Es destreza de la psiquiatría haber desarrollado, con rigor a veces, con fantástica inventiva otras, una capacidad descriptiva que agrupando rasgos, modos de ser, impulsiones, restricciones, tics conductuales... concibió variopintas entidades nosológicas. Y dado que se responsabilizaba al suceder somático de lo que resultara ajeno a la conciencia, la intervención clínica quedó circunscripta al lema de las casi 2000 páginas del Vademecum Clínico de Fattorusso-Ritter: del síntoma a la receta. No obstante, no sólo lo somático fue considerado, fundamento del trastorno mental, antiguamente se invocaba el pecado. La psiquiatría, como especialidad médica, fue propuesta por un tal Reil a comienzos del siglo XIX, en revuelta del positivismo científico contra los ancestrales devaneos sobre la condena moral, religiosa, del origen del miasma mental. La confrontación entre el punto de vista médico y la adjudicación de los trastornos a posesiones e influencias maléficas viene de lejos. Ya Hipócrates, entre los siglos V y IV a.C., salió al cruce de la creencia en el origen sagrado de la epilepsia -según consta en Tratados hipocráticos-: “No me parece que la ‘enfermedad sagrada’ sea en nada, más divina que las demás enfermedades, sino que tiene una causa natural… Aquellos que hicieran sagrada esta afección eran lo mismo que los actuales magos y purificadores, vagabundos impostores y charlatanes que utilizan lo divino para ocultar su impotencia y desconcierto…” Imposible reseñar aquí la historia de la disputa entre el naturalismo biológico y la invocación religiosa a las fuerzas del Mal, pero está claro que el medioevo fue una culminación del fanatismo cristiano. ¡Qué blasfemia que un médico escamoteara al clérigo un asunto espiritual! El Génesis bíblico estipula que Eva nos condenó a la miseria de enfermedad y muerte en razón de la tentadora, inquietante manzana a la que sucumbió, arrastrando al pánfilo primer hombre y con él a toda la humanidad. Consecuentemente, el Malleus Maleficarum, libro de doctrina de la Santa Inquisición escrito en 1486 por dos trastornados domínicos, Sprenger y Kramer, a pedido del papa Inocencio VIII -¡eligen cada nombre…!- cita a San Juan Crisóstomo en el apartado “Por qué la superstición se encuentra ante todo en las mujeres”: “La mujer es un enemigo de la amistad, un castigo inevitable, un mal necesario, una tentación natural, una calamidad deseable, un peligro doméstico, un deleitable detrimento, un mal de la naturaleza pintado con alegres colores”. Asistidos de santa inspiración y calentura satánica, estos frailes contribuyeron a que el catolicismo no sólo persiguiera judíos, también arrojara quinientas mil mujeres a la hoguera entre los siglos XV y XVII, acusadas de brujería. Salvo la falsa inocencia del papa Francisco al preguntarse en una visita a Auschwitz cómo Dios, habiendo hecho al hombre a su imagen y semejanza, posibilitó los campos de concentración y exterminio, no tengo escuchada, entre las imprecaciones a que los pobres sean menos pobres, los ricos menos ricamente egoístas, el capitalismo menos capitalista, una solicitud al Altísimo para que sea menos sádico, ya que lo concebimos a imagen y semejanza. Con lo cual entramos en tema. Y no se crea que lo anterior es artilugio, a cada página del Malleus se leen apreciaciones como que “Dios no se propone limitar los pecados humanos que son posibles para el hombre gracias a su libre albedrío… Dios permite que el mal se haga, pero no lo desea”. “Cuando Dios es más ofendido, le otorga (al Demonio) más poder de dañar a los hombres”. “No hay enfermedad física, ni siquiera la lepra o la epilepsia, que no puedan ser causadas por brujas, con permiso de Dios”. Y así sucesivamente.
La especificidad del sadismo radica en precipitar como finalidad el afán de sometimiento humillante
En 1897 Freud le escribió a su amigo Fliess que había conseguido el Malleus y, llevado por su dedicación a las brujas, lo leería con fruición. Hacia el fin de sus días, cuando el nazismo quemaba sus libros, tuvo razón al afirmar con áspera ironía que la humanidad había avanzado, en otra época lo hubieran arrojado a él a las llamas. Debió llegar este hereje, de irracional racionalidad, de inconsciente materialismo, para despejar el fundamento sexual, infantil, inconsciente del proverbial nudo pecaminoso destacando al deseo -la alegoría es suya-, que al modo de las sombras de la Odisea cobra vida toda vez que bebe sangre.
Freud entiende que algo del pulso mortuorio resta al servicio de la función sexual generando sadismo
Con lo anterior pretendo ubicar la problemática del sadismo. Freud es el último gran psiquiatra (a menos que a alguien se le ocurra postular al DSM IV) y, no sólo por inaugurar la serie, el primer psicoanalista. En la vertiente psiquiátrica están sus aportes a la nosología: la neurosis obsesiva, la histeria de angustia, las neurosis de transferencia y narcisistas… que destacan su agudeza para describir y distinguir patologías. En lo relativo al par sadismo-masoquismo, en Tres ensayos para una teoría sexual afirma que es la más frecuente e importante perversión; sigue a Krafft-Ebing, quien diagnosticó como perversión sado-masoquista la tendencia a causar dolor al objeto sexual o ser maltratado por él. En sentido estricto, advierte Freud, el diagnóstico debe reservarse para la sexualidad puesta al servicio de la humillación y el sometimiento, ya que la agresión y la voluntad de poder que habilitan la apetencia de saber (la categoría es de Nietzsche, Freud encuentra su cauce) integran la actividad pulsional. Vale decir, que la especificidad del sadismo radica en precipitar como finalidad el afán de sometimiento humillante. Al reformular la teoría pulsional Freud cambia de perspectiva y afirma que las tendencias destructivas, de aprehensión, la voluntad de poder provienen de ancestrales manifestaciones en las que con debut de ameba y expansión pluricelular… la libido procura neutralizar y arrojar fuera la pulsión de muerte que fuerza un retorno a lo inanimado. Pero… si un instinto -más que pulsión sería instinto- tiende a recomponer un estado anterior, ¿qué absurdo estado es lo inorgánico? ¿Qué sabor, qué memoria de la nada? Freud entiende que algo del pulso mortuorio resta al servicio de la función sexual generando sadismo; ya no se trata de libido pervertida, fijada a la humillación, sino de una esencia pulsional con núcleo tanático. Sin embargo, Freud no encuentra contradicción con lo adelantado en Tres ensayos. Considerarlo depende de que uno adhiera a la creencia en una pulsión de muerte, no es mi caso.
Volvamos a la elocuencia de Sprenger y Kramer en el Malleus: reiteradamente refieren lo propio del Demonio: enerva de tal modo el poder del Mal, que resulta imperioso incendiar Europa quemando cientos de miles de mujeres en las hogueras, a la vez que el arbitrio demoníaco rinde cuentas al Divino Poder del Bien. Ante esta contradicción esgrimen, machaconamente, un tremendo argumento: Dios no sólo permite, también incita a los humanos a pecar y, cuanto más ofendido está, mayor es el poder de goce, engaño y truculencia que Dios confiere al Demonio. Los inquisidores giran en un círculo de ascendente perversidad: habilitando los pecados humanos Dios tiene motivos de enfado y enfadado concita al Demonio, quien obviamente redobla el Mal. Si en Dios se invoca el amor, al habilitar al Demonio el erotismo gana, sádicamente, la escena. Quizá culminando en Teresa de Ávila, son frecuentes las manifestaciones de los santos que dan cuenta de este entrevero. ¿Tiene Dios en el Demonio el articulador necesario para erotizar sádicamente su poder sobre los humanos? El inquisidor, el torturador, logra por esta vía el sadismo que consume el poder pervertido. Como contraparte, el humillado tiene la chance de aceptar la posición y en época de prescindir del silicio volverlo subjetivo y ganarse un lugar junto al Señor mientras sus rezos dicen pésame Dios mío y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido, por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa…
¿Tiene Dios en el Demonio el articulador necesario para erotizar sádicamente su poder sobre los humanos?
En el Antiguo Testamento la situación es otra. Por tomar una referencia: En Éxodo se relata la salida de Egipto de Moisés y los israelitas. Con ese propósito Yahveh envía sobre los egipcios diez plagas, incluyendo la muerte de todos los primogénitos, desde el hijo del Faraón hasta el de la última esclava. El propio Yahveh se encarga de manifestarle a Moisés el motivo de llevar las cosas a tal extremo (14. Paso del Mar): “Que yo voy a endurecer el corazón de los egipcios para que los persigan, y me cubriré de gloria a costa de Faraón y de todo su ejército, de sus carros y de los guerreros de los carros… Y viendo Israel la mano fuerte que Yahveh había desplegado contra los egipcios, temió el pueblo a Yahveh, y creyeron en Yahveh y en Moisés, su siervo”. Este Dios volcánico, según Freud, procede sin asistencia demoníaca, su exacerbada iracundia está al servicio de la propia gloria -¡oh verdad de los dioses!-, pero el acento no cae en la erotización. El sadismo es asunto cristiano.
Tamaño lente de aumento ha de servirnos para comprender las veces que encontramos esta lógica en relaciones humanas, que, a pesar de su diversidad, destacan una sugestiva predilección por el contraste binario: Bien-Mal, Dios-Demonio, policía bueno-policía malo, eros-tánatos… la lista resultaría interminable. Veníamos por el lado eclesiástico, continuemos por ahí: en el confesor confluye una doble transferencia: es tal por haber recibido la unción Divina para contrarrestar los embates del Demonio; en esa condición recibe un repique de Bien y Mal generador de culpa, que el fiel le transfiere rogando perdón. Soportando -o no- su ascetismo, inclinado hacia variadas “filias”, en trance de indicar penitencia al pecador, el sacerdote es inquisidor.
El cristianismo es una praxis, no una doctrina de la fe. Nos dice cómo obrar y no lo que hay que creer
“Platonismo para el pueblo” definió Nietzsche al cristianismo, por haber diseñado sus dogmas según las aseveraciones de Platón acerca de una Verdad de la Idea trascendente, ubicando allí al Otro Mundo, el Verdadero, morada de Dios. Por eso, la exclamación “Dios ha muerto” equivale al ocaso de la Verdad y el realce del devenir. Esto debe ser tenido en cuenta por el psicoanalista si pretende dar soporte a una Verdad -sea del orden que fuere- al recibir las ocurrencias del paciente. No es necesario convertirse en oráculo, hay formas insidiosas; basta tentarse con soportar la Verdad para iniciar el deslizamiento por las instancias examinadas, y si por recíproca transferencia quien consulta colabora con su miseria neurótica de crueldad superyoica y acatamiento, el diablo, ducho en estas cuestiones, mete la cola y entonces…
Apostando a despejar dilemas de lo inconsciente, que no consiste en trascendencia, sino -al decir de Freud- en transformar miseria neurótica en infelicidad cotidiana, la clínica mantiene su posibilidad. Si en este desarrollo he mentado cuestiones del cristianismo organizado en torno a la moral del Bien y del Mal, vale que cite la siguiente consideración de Nietzsche (La voluntad de poder, 212): “El cristianismo es todavía posible en cada instante. No está ligado a ninguno de los dogmas desvergonzados que se han adornado con su nombre; no necesita ni de la doctrina del Dios personal, ni la del pecado, ni la de la inmoralidad, ni la de la redención, ni la de la fe; no tiene necesidad en absoluto de la metafísica, ni mucho menos del ascetismo, y menos aún de una “ciencia natural cristiana”. El cristianismo es una praxis, no una doctrina de la fe. Nos dice cómo obrar y no lo que hay que creer. El que ahora dijera «no quiero ser soldado», “no me preocupan los tribunales”, “yo no requiero los servicios de la policía”, “no quiero hacer nada que perturbe mi propia paz; y aunque por ello deba sufrir, nada podrá conservar mejor mi paz que el sufrimiento”: ése sería cristiano”. Y ni siquiera, que Cristo no fue cristiano, ni Freud freudiano, las doctrinas son afines al ano.