Partimos de reconocer el crecimiento exponencial que ha tenido el acompañamiento terapéutico (AT) en lo que va del siglo XXI. Si bien los inicios de esta práctica pueden rastrearse en varios países alrededor de la década del ’50, es necesario notar que su generalización y creciente institucionalización pertenecen a las últimas dos décadas. Como decíamos, existen antecedentes puntuales en los ’50, experiencias que surgieron de constatar las limitaciones y fracasos de los abordajes tradicionales del padecimiento psíquico grave, encontrando la necesidad de ampliar los encuadres, de ofrecer mayor presencia terapéutica. Y a la vez estas experiencias se alimentaban de corrientes teóricas y políticas que iban conformando el campo de la Salud Mental (oponiéndose a los métodos manicomiales), en una posguerra repleta de sujetos traumatizados y con una nueva conciencia sobre los campos de encierro y concentracionarios.
La idea del agente terapéutico en posición de semejante-acompañante nos habla a veces de la necesidad de restituir a través de una institución secundaria lo que debería estar garantizado desde las instituciones primarias que constituyen el tejido social
Así surgieron roles semejantes al del AT, con distintos nombres y en distintos espacios como las comunidades terapéuticas abiertas o los hospitales de día. Luego estas figuras van ganando especificidad en las décadas del ’60 y ’70, surgiendo propiamente la denominación Acompañante Terapéutico, de la mano de movimientos antimanicomiales y con la fuerza que por entonces tenían los formatos clínicos orientados a lo vincular y lo grupal, fundamentados mayormente por una psiquiatría cercana o basada en psicoanálisis.
En aquellas experiencias pioneras, el valor del acompañamiento terapéutico era identificado en la posibilidad de acotar las internaciones como forma de abordaje de casos difíciles, ofreciendo recursos para la externación. Se puntualizaba en que este trabajo en la cotidianeidad del paciente potenciaba la llamada “resocialización”, estableciendo un enlace del equipo profesional tratante con el entorno directo del paciente, permitiendo intervenir en él. Se lograba entonces ampliar los recursos terapéuticos y ofrecer un tipo de asistencia más respetuosa de los derechos humanos.
Hoy día no sólo se han diversificado y ampliado los campos de intervención y los objetivos posibles para el AT, sino también los universos teóricos y las procedencias disciplinares que le dan cuerpo.
Sería desde luego importante que la universidad pública y en particular las facultades de psicología siguieran tomando parte en las actualidades de este actor cada vez más presente en el campo de la Salud Mental. Reconociendo asimismo que algo de su diseminación es inevitable y muchas veces revitalizador para las perspectivas de los proyectos terapéuticos. Una parte significativa de las personas que desarrollan el acompañamiento terapéutico no provienen ni provendrán del campo de la psicología, sino de otras coordenadas disciplinares e incluso de recorridos y aprendizajes no formales o no académicos, en virtud de los cuales son convocadas, como es el caso de quienes tienen participación en organizaciones de construcción comunitaria y otros.
El presente texto se propone dos objetivos. Por un lado explicitar algunas de las características que fundamentan la potencialidad clínica del AT para aquellos que no estén familiarizados con esta práctica; y por otro revisar algunos enunciados que se fueron volviendo parte de la divulgación más o menos académica sobre el AT, reproducidos y aceptados en algunos casos sin una reflexión suficiente.
Valoramos la amplitud y las potencialidades de esta práctica, cuyo sustento teórico e institucional tuvo un salto cuantitativo y cualitativo muy notable desde fines de 1990. Pero también preguntamos ¿el AT ha crecido sólo por efecto de tendencias antimanicomiales y por las alternativas que presenta a la medicalización deshumanizadora?
Podríamos simplemente afirmar que es así, pero al menos dos indicios nos llevarán a relativizar la respuesta:
En primer lugar notamos que ha crecido incluso dentro de las instituciones asilares y de encierro, respondiendo a objetivos no siempre claros.
En segundo lugar estableceremos la hipótesis de que ha crecido como efecto de la precarización de los vínculos sociales. Sobre esto podemos afirmar que en su centro está la precarización laboral y la imparable mercantilización de la subjetividad, lo que termina por precarizar toda la construcción de la vida cotidiana, fundamentalmente las relaciones de crianza y de cuidado. La idea del agente terapéutico en posición de semejante-acompañante nos habla a veces de la necesidad de restituir a través de una institución secundaria lo que debería estar garantizado desde las instituciones primarias que constituyen el tejido social.
Ese insistir en la idea de suplencia, nos habla más ampliamente de suplir una carencia creciente de lazo-soporte en lo vincular-afectivo
Esto nos da un indicio de por qué hubo un momento, no lejano, en que la función del acompañamiento terapéutico empezó a ser requerida con carácter de necesidad y en extensión, sobre todo desde las instituciones públicas y privadas, pasando a incorporar para su cumplimiento a personas con escasa o ninguna capacitación específica previa. Es que desde un diagnóstico que nunca es explicitado del todo, la función de acompañamiento es concebida como una función civil, que puede encomendarse a personas que manifiesten capacidad de cuidado, la cual es una condición valiosa, ya que no abunda. Es así como en la práctica, niñerxs, cuidadorxs de enfermxs, profesorxs y otrxs, devinieron acompañantes terapéuticos ante la demanda de trabajo de unas y otras partes. Entonces se comprende desde otra perspectiva la adhesión y resonancia que adquirió la idea de que el AT hace suplencia. Esta idea, en los ámbitos ilustrados del psicoanálisis, se refiere generalmente a la función de suplir un registro no anudado en lo intra-psíquico, particularmente en la psicosis, donde el acompañante viene a hacer suplencia de legalidad, de ordenador. Pero vemos cómo ese insistir en la idea de suplencia, nos habla más ampliamente de suplir una carencia creciente de lazo-soporte en lo vincular-afectivo.
Para continuar con nuestro primer interrogante, podemos sintetizar tres ejes de lo manicomial (o mala praxis en salud mental), ellos son: el chaleco de fuerza y el encierro de los muros; el chaleco químico; y el modelo normalizador regido por la moralización. Desde ahí vemos que el AT se presenta como una alternativa de práctica en salud mental que en principio se apoyaría sobre otro tipo de recurso, otro tipo de esfuerzo terapéutico, otra forma de contención del padecimiento, que además de contenerlo apunta a transformarlo, porque lo que caracteriza al AT es el desarrollo de un vínculo afectivamente significativo, que es encausado clínicamente para producir salud.
Sin embargo, en la práctica constatamos cómo esta herramienta puede ser productiva en términos de salud, o puede aplicarse como “chaleco humano”, como marca personal de la persona con padecimiento grave, como sombra del enfermo, o peor aún, como sombrilla. Son los riesgos a evitar, en primer lugar, mediante un análisis de la demanda de acompañamiento.
Eso que nombramos como vínculo afectivamente significativo, es una de las formas de lo que en psicoanálisis se llama trasferencia. ¿Y cuáles son las características de la transferencia que nos importa especialmente comentar hoy en relación al AT? Lo primero que hay que decir es que el establecimiento de un vínculo transferencial no es equivalente a “pegar onda”, aunque por supuesto, tampoco está exento de la posibilidad de pegar buena onda en el compartir cotidianeidad. El problema sería no intentar o dejar que se intente reducirlo a una simplificación de ese tipo. ¿Por qué?
En primer lugar porque la transferencia significa un despliegue tanto de los aspectos positivos como de los negativos de la persona, y por lo tanto reducirlo a la expresión de una simpatía mutua es banalizarlo hasta el punto de volverlo estéril. Transferencia significa que ese vínculo puede soportar cuestiones muy arcaicas que representan una parte importante de la situación de esa persona en el mundo.
Pero además, porque la transferencia en rigor implica la posibilidad de crear novedades en el registro vincular de las personas, para que esas novedades puedan desplegarse en otros ámbitos que no son el terapéutico, en otras relaciones sociales. Como diría Freud, “lo aprendido en transferencia (que debería entenderse como lo creado en transferencia) no se olvida en la vida”.
Lo que caracteriza al AT es el desarrollo de un vínculo afectivamente significativo, que es encausado clínicamente para producir salud
Esto cobra particular relevancia en la práctica del acompañamiento terapéutico, ya que suele ser un recurso para trabajar con personas cuyo padecimiento psíquico es grave y se encuentran en situaciones inhabilitantes, para las cuales la posibilidad de encontrar un paradigma de relación personal que lo alivie está todavía por fundarse. Es decir que ahí no se trata, como en el análisis clásico, de acompañar en la interpretación de aquellos restos infantiles que permanecen enigmáticos y que capturan al sujeto en un sufrimiento, sino de ver cómo se podría hacer para que ese otro encuentre nuevos ladrillos con los que construir su espacio interior. Porque en la mayoría de los casos en los que resulta pertinente el AT, la tendencia a la repetición no reitera los tropiezos de novela neurótica, sino los vacíos en la búsqueda de un otro que haga soporte metabolizante, que ayude a hacer la existencia soportable.
Por lo tanto nos vemos llevados a revisar y discutir una de las fórmulas más extendidas en la vulgata y también en la bibliografía sobre el acompañamiento terapéutico: esto es, la idea de que el acompañante se ofrece como soporte imaginario, como semejante (en el sentido lacaniano) para donar rasgos identificatorios.
Lo primero que notamos es que esta idea es delicadísima en la medida en que vuelve a surcar los bordes del modelo normalizador, y de la sanción moralizante que separa a los normales de los anormales. Es decir que, en principio, puede ser una idea válida pero debe tratarse con mucho cuidado y ejercicio crítico.
Lo que podría afirmarse, es que el acompañante terapéutico, antes de ofrecer rasgos identificatorios como si fuera algo deliberado, debe reflexionar sobre aquello que el otro le propone, y disponer de un marco teórico o de un universo de ideas que le permita metabolizar lo que el otro manifiesta, para decidir qué direccionalidad va a imprimirle a su apuesta como acompañante. Por otra parte, hay una cierta ingenuidad en creer que se pueden ofrecer rasgos identificatorios de manera voluntaria, ya que la identificación es un proceso construido a nivel inconsciente, e impulsado por el deseo. Es decir que a lo largo del tiempo en el AT habrá procesos identificatorios, pero no donde los planeamos.
En la práctica constatamos cómo esta herramienta puede ser productiva en términos de salud, o puede aplicarse como “chaleco humano”, como marca personal de la persona con padecimiento grave, como sombra del enfermo, o peor aún, como sombrilla
En ese arrojo del AT al campo de lo identificatorio, que aparece como donación de normalidad y sentido común, es muy probable que sea el acompañante quien primero produzca identificaciones con el dolor del acompañado.
Por lo tanto lo esencial del acompañamiento no sería el soporte identificatorio sino la actividad de emoción-pensamiento que propicia una dialéctica transformadora.
En ese sentido la transferencia, si existe como tal, siempre imprime una cierta asimetría, ya que, como mínimo, lo que en el acompañado puede surgir como una expresión espontánea y dinámica, para el acompañante es el insumo de una reflexión que se construye como problemática.
Asimetría no significa estar desimplicado o estar por fuera. Implica asumir que las afectaciones no son equivalentes.
Cuando se reitera la fórmula de que el acompañante se ofrece como semejante, como soporte identificatorio (a diferencia del analista o terapeuta que “dirige” un tratamiento), sería bueno notar en primer término que esto no siempre es así, que esa fórmula no es en absoluto generalizable, que tiene valor en algunas situaciones, y no específicamente para el rol del AT. Y lo otro que hay que despejar, lo fundamental, es que por más que el acompañante maneje un registro distinto de la abstinencia que el que puede tener el terapeuta, tampoco lo hace desde un lugar de simetría porque concibe el acompañamiento como un proceso con prioridad en el otro. En el acompañamiento a niños y adolescentes, esa asimetría se presenta además de manera forzosa por el lugar de adulto del AT.
El arte del acompañamiento es el de establecer un vínculo con una o varias personas, que funcione para ellas como espacio de reformulación de vínculos anteriores y como espacio de creación de formas nuevas de ser, de resolver, de construir en su entorno.
Aquí viene el problema de la formación de cada quien en el campo terapéutico. Es importante aprovechar las posibilidades de estudio y aprendizaje en sentido amplio, los espacios de discusión sobre la práctica, los momentos de reflexión, las reuniones de equipo, etc; de lo contrario es muy probable que sólo las identificaciones circulen, dificultando a veces la construcción de los analizadores críticos que permitan una salida novedosa que interrumpa el sufrimiento monótono.
El trabajo que en el campo del psicoanálisis se acostumbra a llamar supervisión, también es necesario para el AT. Compartir la elaboración del caso con alguien que nos inspire confianza al menos en dos sentidos: que su conocimiento de la clínica es sólido, y que su ética nos garantiza el comportamiento de cuidado hacia el material y la reserva en cuanto a lo que sucede en ese espacio, para que puedan plantearse las dificultades, límites, dilemas, desaciertos. Se trata de elaborar hipótesis que apunten hacia una coherencia del conjunto de datos, expresiones y situaciones que aparecen en el acompañamiento, a traducir secuencias de acción en secuencias de sentido, en algo “escuchable”, es decir, a construir el caso. “Contar” el caso es esencial para construirlo.
En la mayoría de los casos en los que resulta pertinente el AT, la tendencia a la repetición no reitera los tropiezos de novela neurótica, sino los vacíos en la búsqueda de un otro que haga soporte metabolizante, que ayude a hacer la existencia soportable
Para concluir, diremos que el acompañamiento terapéutico entraña un arte bastante específico, y este arte no es Teatral, pues no se trata de crear e interpretar personajes; no es un arte Marcial como el Judo, pues no se trata de controlar la fuerza del otro; que no es Coreográfico, pues no se trata de ir y volver de unos lugares, de transportarse. El acompañamiento terapéutico puede valerse de diversos medios porque en todo caso es un Arte Conceptual, donde lo que importa es el pensamiento que inspira el vínculo entre esas personas. El Arte Conceptual fue, es y podría ser aquel que ubica las ideas que produce una obra por sobre los materiales y los aspectos formales por los que está construida, y por eso es también capaz de cuestionar la eficacia de los formatos tradicionales del arte. El arte del acompañamiento se trata de las figuras que se crean como novedades y alternativas en el vínculo, que reelaboran críticamente lo que estaba dado, y se trata de la capacidad que estas figuras materializadas tengan para integrarse al universo interno de las personas implicadas.