Orientada por la pregunta apropósito del hacer del analista de niños y principalmente por los embrollos de mi posición como analista, me encontré preguntándome si los diversos modos de intervenir que utilizó en la clínica con niños y que se alejan de la estoica interpretación clásica podían sostenerse desde un marco psicoanalítico. Ya que la experiencia clínica me fue demostrando que si bien el uso y la apuesta a la palabra es la regla de cualquier espacio analítico, la utilización de la interpretación sin creces ( la verbalización de los contenidos inconscientes, el uso del equívoco y su consecuente descubrimiento del sin-sentido oculto) se presenta en ocasiones como irrupción, que interrumpe el juego (el decir infantil) haciendo obstáculo a la transferencia, impidiendo tanto el despliegue significante como la posibilidad de escucha por parte del niño.
El cuerpo del analista parece clave en su presencia, pero solo a condición que suponga fundamentalmente su ausencia. Hablo de un cuerpo otro, descontado, capaz de brindar una presencia agujereada, que se oferta en pos de que algo pueda ser dicho, jugado, escrito.
Es así como orientada por la pregunta me encomendé en la tarea de bocetar diversos recortes de mi práctica clínica, donde hayan tenido lugar intervenciones del analista. Seleccione a tal propósito tres.
Primeramente, recuerdo la situación de Tadeo, un niño de 7 años, quien vivía con su progenitor en tanto su madre biológica, con quien vivió hasta la edad de 5 años, se había ido a vivir a otra ciudad, dejando a él y a su hermana al cuidado del padre. En el espacio analítico, todo era exceso. Tadeo no podía jugar, sacaba un juego, luego otro, y así en una repetición lanzada al infinito. Juegos abiertos, historias sin cerrar.
Fue necesario empezar a vaciarlo, pero ¿cómo vaciar este demasiado lleno? Intervine sacando juguetes del espacio analítico, para dejar solo aquellos que Tadeo utilizaba: en un intento de vacío, vacié, en lo real. La sesión siguiente Tadeo llegó y se sorprendió al ver que “el cajón de juguetes no estaba más”. Me miró extrañado, y me preguntó “¿Dónde está el cajón? ¿Qué paso con él?” Respondí “no está más”. Tadeo, me miró, sostuve su mirada los segundos que necesitó, tiempo de pausa, pero no de quietud. Luego de lo cual, tomó los juguetes que sí estaban y me convocó a jugar.
Como casi nunca podemos calcular, ni anticipar, los efectos de nuestras intervenciones (Freud, 1912) me pregunté al finalizar el encuentro ¿Qué evidenció la pausa, de un Tadeo imparable? En ese acto de sacar el cajón, además de intentar introducir el vacío, se puso en Jaque otra cosa: la pérdida en lo real. La posibilidad de ubicar que hay cosas que ya no están, y que hay que hacer con lo que hay. Algo que Tadeo pesco rápidamente y a partir de lo cual, algunas historias empezaron a cerrarse.
En esta misma línea, recuerdo a Bruno. Causado por la pregunta sobre la muerte, pregunta que además resonaba en la historia familiar dada la existencia de muertes no elaboradas. Jugaba todo el tiempo “al juego del calamar”, una y otra vez, repetía este juego en sesión. ¿A que estamos jugando? Me preguntaba tras cada encuentro analítico.
Interpreté que era un juego de supervivencia, con desafíos constantes para poder “estar vivo”, quizás dentro de tanta muerte. Uno de “los niveles” del juego, constaba en dibujar en una hoja a todos los muertos. Dibujé a su indicación, alrededor de 70 muertos. Agotada, con las manos ya cansadas, introduje una variación en el juego, enunciando a medida que borraba “los muertos no existen”, “los muertos no están más”. A lo que Bruno me dice “la mamá de Lau está muerta creo”. Le respondí que sus padres me habían contado algo de eso, y que sería bueno que él pueda preguntarles. Es así como dibujando en acto aquello que él representaba en su cabeza, enunciando “los muertos no existen” acompañado del borrar, en acto, borrando la borradura, negando doblemente, hice existir los muertos. Por ello, se produce en el sujeto un antes y un después de esa intervención. Inaugurando así la pregunta por la existencia, obturada en Bruno.
Por último, mencionaré a Jota. Un niño muy pequeño en edad, diagnosticado tempranamente con autismo. Los papás de Jota, consultan a raíz de aquel diagnóstico y porque el niño padecía ecolalia. Mencionare dos intervenciones desarrolladas en el espacio. En una de las primeras sesiones, tomé el nombre del niño (al que no respondía) y dije moldeando el tono de mi voz jojo (en tono gracioso) -ta, jojo-ta, acción que repetí algunas veces más. La intervención intento introducir una escansión, que produjo una separación en la holofrase y que derivó posteriormente en la perdida de la ecolalia. Luego, en determinada sesión, habiendo trascurrido ya dos meses de tratamiento, jugábamos cada uno con un juguete similar, tomé una tiza, realicé una marca sobre mi juguete, que prontamente borré. En sesiones posteriores Jota solicitaba que marque mi objeto, para enunciar en un tiempo siguiente “el caballo está distinto”. Entonces advertí que aquella intervención, aquel juego de presencia-ausencia, sutil, al detalle, había introducido, una diferencia permeable. Poco a poco, algunos intercambios con el Otro fueron posibles para Jota.
Si bien los fundamentos del psicoanálisis valen en la misma medida para la clínica con adultos como con niños, los tres recortes clínicos seleccionados, me invitan a pensar en la especificidad de la clínica con niños. Especificidad dada por el modo de decir infantil, que implica no solo la pregunta sin miramientos por ese hueso duro de roer por sus excesos y aberraciones que llamamos deseo, sino además por el acercamiento de los cuerpos que dicha modalidad supone.
Tomando jirones de mi práctica, me aventuro a pensar que el cuerpo, pero también los objetos que pueblan cualquier consultorio de un analista de niños -aunque porten valor diferencial entre ellos-, no son meros soportes de intervenciones.
En tanto los niños convocan imperativamente a jugar al analista, quien habitado por una lógica presta su cuerpo como superficie donde pasarán palabras, amores, odios, cansancios, encuentros y desencuentros.
Con relación ello, las intervenciones comentadas se generaron teniendo como soporte superficies puntuales: el cuerpo del analista y aquellos objetos que forman parte del espacio de cualquier analista de niños: hojas, lápices, fibrones, tizas, cajones: los juguetes. ¿Qué lugar ocupan estos objetos en la clínica con niños y en las intervenciones del analista? ¿es el cuerpo del analista un objeto más?
El cuerpo del analista parece clave en su presencia, pero solo a condición que suponga fundamentalmente su ausencia. Hablo de un cuerpo otro, descontado, capaz de brindar una presencia agujereada, que se oferta en pos de que algo pueda ser dicho, jugado, escrito. Es el analista con su cuerpo, con sus manos, con sus ojos, con su voz, quien sostiene tanto la escena lúdica como el lugar transferencial que cada paciente le brinda. Por ello quizás la regla de abstinencia, es decir la posibilidad que el analista no ponga en juego sus propios sentidos en la escena analítica, me resulta un poco más riesgosa que en la clínica con adultos.
Tomando jirones de mi práctica, me aventuro a pensar que el cuerpo, pero también los objetos que pueblan cualquier consultorio de un analista de niños -aunque porten valor diferencial entre ellos-, no son meros soportes de intervenciones. Siguiendo a Porge, reflexiono que ambos podrían permitir jugar un decir por parte del analista “a la cantonade”, mediatizado (borrando a la persona que enuncia) y dirigido, en tanto apunta a producir efecto sujeto y a señalar esa doble cara del mensaje, que enfatiza la enunciación.
En este sentido, la metáfora del tapiz como aquel tejido particular policromático que realiza el tejedor, me resultó sugestiva para pensar el espacio analítico con niños. Por un lado, se encuentra el tejido constituido por diversos hilos, en este caso las formaciones discursivas de los niños (el juego, los dibujos, como textos del sufrimiento del niño y sus decires) y los materiales de juego (los juguetes y el cuerpo del analista). Ambos parecen figurarse como soportes fundamentales capaces de sostener el síntoma e invitarlo a hablar, en lugar de acallarlo.
Por otro, el tapiz requiere la tela de fondo (el tafetán), como la urdimbre particular que permite comenzar a tejer la trama. Pienso que, en la clínica con niños, esta tela de fondo, se orienta con relación a la disponibilidad ética de aquel que se ubique en posición de analista (diría en general, no exclusivamente de niños) tanto para dejarse sorprender, como para jugar “de verdad” y no de “mentirita”, bajo el falso ropaje de juego, algo. Como también por el reconocimiento por parte del analista no solo del lenguaje infantil, sino que aquel que llega, en este caso el niño, no tendría por qué saber que dice o juega, entonces ¿Por qué confrontarlo tiranamente a una supuesta revelación de la verdad que quizás no podrá escuchar? ¿Cómo y con qué maniobramos los analistas de niños para que algo se escuche?
Aunque el analista intervino de diversos modos, no lo hizo de cualquier manera. Solo porque el analista estaba allí atravesado por una lógica y desde una posición de escucha particular, apostando, sosteniendo y dejándose hablar con su cuerpo en el juego, fue posible que las intervenciones sean analíticas. Es decir, que tengan valor de interpretación: una resonancia que toque las tripas y produzca oleajes en el sujeto. De allí que se tratará en cada caso de no desentenderse, de jugar algo sin jugar lo propio, escuchando e interviniendo de diversos modos, en diversos registros, artesanalmente, acompañando las pinceladas, las ficciones, que cada sujeto pueda darse a su tiempo con relación a aquello que lo causa.
Angie Guillaume
angieguillaume [at] hotmail.com
Lic. en Psicología.
Especialista en políticas públicas, niñez, adolescencia y familia.
Bibliografía