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Fin del dogma paterno

 
Reencauzar lo simbólico desfalleciente

El Seminario II se caracteriza por un espectacular movimiento de erección de lo simbólico. Como se sabe, esta operación se efectúa en el teórico Lacan atravesando, superando diversas objeciones que le son presentadas por los interlocutores psicoanalistas u otros y tienden a relativizar el carácter incisivo de la supremacía de la autonomía de lo simbólico como tal. Lo que asombró primero al oyente y luego al lector es el estilo en el que se desarrolla esta transcendentización de lo simbólico. Recuérdese en particular la exhortación dirigida a Claude Lévi-Strauss de no retroceder ante la “bipartición tajante que hace entre la naturaleza y el símbolo”. Las razones aducidas del retroceso de Lévi-Strauss son instructivas. Monique Schneider comenta en su artículo “La trascendencia de lo simbólico”[1] el siguiente pasaje del Seminario II:

Lévi-Strauss está retrocediendo ante la bipartición tan tajante que hace entre la naturaleza y el símbolo (…). Oscila, y por una razón que puede parecerles sorprendente, pero que está totalmente confesada en él: teme que, bajo la forma de autonomía del registro simbólico, reaparezca, enmascarada, una trascendencia para la cual, en sus afinidades, en la sensibilidad personal sólo siente temor y aversión. (…) No quiere que el símbolo ni siquiera bajo la forma extraordinariamente depurada en la que él mismo nos lo presenta, sea una mera reparación de Dios bajo una máscara.[2]

En varios textos, Monique Scheneider analizó el movimiento neoplatónico que atraviesa el Seminario II (y muchos otros textos) poniendo de manifiesto la escena de la apoteosis de lo simbólico, el corte sacrificial que implica. Operación ampliamente coextensiva del logos griego, retomada por el cristianismo, que pone en escena una figura del Padre separador, que extirpa las ilusiones maternas. El psicoanálisis prolonga esta histórica lucha del principio paterno, “desmitificando la ilusión fundamental de la vivencia del hombre, al menos del hombre moderno” y “luchando contra la resistencia de los seres encarnados que somos a la restitución del texto integral del intercambio simbólico”.[3]

Obsérvese que, una vez más, encontramos aquí la referencia obstinada a la historia moderna, y no solamente a la estructura. Pero, sobre todo, se percibe lo que se pone en juego. A través de una metafórica profusa, Lacan moviliza la empresa teológica griega y cristiana, con el lugar que en ella ocupa el ejercicio de la figura paterna, para cavar la figura del famoso “simbólico”. La única preocupación del analista debería ser someter al análisis esa base edípica de nuestras representaciones de Dios, de su palabra, no explotarla. Por otro lado, Lacan no se privó, en algunos puntos, de tomar ese camino, cuestionando el “amor del padre” freudiano, el “salvataje” freudiano del padre, etc.

 

Los analistas, Lacan-Moisés: el Becerro de oro y los otros

 

Pero, ¿cómo progresar en esta dirección a partir del momento en que, en el manejo de categorías tales como la de “lo simbólico”, Lacan inscribe al psicoanálisis en la reiteración del gesto sacralizante, en una identificación con Moisés cuyo humor no debe disimular su alcance? En los treinta años siguientes, no dejará de perseguir el enigma de Moisés y de su monoteísmo, denunciando el Becerro de oro psicoanalítico adorado por los alumnos demasiado sensibles a lo imaginario: “Pues bien, ustedes son un pequeño idólatra. Desciendo del Sinaí y quiebro las Tablas de la Ley”.[4]

Aún es menester no transformar en becerros a los propios alumnos, en la mejor tradición pastoral. “He de comenzar por regocijarme de que, al estar las obras de Freud a nuestro alcance, yo no esté forzado, salvo intervención inesperada de la divinidad, a ir a buscar a algún Sinaí, es decir a dejarlos solos demasiado pronto. En verdad, lo que siempre vemos reproducirse, en lo más apretado del texto de Freud, ese algo que, sin ser totalmente la adoración del becerro de oro, es igualmente una idolatría. Lo que estoy tratando de hacer aquí es de arrancarlos de ello de una buena vez.”[5]

Cabe dudar de que el yo-(Moi)(se)-Lacan haya logrado erradicar el culto del Becerro de oro en sus discípulos. Muy por el contrario, tanto el espectáculo desolador del Seminario como los testimonios impresionantes de los adeptos militan a favor de un relanzamiento de un culto.

(…)

 

De la “gran neurosis contemporánea” de Lacan al parricidio de Legendre

 

De manera paralela, el mundo simbólico en cuya integración fracasaba el neurótico lacaniano (o sus comparsas, la sabia “perversión” de la joven homosexual y el tranquilo fetichista) de ahora en adelante está representado como asaltado por la “violencia”. En el momento en que de facto y de jure, el ejercicio de la violencia masculina “natural”, inmemorial, comienza a ser sancionado por la justicia, esta evolución histórica tiende a ser representada como la emergencia del parricidio. Es cierto que el manejo lacaniano de la ley ha preparado sólidamente el terreno. En un artículo estimulante,[6] Jean-Franklin Narot-Narodetzki despejó algunos aspectos de la evolución de la ley lacaniana que reúnen los puntos de vista que he desarrollado en El deseo frío a propósito de las relaciones del derecho con el psicoanálisis. Si se resume esta trayectoria, se destacan algunos rasgos.

De entrada, el texto de Lacan sobre la familia ha instaurado una confusión entre la ley antropológica (la prohibición del incesto) y la estructura familiar paternalista real, confusión que transforma en anomalías psicopatológicas todos los desvíos de la familia “normal” (es decir, católica, cristiana). Idéntico choque entre la ley en lo sucesivo simbólica (es noche en la que todos los gatos son pardos) y la ley positiva bajo la forma en que el aparato judicial la interpreta en un momento dado con el criminal, dado que el analista queda promovido al oficio de “conducir al criminal a la aceptación de un justo castigo”.[7]

Con el “Discurso de Roma”, se componía un collage entre la ley joánica, la ley del derecho, la ley del lenguaje y la ley del parentesco, gracias al apellido del padre que “desde el albor de los tiempos históricos, identifica su persona con la figura de la ley”.[8] Gracias a esta operación, Lacan relanza la problemática cristiana de la relación entre el deseo y la ley engalanada de tal modo que el molesto falo hace olvidar la ortodoxia de los nudos entre el deseo y la ley.

Les cupo a los discípulos y a los epígonos hacer de la diferencia freudiana de los sexos la propia ley, a través de la cuestión de la perversión. La ley en cuestión, en lo sucesivo llamada comúnmente y en serio “ley de la diferencia de los sexos”, tiene la particularidad de “reunir el aspecto científico y el aspecto moral; la desaprobación lleva al punto preciso en el que, en ese desvío, convergen esas dos corrientes. Se podría aseverar que la diferencia sexual tiene un valor apodíctico. A esta necesidad tanto lógica (cómo pensar el sexo sin esta diferencia) como biológica, o fisiológica, el perverso le aporta su desaprobación.”[9]

Para terminar, último aspecto de la operación –puesto que la ley del Padre es al mismo tiempo la ley de la diferencia sexual-, toda modificación de los arreglos históricos que juegan en la diferencia sexual equivale (lógicamente) a un parricidio. Es, explícitamente, la tesis de un Legendre que, lección tras lección, se ha especializado en el fondo de comercio del Apocalipsis psicoanalítico. Con ello explota el rico potencial presente en la concepción lacaniana de la forclusión, con su aspecto de pronóstico de condena, en beneficio de un neoprofetismo psicoanalítico. Frente al Apocalipsis, se esboza una división del trabajo, entre la escobilla de la ley psicoanalítica (¡entendida como “Abajo el Incesto”!) y el sable del Derecho, cuya función, supuestamente, es restablecerla temporalmente, atacando el orden simbólico. En la medida en que, como hemos visto, puede objetarse la referencia a un orden simbólico, en rigor, desde un punto de vista jurídico, la empresa es, pues, un sueño de derecho, es el fantasma de una negación de un sujeto al que se supone ilimitado, a partir del momento en que se desprende de las disposiciones de antaño.

El Orden simbólico no existe.[10] Sólo hay simbolizaciones que se ejercen en espacios sociales, apilamientos, conexiones entre redes de simbolización, por ejemplo cuando una cultura se lanza a la imposición de su régimen de simbolización por sobre otra, prohibiéndola, destruyéndola, etc. No hay ninguna necesidad de fabricar, a partir de esta pluralidad histórica, un orden, un lugar, un Dios, cuando se está allí. El orden simbólico, con las representaciones misteriosas de la diferencia sexual que le corresponden en el Nuevo Testamento, es esa ficción de referencia ahistórica que ha inventado el orden sexual positivo del día, que regula las relaciones entre los sexos, los parentescos. Dicha ficción tiene la ventaja de presentar lo simbólico como natural, haciendo de los arreglos más bien inestables de los humanos la naturaleza misma de lo simbólico. Ahora bien, basta con pensar por un instante en los ingredientes barrocos, fabulosos, cuyo famoso orden simbólico ha sido compuesto, hace cien, doscientos, mil años, para sonreír alegremente ante las pretensiones de los aficionados a la universalidad y a la eternidad. En lo simbólico se encuentra ni más ni menos lo que uno pone en él. Por ende, queda pendiente la verdadera pregunta: ¿qué ponemos nosotros?

Uno de los aciertos de Occidente ha sido haber des-supuesto con obstinación sus propios orígenes, mediante un movimiento que probablemente equilibra su fatal inclinación a instaurar los monoteísmos y a refabricar al Padre. La desilusión de esta ebriedad religiosa es cara; pero el psicoanálisis, en este incierto combate, ciertamente no tuvo la vocación de generalizar la posibilidad de drogarse con el “Padre simbólico”.

 

Extraído de Fin del dogma paterno, Ed. Paidós, Bs. As., 2008.

 

Notas

 

[1] Schneider, M., “La transcendence du symbolique”, en J. Sedat, Retour à Lacan?, Fayard, 1981, pág. 233

[2] Lacan, J., Séminaire II, Le Seuil, 1978, pág. 48, citado por Monique Schneider, “La trascendence du symbolique”, art. cit., pág. 233.

[3] Lacan, J., Séminaire II, ob. cit., pág. 367.

[4] Ibídem, pág. 73.

[5] Acerca del resultado de esta operación, léase el asombroso texto de sumisión de G. Haddad, Le jour où Lacan m’adopté, Grasset, 2002.

[6] Narot-Narodetzki, J.-F., “Au nom de la loi. Le social colleté par le lacanisme”, L’Homme et la Societé. Mission et demission des sciences sociales, 1990, Nº 95-6.

[7] Lacan, J., “Introduction aux fonctions de la psychanalyse en criminologie”, citado por J.-F. Narot-Narodetzki, ob. Cit. Este último precisa que este programa edificante no aparece en los Escritos sino que, enunciado en el transcurso de la discusión, figura en la Revue française de psychanalyse, Nº1, 1951, pág. 86.

[8] Lacan, J., Écrits, ob. Cit., pág. 278 (Escritos 1, ob. Cit., pág. 267)

[9] Rosolato, G., “Le fétichisme”, Le Désir et la Loi, Le Seuil, 1967, citado por J.-F. Narot-Narodetzki, ob. cit.

[10] Salvo quizá como el nombre codificado de un “orden” secular de un nuevo tipo que reagrupe desde los años 1980 a antropólogos, sociólogos, psicoanalista, juristas que militan para el “Espíritu”. 

 
Articulo publicado en
Abril / 2014