El sufrimiento de los trabajadores a través de la alienación y la consecuente deshumanización en el capitalismo es algo que ya Marx señalaba desde sus primeros textos, como el fragmento de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 que transcribimos a continuación. A esto sumamos la visión de Christophe Dejours de cómo este padecimiento se ve incrementado en la etapa actual del capitalismo. Esto nos permite ver cuál es el costo subjetivo de integrarnos a esta sociedad, lo que en cada época suele ser naturalizado. Y precisamos develar.
En el trabajador existe, subjetivamente, el hecho de que el capital es el hombre totalmente malogrado, así como en el capital existe subjetivamente el hecho de que el trabajo es el hombre malogrado. Pero el trabajador tiene la desgracia de ser un capital vivo y, por ello, dotado de necesidades, que en cada momento en que no trabaja pierde su interés y, con ello, su existencia. En cuanto capital, el valor del trabajador asciende de acuerdo con la demanda y la oferta; y también físicamente fue y es concebido su ser, su vida como una oferta de mercancía, a semejanza de cualquier otra mercancía. El trabajador produce el capital, este produce a aquel; el trabajador se produce, pues, a sí mismo; y el hombre, en cuanto trabajador, en cuanto mercancía, es el producto de todo el movimiento. Para el hombre que no es más que trabajador, y en cuanto trabajador, sus cualidades humanas existen en la medida en que existen para el capital ajeno a él. Pero como ambos son ajenos el uno para el otro, y se encuentran, por ende, en una relación indiferente, ajena y contingente, esta índole ajena debe aparecer como auténtica. Tan pronto, pues, como el capital se le ocurre -ocurrencia necesaria o arbitraria- no existir más para el trabajador, este ya no existe para sí; no tiene trabajo alguno; por ende, ningún salario, y puesto que no posee un ser en cuanto hombre, sino en cuanto trabajador, puede hacerse enterrar, morir de hambre, etc. El trabajador existe solo en cuanto trabajador tan pronto como existe para sí en cuanto capital; y existe solo en cuanto capital, tan pronto como existe un capital para él. El ser del capital es su ser, su vida, ya que el capital determina el contenido de la vida del trabajador de un modo indiferente para aquel. La economía política no conoce, por ende, al trabajador inactivo, al hombre-trabajo en tanto se encuentra fuera de esta relación laboral. El hombre-trabajo pícaro, el truhán, el mendigo, el ocioso, el hambriento, el mísero y el delincuente son figuras que no existen para la economía política, sino solo para otros ojos, para los del médico, el juez, el sepulturero y el agente de policía que persigue a los mendigos, etc.; son fantasmas ajenos al reino de la economía política. De ahí que las necesidades del trabajador sean, para ella, solo la necesidad de mantenerlo durante el trabajo, de modo que la especie de los trabajadores no se extinga. El salario tiene, por eso, el mismo sentido que el mantenimiento, la preservación de cualquier otro instrumento productivo, como el consumo del capital en general, que este necesita para reproducirse con interés; como el aceite que se emplea en las ruedas, con el fin de mantenerlas en movimiento. El salario cuenta, por ello, entre los costos necesarios del capital y del capitalista, y no debe superar la necesidad de esta exigencia. Fue, por tanto, totalmente consecuente que, ante la reforma legal de 1834, los dueños de fábrica ingleses retiraran del salario del trabajador las limosnas públicas que este recibía a través de la tasa para pobres, y las consideraran como parte integrante del salario.
La producción produce al hombre no solo como una mercancía, la mercancía humana, al hombre bajo la determinación de una mercancía; lo produce, acorde con esta determinación, en cuanto un ser deshumanizado, tanto en lo espiritual como en lo corpóreo. Inmoralidad, malformación, empobrecimiento de los trabajadores y de los capitalistas. Su producto es la mercancía autoconsciente y que actúa por sí misma,… la mercancía humana… Gran progreso de Ricardo, Mill, etc., frente a Smith y Say, explicar el ser del hombre -la mayor o menor productividad humana de la mercancía- como indiferente e incluso como perjudicial. El verdadero fin de la producción no es cuántos trabajadores mantiene un capital, sino cuánto interés aporta la suma de los ahorros anuales.
*Karl Marx, Manuscritos económico-filosóficos, 1844.
El análisis aquí propuesto apunta a reconstruir los eslabones intermedios de los procesos que permiten sostener la idea de que la subjetividad singular y la acción colectiva se pueden mantener unidas en la cité. En el centro de estos procesos, la relación con el trabajo parece decisiva e irreemplazable. El trabajar puede ser la prueba electiva de revelación de la vida a sí misma. Pero la relación con el trabajo sólo ofrece esa posibilidad si es reconocida y respetada la parte que le cabe a la subjetividad en el trabajo.
La evolución contemporánea de las formas de organización del trabajo, de gestión y de dirección de empresa se apoya, después del giro neoliberal, sobre principios que precisamente sugieren sacrificar la subjetividad en nombre de la rentabilidad y de la competitividad. Tomaré sólo dos de esos principios, a título de ilustración.
El primer principio es el recurso sistemático a la evaluación cuantitativa y objetiva del trabajo. Si bien los métodos de evaluación son a veces objeto de crítica, la mayoría de nuestros contemporáneos admite la legitimidad de esa evaluación, porque -hechizados por la dominación simbólica de las ciencias experimentales- creen que todo en este mundo es mensurable. Si -como hemos visto- lo esencial del trabajar es del orden de la subjetividad, lo medible no corresponde al trabajo. Muchas evaluaciones, a veces muy sofisticadas, llevan al disparate y a intolerables injusticias respecto del aporte real de los que trabajan. En verdad no se sabe qué se mide, pero por cierto no es el trabajo. Por eso, la evaluación funciona sobre todo como un medio de intimidación y de dominación. Pero su vocación principal es relegar a la subjetividad fuera de los debates sobre la economía y el trabajo.
El segundo principio de las nuevas formas de organización del trabajo de gestión y de dirección de las empresas es la individualización y la convocatoria a la competencia generalizada entre personas, entre equipos y entre servicios. Los contratos por objetivos, la evaluación individualizada del desempeño, la competencia generalizada entre los agentes y la precarización de las formas de empleo llevan al desarrollo de conductas desleales entre pares y a destruir la solidaridad. El resultado de esas prácticas gerenciales es el aislamiento de cada individuo, la soledad y la fragmentación de la convivencia, o mejor aún, la desolación, en el sentido que Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo le da a ese término, es decir el colapso del suelo firme que constituye eso por lo cual los hombres reconocen lo que tienen en común entre ellos, lo que comparten y lo que está en el fundamento mismo de la confianza de los hombres entre sí.
Las consecuencias de esos principios de organización del trabajo son, por un lado, el extraordinario incremento de la productividad y de la riqueza, pero por el otro, la erosión del lugar que se le acuerda a la subjetividad y a la vida en el trabajo. De ello resulta un agravamiento de las patologías mentales laborales -en aumento en todo el mundo occidental-, la aparición de nuevas patologías -en particular suicidios en los lugares mismos de trabajo, lo que antes del giro neoliberal no sucedía nunca-, y el desarrollo de la violencia en el trabajo, el agravamiento de las patologías de sobrecarga, la explosión de las patologías del acoso.
Pero -es necesario repetirlo- ninguna organización, ninguna empresa, ningún sistema funciona por sí mismo, automáticamente, por el genio de una lógica interna cualquiera. Todo sistema necesita para funcionar, no solamente de la obediencia de los hombres y de las mujeres sino de su celo profesional, es decir de su inteligencia. La evolución contemporánea de la organización del trabajo no constituye una fatalidad. Depende de la voluntad -y del celo- de los hombres y mujeres que la hacen funcionar. Si el trabajo puede, como hoy, generar lo peor en el mundo humano, también puede generar lo mejor. Eso depende de nosotros y de nuestra capacidad de pensar, gracias a una renovación conceptual, las relaciones entre subjetividad, trabajo y acción.
*Christophe Dejours, Trabajo vivo, Tomo II, Trabajo y emancipación, próximo a ser publicado por la editorial Topía.