fuerza de trabajo en el antes llamado Tercer Mundo, el genocidio continuo de los inmigrantes “ilegales”, la degradación inédita de la cultura (incluso, como decíamos, la “burguesa”), la descomposición irrecuperable de la política a manos de la corrupción y el sometimiento a los “intereses” a que aludía aquel rock. Y aquí, a la vuelta de esta esquina del mundo, todo lo que de ese mundo le corresponde a nuestro barrio.

En el mejor de los casos, lo que tenemos es un eclecticismo “progre” afanado por demostrar que, pese a las injusticias y la desigualdad, al menos tenemos el “multiculturalismo” y la “democracia”

O sea: el pensamiento crítico -o aunque fuera el de vocación crítica, que nuestros intelectuales no dejan de invocar con sospechosa monotonía- tiene más “materia” para su trabajo que pocas veces antes (tal vez solo el período del nazifascismo triunfante sea comparable, aunque en cierto sentido fuera menos “globalizado”). Sin embargo, languidece chapoteando en las aguas tibias de la “corrección política” -algo sin lugar a dudas muy defendible en sus propios términos, pero que de ninguna manera puede sustituir al sabotaje de la “instalación eléctrica” en su conjunto-. Ni siquiera asomando un poco la cabeza desde esa tibieza es alguien capaz de explicarnos cuál sería la ventaja de usar categorías melodramáticas como grieta o batalla cultural para reemplazar las categorías trágicas lucha de clases o antiimperialismo (no estamos pidiendo, por favor, Tánatos, Inconsciente, Dionisíaco). Va de suyo que el pensamiento crítico moviliza también la renovación del lenguaje. Pero ninguna “renovación” es neutra, y las palabras están ellas mismas atravesadas, son el escenario conflictivo, de las fuerzas sociales en pugna. Si se las reinventa para perder la radicalidad del pensamiento crítico-trágico, eso no es ninguna “renovación”: es una degradación del lenguaje.

Farsa y no tragedia, transacción o componenda y no conflicto irresoluble. No vamos a repetirnos tediosamente: hasta que la materialidad histórica no actúe por sí misma, podemos “pensar críticamente” todo lo que queramos, y esas palabras rebotarán en las paredes con apenas un eco lejanamente audible.

El pensamiento crítico -o aunque fuera el de vocación crítica, que nuestros intelectuales no dejan de invocar con sospechosa monotonía- tiene más “materia” para su trabajo que pocas veces antes

No por eso, ciertamente, vamos a dejar de hacerlo. Porque, hay que entender algo: el pensamiento crítico no es, en la acepción corriente del término, pesimista. El pesimismo “moral” (que no es el de la inteligencia del que hablaba Gramsci) es el recurso un poco cobarde del que prefiere creer que la realidad ya está hecha, es “fea”, y no hay nada más que hacer. El pensamiento crítico-trágico, lo hemos sugerido, apuesta a las transformaciones operadas por la movilización de los conflictos, aunque éstos se le aparezcan como “insuperables”, porque, precisamente, ni siquiera puede descansar en esa certidumbre. Y si realmente lo fueran, tanto peor, pero eso no puede ser una excusa para detener su movimiento. Y es un movimiento que, sobre todo, debería alcanzarlo a sí mismo. Es relativamente fácil “criticar” al enemigo o al adversario: si el pensamiento es realmente crítico, siempre podrá demolerlo porque, por definición (se nos disculpará la pequeña licencia, cuando dijimos que no queríamos definir), el enemigo es el que no puede, y especialmente no quiere, pensar críticamente. Más difícil es criticar el propio pensamiento crítico. No me refiero, en absoluto, a lo que se suele llamar “autocrítica”, que -además de que bien recordamos las barbaries que se practicaron en el pasado bajo esa coartada- se parece demasiado a la confesión cristiana, que autoriza a volver a pecar hasta la próxima absolución dominical. Se trataría más bien de poder hacer la crítica de la crítica crítica que sarcásticamente invocaba Marx contra los Bruno Bauer y compañía. Sartre lo dice inmejorablemente: “No puedo evitar pensar contra mí mismo”. O Pasolini: “Está en mi naturaleza la indolencia del pensamiento. Pero también está en mi naturaleza ir contra mi naturaleza”. Como se ve, el pensamiento crítico no es amargo, es irónico -como lo es la tragedia-, ni mucho menos una pasión triste: al contrario, sin desentenderse del drama del mundo, puede encontrar una cierta alegría hedonista en hacer jugar la realidad contra sí misma. Hay que desconfiar de los intelectuales que sufren. El pensamiento crítico-trágico, lo que aquí llamamos así, es, sencillamente, una obcecación: aunque la pared sea de puro granito, se romperá la cabeza tratando de derribarla. Dirá, como el caballero de El Séptimo Sello de Bergman al que viene a buscarlo la inevitable Muerte: “Está bien, voy: pero bajo protesta”.

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Articulo publicado en
Julio / 2018

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