...hay que aceptar el sensualismo, al menos como hipótesis
regulativa, por no decir como principio heurístico.
Friederich Nietzche
Es invierno, de noche tarde y hace mucho frío. Es nuestra segunda entrevista, llegan tarde y crispados. El saludo es una formalidad sin sonrisas, un paradojal “buenas noches” que no trasmite ningún desear. Se sientan, no se miran ni me miran y el silencio va dibujando estrellitas de hielo. Hago un ruidito (una suerte de carraspeo bajo, con la boca cerrada). Susana sube la mirada desde el zócalo a la mitad de la pared, No tengo nada que decir, dice; con velocidad de ping-pong Jorge retruca Yo menos. No pueden decir, les digo con gesto de ¡qué macana!; Susana me mira fugazmente.
Susana: No podemos decir, no podemos vivir, no podemos… ¡nada!
Jorge: Y menos que nada, coger.
Se miran, otra vez brevemente, con bronca.
Susana: ¿Pero vos realmente pensás que nuestro problema es coger, que estamos así por lo de anoche? Porque si vos realmente pensás que es así, o sos tarado o lo hacés a propósito. Es… es… (gesticula como ahogándose) ¡ay, dios mío! yo no puedo más…(se pone a llorar desconsoladamente). Jorge conserva una compostura inconmovible.
Jorge: Anoche, como todas las noches, no pasó nada. Nunca pasa nada. Nunca pasa nada más que discusiones y discusiones y discusiones. ¡Es increíble! Nunca un momento de relajarnos, de cortarla mínimamente un poco…
Susana: (pasando bruscamente del hipo lloroso a un tono cortante) ¡Pero vos qué clase de persona sos! Hace cuánto que estamos mal y, si querés hablar de ayer, para muestra basta un botón: estuviste todo el fin de semana trabajando en la computadora, no llevaste a Melina a hockey, no sacaste el perro ni una vez, me encajaste a tu vieja el sábado y el domingo com-ple-ti-tos, y vos te pensás que porque el lunes a la noche estás relajado porque ya pasó la reunión y me ponés una mano encima, ¿yo voy a tener ganas? No, m’hijito, no es así.
Jorge: Bueno, muy bien. ¿Y entonces cómo es? ¿Qué es lo tuyo, una venganza porque vino mi vieja?
La situación se presenta fríamente explosiva; cuando parece que algo va a suceder, recaen en un intercambio distante y crispado. Me recuerdan la metáfora freudiana de la colonia de erizos, cuya dificultad consistía en encontrar una distancia óptima entre el frío de la lejanía y el aguijón de la proximidad. Esta distancia óptima para estar juntos presenta aquí dos versiones, por un lado repartir las tareas y por otro, relajarse mínimamente. Versiones que, aunque se presenten como enunciados de cada uno de ellos, comparten la función de escandir y dosificar rígidamente el ritmo de las relaciones.
Jorge, debe primero cumplir con sus tareas (cargarse) para, recién entonces, relajarse un poco. Susana, entiende que las tareas deben repartirse (cargarse al mismo tiempo) para, recién entonces, relajarse un poco.
La sintaxis de estas versiones, es decir cómo se organizan, cristaliza un intercambio parejamente frustrante y displacentero. Jorge impone la mano, Susana no tiene ganas. Qué clase de persona sos y Lo tuyo es una venganza son las proposiciones que articulan las versiones de cómo estar juntos. Parece que pisamos el enconado terreno del narcisismo, donde toda pregunta (¿y entonces cómo es?) es retórica, pues ya tiene su respuesta.
Cómo son las cosas es algo que, con relación a múltiples situaciones, venimos preguntándonos hace algunos siglos. Si sabemos cómo son, podremos apoderarnos de ellas, poseerlas, dominarlas y “hacerlas” a nuestro gusto. Es ésta, sin duda, la versión más inmediata que todos compartimos acerca del poder como dominio, imperio, posesión, tenencia (Diccionario Sopena, 1910). Es de rigor a esta altura, enunciar que el poder no es ni una categoría ni un concepto psicoanalítico; concierne a disciplinas que nos son vecinas, filosofía, sociología, antropología, con quienes compartimos nuestro pensar acerca de lo humano. Esta vecindad de intereses hace que nuestros pensares se susciten e interroguen recíprocamente componiendo, por ejemplo, el título de este trabajo. Desde este borde me voy a permitir algunas licencias.
La primera de ellas sería proponer que, desde la perspectiva del narcisismo, el poder establece relaciones asimétricas (como por ejemplo, las del adulto con el infans o como las del sujeto con el objeto o como las del Estado con sus integrantes) y radiales (el poder tiene un centro –el adulto, el Yo, el Estado- del cual emana). Estas ideas nos hacen visible la situación presentada en la viñeta, como dos yoes-erizos en pugna y es solidaria con la versión más coloquial –y contractual- que tenemos de pareja. En sus comienzos, los psicoanalistas que se acercaron a la clínica con parejas, también la pensaban como dos yoes que convenían recíprocamente las condiciones de su habitat. Por su parte, en esta lectura de la situación de Jorge y Susana, la dupla aislamiento-aguijón instituye una suerte de paraguas que los cobija como pareja y regula sus intercambios. El centro del poder ha cambiado de lugar, hace sede en “la pareja” dominando sus integrantes y “haciéndolos” a su modo. El estado de pareja tiene el poder de instituirles, por ejemplo, igualdad de derechos: Jorge tiene el derecho de ponerle una mano encima, Susana, el de no tener ganas. Tablas. Me recuerda aquella definición de la diplomacia como la continuación de la guerra por otros medios; en este caso, una guerra fría.
Esta idea del poder la encontramos también, dentro del repertorio psicoanalítico, en la pulsión de dominio. Esta pulsión, otras veces traducida como de apoderamiento y estrechamente ligada en los desarrollos freudianos a la crueldad y el sadismo, se apoya en la musculatura, su fin consiste en dominar el objeto y, una vez instaurada la primacía genital, “asume la función de dominar el objeto sexual en la medida en que le exige la realización del acto sexual” (Freud, S. 1916). Sabrosa idea para las construcciones de género que inhabilita a las heterosexuales para su ejercicio y sostiene la idea de venganza de Jorge. Algo así como “si no puedes imponerle lo tuyo, impídele lo suyo”.
Hace unos años, me produjo fuerte impacto ver la cara de intenso placer de una niña de alrededor de dos años, corriendo de aquí para allá por un parque. No era una situación novedosa; debo haberla observado en mis hijos y en otros niños, sin embargo, a veces, cuando no prestamos atención, vemos de otra manera. Su entusiasmo parecía provenir del placer del movimiento, del ejercicio de un poder recientemente inaugurado, placer que, por otra parte, no parecía dirigirse a dominar ningún objeto. Sí, me dirán, su musculatura. Yo también dije eso a mi impacto, le expliqué que se trataba de una deambuladora, que atravesaba la etapa sádico-anal, pero aún así, su rostro embelesado seguía sugiriéndome más el placer del danzar libremente que la performance de una coreografía lograda. Sepultada por la represión de la sexualidad infantil, se nos hace difícil evocar las sensaciones que padecimos o disfrutamos en el encuentro temprano con nuestro alrededor, sensorialidad aún no atemperada por una puesta en sentido. Es probable que mi relajado estado de distracción me tornara más permeable a una sensorialidad sin selección cuyo efecto, aceitada en la representación y en la palabra, sólo logro nombrar como “fuerte impacto”. Pero el impacto ingresa y me afecta, desencadena un diálogo con aquello que sé acerca de los placeres de una niña de dos años; la tensión de este diálogo podrá reconducir mi impacto a confirmar mis saberes, o bien, podrá desencadenar una pregunta que me lance a pensar. Este diálogo adquiere características de confrontación, de lucha, se ve que hay allí fuerzas, “poderes” en pugna.
En sus comienzos, la invención del psicoanálisis enhebra tres ideas que se convocan e implican recíprocamente: inconsciente, sexualidad y placer. Para Freud lo psíquico, inexistente antes del nacimiento, comienza con un procedimiento que registra y resuelve una diferencia de intensidad: la primera experiencia de satisfacción. Mito o realidad que arroja al ser humano a una situación inédita cuyas condiciones no se habían hecho nunca antes presentes para él, placer es el nombre del “proceso, a la vez cualitativo y cuantitativo, de resolución de la diferencia” (Deleuze, G. 1968). Sexualidad, para el psicoanálisis, designa “toda una serie de excitaciones y de actividades (…) que producen un placer que no puede reducirse a la satisfacción de una necesidad fisiológica” (Laplanche,J. y Pontalis, J-B., 1965). El registro de estas excitaciones y actividades inaugura lo inconsciente (signo perceptivo, huella mnémica, representación-cosa). Todas estas ideas proliferan por el borde de otra: las pulsiones. Las pulsiones mismas son un concepto borde, linde entre lo somático y lo psíquico. Para caracterizarlas, Freud propone cuatro ítems: fuente (somática), objeto (contingente), fin (suprimir el estado de tensión) y drang (generalmente traducido como empuje o impulso; subraya el aspecto de carga energética y también el factor de motilidad).
Voy a tomarme sin más tardanza la segunda licencia, proponiendo que, desde la perspectiva pulsional, poder (como verbo no sustantivable) se coloca del lado del drang, del factor energético, de la fuerza. Aquí, poder carece de centro, se organiza en polígonos múltiples, no hay voluntad de imponer una forma ni, por consiguiente, de dominio. Este poder pulsional (les ruego nuevamente el esfuerzo de pensar en la forma verbal, en el hacer y no en el hecho) establece relaciones que no son, desde su partida, simétricas ni asimétricas; en todo caso los valores que se produzcan no serán otra cosa que posiciones inestables y transitorias de las fuerzas presentes en el campo[1].
Desde estos enunciados, la situación que presentan Susana y Jorge se nos hace visible como las dificultades que ellos tienen para encontrar un procedimiento que resuelva la diferencia. ¿Cuál? ¿La diferencia entre ellos? Depende del mapa con que pensemos ese entre. Si el mapa cartografía con relación al régimen de identidad, el entre se puebla o bien de aristas a ser limadas y huecos a ser llenados, o bien de aristas y huecos que se complementen recíprocamente. Este mapa mostrará las fuerzas tectónicas ya cristalizadas en una geografía. Es el mapa del estado del vínculo.
Pero si el mapa, como los meteorológicos, cartografía diferencias de intensidad que incitan, suscitan, producen sobre otras diferencias de intensidad capaces de ser incitadas, suscitadas, producidas, el entre se poblará de figuras inanticipables, fugaces e inestables (por eso el Servicio Meteorológico la pifia tanto o, para resguardarse, solo nos anticipa probabilidades). Pero como no es probable que Susana y Jorge lluevan o salgan el sol, pensemos en el entre conservando a la vista la idea del placer como resolución de la diferencia. Para la meta del placer, entonces, no se tratará del disciplinamiento de las diferencias bajo el régimen de la identidad -cosa que lo tornaría imposible-, ni tampoco, para el placer sexual, se tratará únicamente de la diferencia de sexos, tal como la sexualidad humana (habitada por heterosexuales, homosexuales, travestis, intersexuales, niños, etc.) viene haciéndonos ver. La diferencia que concierne a la experiencia de placer, parece ser la diferencia de intensidad, una distribución de aumentos y disminuciones diseminadas como estímulos y excitaciones. La noticia de estas diferencias de intensidad nos llega a través del sensorio. Estamos permanentemente expuestos a una sensorialidad sin selección aunque, al ser registrada, inscripta, ligada en representaciones, se inicie un procedimiento atributivo que conformará objetos, nombres, géneros. Es probable que el signo perceptivo freudiano y el pictograma de Piera Aulagnier nos acerquen a esos comienzos caóticos, a “esas zonas que gozan sin comprender, del tacto que oye, del labio que ve, de la piel que sabe de las flautas” (Cortázar, J. 1967). Con el tiempo la representación y el sentido aceitan tanto el recorrido de nuestras sensaciones que olvidamos, o rechazamos, o nos defendemos, del impacto y la sorpresa que ofrece siempre nuestro alrededor. Ni qué hablar cuando el alrededor es otro[2] que nos excita. Venimos tan disciplinados que el amanecer sólo nos emociona cuando estamos de vacaciones (en una heterotopía hetrocrónica, diría Foucault) o después de una (primera por lo general) noche de amor. El resto del tiempo y en nuestros lugares cotidianos, la luz de la mañana sólo representa el comienzo del día y significa que debemos levantarnos.
En la viñeta del comienzo no inventé, pero si enfaticé, su vertiente sensorial (en rigor, mi vertiente sensorial). Lo crispado, lo helado, la tensión que se aliviaba fugazmente en una descarga inespecífica (el llanto desconsolado de Susana) para retornar a la crispación; el tono (también postural) inconmovible de Jorge aunque hablara de un deseo insatisfecho o presenciara un llanto desconsolado, me hicieron figurar una dolorosa incapacidad para dejarse afectar: por el otro, por las intensidades que los habitan, por mi presencia. Desde la perspectiva de poder en su vertiente pulsional, la problemática que presentan es mucho más del orden de la impotencia que del abuso. Encorsetados en un procedimiento que insiste en regular y estabilizar se han atrincherado en un estado de disputa que más que hacer producir las diferencias, las aplana y entonces la clase de persona que pone la mano encima sólo produce venganza, que, dicen, es un plato que se sirve frío.
Esta puede ser una figuración de la afectación recíproca de vínculo y estado del vínculo[3], dimensiones heterogéneas pero siempre presentes en toda relación, que no se organizan en oposición binaria. Advierto ahora que tal vez me he tomado una tercera licencia al hacerlas corresponder a las perspectivas narcisista y pulsional del poder. Sin embargo es justamente en este ámbito donde se pone en juego la práctica psicoanalítica, su poder y su ética. Su intervención. Las intervenciones sobre el estado del vínculo se dirigen a despejar las sobresignificaciones que, a modo de resistencia, obstaculizan un hacer distinto, procedimientos de reproducción de sentido que habitualmente llamamos repetición. Pero si nuestro pensar acerca de la pareja sólo considera sus aspectos estatales, nuestras intervenciones sólo serán capaces de promover reformas del estado. Para el estado, sus integrantes son homólogos y homogéneos, toda diferencia es desigualdad o error. ¿Se trata acaso que Susana y Jorge acuerden cuándo, cuánto y qué hace cada uno? Es casi obvio decir que pienso que no se trata de eso. De modo que –junto con las intervenciones sobre el estado del vínculo que podríamos, sin abusar, denominar interpretaciones en la medida que acercan procedimientos y sentidos cuyos alcances no son concientes- se hacen necesarias otras intervenciones que apunten a promover y/o sostener la capacidad productiva de la tensión como expresión de la libre diferencia. Un ejemplo en la viñeta podría ser intentar transformar la pregunta retórica de Jorge (¿Y entonces cómo es?) en una indagación de sus modos actuales, abierta a la producción de modos nuevos.
Para finalizar, una última consideración acerca del poder, ya no con relación a la sexualidad, pero sí al psicoanálisis y su práctica. Años atrás, creo que fines del 2003, un ministro de Salud se refirió a los psicólogos. Muchos psicólogos, se quejó, y encima mucho psicoanálisis, mucho Lacan, cuando “los problemas que hay hoy en la Argentina son el alcoholismo, las adicciones, la violencia social, que requieren otro tipo de perfil profesional”, dijo. Opino que debemos agradecerle al ministro tanto su cumplido como su advertencia. Si en un alarde innovador el ministro había decidido psicopatologizar la miseria, la exclusión, la exacerbación de la inequidad económica, en fin, esas molestas consecuencias de la política de estado que fueran caracterizadas, minimizándolas, como “el costo social del ajuste”, coincidamos ampliamente con él y ansiemos carecer del perfil para abordarlas. Agradezcamos principalmente su advertencia: el psicoanálisis va a ser capaz de insistir en ser la peste, en la medida que continúe rehusándose a toda práctica de disciplinamiento o normatización. El “caso por caso” psicoanalítico no considera la particularidad de una serie, concierne a una singularidad. La psicopatología psicoanalítica no mapea las desviaciones respecto a la norma ni a la normalidad. El psicoanálisis no se “aplica” ni se “administra”; no gobierna ni educa; el psicoanálisis, como el poder, se ejerce, no para dominar ni imponer sino para incitar, suscitar, producir.
REFERENCIAS BILIOGRÁFICAS
Cortázar, J. (1967) La vuelta al día en ochenta mundos – Siglo XXI Editores
Deleuze, G. (1968) Diferencia y repetición - Amorrortu
Freud, S. (1916) Introducción al psicoanálisis – Amorrortu
Laplanche, J. y Pontalis, J-B. (1965) Diccionario de Psicoanálisis
Nietzche, F. (1886) Más allá del bien y del mal – Centro Editor de Cultura
[1] Por supuesto estas ideas no son mias, las he tomado en préstamo de Michel Foucault (principalmente todos sus desarrollos alrededor de la “microfísica del poder”). Sin embargo, me hago cargo de toda la responsabilidad sobre sus efectos en nuestra disciplina.
[2] Sé que sería políticamente correcto escribir otro/a, pero me refiero aquí no a un otro o una otra sino a lo otro, sin género, aunque sin duda el masculino de lo sin género es ya toda una cuestión. A veces se utiliza otredad, pero no me gusta como suena. No sólo no podemos desprendernos de la gramática, como pedía Nietzche, sino que en la elección misma de las palabras estamos tal vez (estoy sin duda) mucho más disciplinados de lo que nos gustaría pensarnos.
[3] Propusimos estas dos denominaciones con el Dr. Hugo Bianchi en Apuntes para una metapsicología del vínculo Actas del II Congreso Argentino de Psicoanálisis de Familia y Pareja, Buenos Aires, 2001.
Lic. Mónica Vaqué
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