Fue en el transcurso de una sesión de análisis. Llevado por sus ocurrencias, el paciente había entrado en el difícil tema de la trasgresión y puso como ejemplo paradigmático el atrevimiento de Adán al probar el fruto prohibido. Advertido del modo en que la culpa enredaba su intimidad, intervine para distinguir lo que llamé seudo trasgresión, que aparenta vencer una prohibición pero termina consolidando la posición anterior. En el caso de Adán, el Bien como paraíso perdido y el Mal como pecado y culpa. Fue allí que recordó haber leído un libro escrito por Elie Wiesel, en el que se ocupa de Adán de un modo que ahora le resultaba afín a mi interpretación. “Quién diría –dijo-, resultar hermanado con el primer hombre”. La frase tuvo otras resonancias, que abrieron líneas asociativas, y quedó flotando la referencia al autor mencionado. Cuando a la sesión siguiente me trajo en préstamo su ejemplar de “Mensajeros de Dios”, de Wiesel, yo había hecho mi propia investigación: publicado en 1989 por el Seminario Rabínico Latinoamericano, no se encuentra en librerías, pero en la AMIA conseguí un ejemplar. El primer capítulo es “Adán o el misterio del principio”.
¿Quién es Elie Wiesel? Nacido en 1928 en Sighet, Rumania, durante la Segunda Guerra fue deportado con su familia a Auschwitz y luego a otros campos de concentración y exterminio, donde murieron sus padres y su pequeña hermana. Liberado después de la Guerra, viajó a Paris en 1948 y estudió en La Sorbonne, dedicándose a escribir sobre el Holocausto[1]. En 1986 recibió el Premio Nobel de la Paz. Según la estima del Jurado, su lucha lo constituyó en relevante guía espiritual en un tiempo en que la violencia, la represión y el racismo continúan caracterizando al mundo. En su discurso de aceptación, Elie Wiesel aludió a una de sus preocupaciones con estas palabras: “Lo contrario del pasado no es el futuro sino la ausencia de futuro, lo contrario del futuro no es el pasado sino la ausencia de éste. La pérdida de uno equivale al sacrificio del otro”.
Pero no sólo del horrendo pasado de la Guerra se ha ocupado Wiesel. En lo que nos concierne se trata del tiempo remoto de las leyendas bíblicas, al que entiende con palabras similares a las mencionadas de su discurso de recepción del Nobel: “Porque la historia judía se vive en presente… afecta a nuestra vida y a nuestra función en la sociedad”.
Por eso, precisamente, Adán. Según el Talmud no hay hombre que se parezca a su prójimo, pero todos nos reconocemos en Adán, en él están prefigurados nuestros deseos, rasgos y gestos. No obstante, Wiesel señala una diferencia crucial entre aquel hombre y todos sus descendientes, y vuelve al tema que le obsesiona: nosotros tenemos un pasado, Adán no porque nació adulto; prisionero de su presente, no tuvo la alternativa de refugiarse en fantasías o temores infantiles. Tremendo sino, poco y nada tenido en cuenta, ya que si con Shakespeare y luego con Freud podemos afirmar que estamos hechos de la sustancia de nuestros sueños, Adán resulta del sueño de Dios. A menos que la diferencia no sea tanta, ya que Borges escribe en su poema “Ajedrez”:
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
Reina, torre directa y peón ladino
Sobre lo negro y blanco del camino
Buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
Del jugador gobierna su destino,
No saben que un rigor adamantino
Sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(La sentencia es de Omar) de otro tablero
De negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonías?
Ese otro tablero, que los psicoanalistas llamamos inconsciente, no fue ajeno a Adán, quien sin el rodeo por el pasado debió sostenerse directamente en el designio del Otro, como un inconsciente sujetado al puro presente, para dar curso a los elementos que lo habían tramado, que no eran mera arcilla. Si Borges menta un inicio de polvo y tiempo y sueño y agonías, Wiesel cuenta que cierta vez un filósofo, dirigiéndose a Rabán Gamaliel le dijo que Dios concibió a Adán con material de excepcional calidad: fuego, viento, polvo, a los que sumó caos, abismo y oscuridad. Por eso Adán fue fogosamente impulsivo, voluble como el viento, caóticamente imprevisible y padeció la agonía de perpetuos remordimientos, a los que sólo su Hacedor hubiese podido consolar, pero se negó con estrategia de supremo ajedrecista.
No obstante, y aquí la paradoja, al Génesis bíblico le bastan cuarenta versículos para narrar una vida que se habría extendido por 930 años. Wiesel, en cambio, se mantiene atento a los Midrash que, según explica, en sentido amplio son interpretación, imaginación creadora. Entre las fuentes de sus estudios bíblicos ubica el Midrash Rabba, el Midrash Tanjuma, el Midrash Tejilim, como también el Talmud babilónico y el palestino además de otras referencias. “Como siempre –señala Wiesel-, el Midrash trata de compensar la condición de la Biblia y ofrece un retrato elíptico y al mismo tiempo sorprendente. Adán: la primera contradicción viviente”.
A tal punto contradictorio que Adán es presentado como alguien que a la inversa de la mayoría de los personajes mitológicos no aspiraba a la gloria, no se impuso como conductor de hombres ni dictó la ley a su arbitrio sino que desempeñó un papel secundario en su propia historia. ¡Este Adán, qué contradictorio! Tentado casi sin tentación no supo resistirse, nadie como él recibió tanto para perderlo bruscamente, todo le pertenecía salvo su voluntad y fue veleta de Dios y de su mujer. “Pobre hombre -concluye Wiesel con fina ironía-: castigado por nada. Y ni siquiera era judío”.
No hay más que seguir la secuencia del Génesis: al sexto día de su prolífica Creación, Dios se dijo: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra”, frase que encierra varias cuestiones: ¿Dios tiene imagen? ¿De qué clase es la semejanza? ¿Qué quiso decir con “nuestra imagen”? ¿De qué especie es ese plural proferido por el hasta entonces mayor solitario de los solitarios? Y no sólo eso, el relato continúa con un “Creó, pues, Dios, al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó”. Aquí el Hacedor vuelve a ser singular, pero de inmediato el texto vacila entre “le creó” y “macho y hembra los creó”. Tal vez, en este trámite autoerótico Dios mismo haya sido macho y hembra, ya que se trata de su propia imagen, pero aparece un “los creó” y a continuación sólo se habla de Adán. No es difícil intuir que campea la presencia de Lilith, la maléfica mujer que desairando a la Diosadánica pareja se fue a copular con los demonios, ganándose la censura bíblica. Pero en fin, ésa es harina de otro costado, como dijo alguien en excelente fallido. El caso es que hasta aquí tenemos a Adán paseándose con el Supremo por el Edén, entretenido en ponerle nombre a las criaturas. Entretanto... “Dios impuso al hombre este mandamiento: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio»”. Y a renglón seguido -no de Dios, que carece de medidas, sino del Génesis-… “Dijo luego Yahveh Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada»”. Ya teníamos macho y hembra, pero Dios quiso que fuese otra, no tan trasgresora como Lilith pero mujer al fin y anestesió a Adán durmiéndolo, le sacó la famosa costilla y dio curso a Eva. Tengo la sospecha, luego de la aseveración de Wiesel sobre la pasividad de Adán, que Dios habrá pensado: ¿Es éste acaso mi Obra Maestra? ¿Qué clase de semejanza puede tener Conmigo, que desoí a mi Eterna Madre, la Nada, para crear el Universo, cuando este pelmazo no se atreve a probar del fruto que se me antojó prohibido? Dios necesitó mayor habilidad y arrojo, necesitó de la mujer, sobre todo teniendo en cuenta al Midrash, donde consta que antes de crearla Dios se habría dicho, en su fuero interno, algo así como: no la extraeré de la cabeza de Adán, podría llevar la frente demasiado alta, ostentando arrogancia y orgullo. Tampoco la haré de sus ojos, podría resultar demasiado curiosa, llena de codicia; ni de las orejas, escucharía tras las puertas, ni de la nuca, porque tendría la cerviz dura y el porte insolente, ni de la boca para que no sea charlatana, ni del corazón porque enfermaría de envidia, ni de la mano, porque se metería en lo que no le importa. No -decidió Dios-, la formaré de la parte más casta del cuerpo de Adán, de su costilla. Y el Midrash agrega, con feroz humor masculino: “Pues bien, a pesar de estas precauciones, la mujer tiene todos los defectos que Dios trató de evitar”.
No sólo en el Midrash es posible encontrar este tipo de aseveraciones, también los griegos aportaron lo suyo. Hesíodo -siglo VIII a.C.- narra el origen de Pandora, la primera mujer: encolerizado con el sagaz Prometeo, que lo había engañado, Zeus meditó penas miserables; comenzó ocultando el fuego a los hombres pero aquél se lo robó para restituirlo a los humanos; esto ya era demasiado y en medio de la creciente cólera decidió atarlo a un pilar para que un águila se alimentase de su hígado[2]. Pero su sed de venganza pedía más, entonces Zeus profirió[3]: “Japetónida (en referencia a Prometeo, hijo de Jápeto), entre todos mucho más sapiente, te alegras de haber robado el fuego y de haber engañado mi corazón, gran pena para ti mismo y para los hombres venideros. Pues a éstos, en lugar del fuego, les daré un mal, para que todos se regocijen en su ánimo, tratando con cariño su propio mal”. De inmediato, encomendó a Hefesto (dios del fuego, artífice) para que “humedeciera tierra con agua y pusiera allí humana voz y fuerza y a las inmortales diosas en su aspecto imitara, a una bella figura de virgen, agradable; además, que Atenea enseñara labores: tejer muy artística tela; que la gracia derramara sobre su cabeza el áurea Afrodita, también penoso deseo y preocupaciones que devoran los miembros; y que le diera cínica mente y carácter ladino… y llamó a la mujer Pandora, porque todos los que habitan las Olímpicas moradas un don otorgaron, desgracia para los hombres emprendedores… Antes solía vivir sobre la tierra la raza de los hombres lejos de los males y sin el duro trabajo y las enfermedades penosas, que dan a los hombres muerte.” Pandora llegó a la tierra portando una caja como divino regalo a los hombres. Deslumbrado y fiel a su nombre, Epimeteo se rindió ante su hermosura -Epimeteo es “idea tardía”-, desoyendo la advertencia de su antitético hermano, Prometeo -su nombre significa “previsión”-, de que no aceptara un presente de Zeus; obviamente, el presente era tanto Pandora como la famosa caja -Pandora es “todo regalo”-. Así fue que “la mujer, quitando con sus manos la gran tapa de la tinaja, los derramó (a los males allí contenidos), y para los hombres se urdieron sufrimientos terribles. Sola allí la Esperanza, de las indestructibles moradas dentro permaneció, bajo los bordes de la tinaja, y hacia fuera no voló (de aquí viene aquello de que la esperanza sea lo último que se pierde)… Pero otros miles de dolores entre los hombres andan errantes; pues llena está la tierra de males, lleno el mar; y las enfermedades entre los hombres, unas de día y otras de noche, autómatas van y vienen, llevándoles males a los mortales en silencio, porque la voz les sacó el astuto Zeus”. Y pensar que uno suele disgustarse con el tango, cuando menta aquello de que las mujeres siempre son las que matan la ilusión…
Convengamos que las concepciones del Midrash y la griega difieren bastante de la que se le impusiera a un atormentado poeta cristiano del siglo XI, portavoz de la imperiosa necesidad de neutralizar a la mujer, que nos desvela, con la Virgen inmaculada: “El ángel que te saluda con un AVE invierte el pecador nombre de Eva y nos aparta, ¡Oh Santa Virgen! de donde proviene el pecado original”. Y ya que el cristianismo procedió por inversión en el Ave María, notemos que el revés castellano de ADAN es NADA, cifra de su tragedia.
Si estamos ante la noción de pecado, señalo una sustancial diferencia entre las perspectivas judía y griega y la que cristianamente nos endilga haber nacido manchados por el pecado original. En la tradición judía no hay lugar para tal cosa, los pecados no forman parte de herencia alguna, la culpa es intransmisible. Si algo nos liga a Adán es el sino de la muerte pero no su pecado, y aquí es donde se revela que lo propio de Adán no es una parábola moral sino una condición trágica.
Para seguir el hilo de la narración es preciso detenerse en el nudo de la historia, el del fatídico fruto. Ingresada a la escena, Eva se quedó con el papel protagónico, en tanto Adán resultó un marido débil, resignado. “Increíble pero cierto -señala Wiesel-: el mismísimo hombre que Dios considera su obra maestra, su realización suprema, se convirtió en una figura pálida, satisfecha de seguir a su esposa y dejarla decidir por él, por ambos”. Llegamos a la escena de Eva con la serpiente y la tentación de probar el fruto prohibido, que dicho sea de paso no era una manzana. La Biblia no estipula de qué se trataba, según el Midrash sería un cítrico (aunque es difícil imaginar a Eva pelando una naranja), un racimo de uvas o un higo. Recién en la Edad Media quedó la manzana asociada al fruto prohibido del Génesis, debido a que al manzano se lo llamaba malus, palabra evocadora del mal; la tradición medieval encontró en la manzana una alusión a la malsana caída en el pecado original; está visto que la manzana no es sólo caída newtoniana, estamos considerando otra gravedad. Sigamos con la serpiente: de buena labia, sus argumentos fueron subiendo de tono hasta que llegó al “Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses…” Mujer al fin y desde el principio, lo de ser una diosa venció cualquier resistencia y Eva se dejó llevar. Tomó el fruto en sus manos, durante un largo momento admiró su turgencia, su belleza; lo llevó a la boca y sin devorarlo saboreó la piel sin hacer mella en la pulpa, así estuvo hasta que un impulso le hizo hincar el diente y mordió un pequeño trozo. Se sintió desfallecer en gozosa pequeña muerte y de inmediato supo que moriría del todo. Dios mantendría su palabra. No obstante, hizo suya la astucia de la serpiente y atrajo a su proto marido a la trampa mortal. Había cometido la falta y quiso que Adán se asociara. En el Midrash consta una curiosa interpretación: Eva actuó como una mujer celosa; la idea de que Adán la sobreviviera y estuviese luego con otras mujeres (los designios del Hacedor son insondables) le resultó insoportable. Moriría, no lo haría en soledad. Sospecho que con todo lo dicho, el Midrash no ha de tener clientela femenina.
Con Adán el procedimiento fue distinto: Eva le tendió el fruto y él mordió, precipitándose sobre la oferta sin pregunta alguna. Ignorante del dislate, no comprendió su significado hasta más tarde, en que advertidos de sus recíprocas desnudeces escondieron sus vergüenzas con hojas de higuera -no de parra, esto sí lo estipula la Biblia- y acongojados corrieron a esconderse ellos mismos. Al momento sonó una voz atronadora:
-¿Dónde estás?
Obviamente, a Dios le importaba Adán y la pregunta era retórica, porque Él lo ve todo.
-Te oí andar por el jardín y tuve miedo -respondió el miedoso Adán.
-¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol que te prohibí comer?
Dios lo estaba gozando.
-La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí -contestó Adán, mandando al frente a Eva.
La siguiente pregunta fue para ella:
-¿Por qué lo has hecho?
-La serpiente me sedujo y comí -respondió Eva, mandando al frente a la serpiente.
Y entonces vino la condena de parir con dolor para Eva y el polvo al polvo para Adán.
Adán y Eva habrían gozado de una engañosa libertad, ya que el destino estaba calculado por el sublime estratega: debían renegar de Él para que sus descendientes le glorificasen.
Fueron condenados, ellos y nosotros, sus descendientes, los huérfanos de Adán. Según el Zohar, cada persona que muere se encuentra con Adán y le increpa que por su pecado le toque morir. Adán responde que cometió sólo un pecado y el muriente muchos, cada uno es responsable de su propio destino. Pero en eterno retorno, Adán muere sin morir en cada muerte.
Wiesel concluye con palabras que conviene citar: “Expulsados del paraíso, Adán y Eva no se abandonaron a la resignación. Enfrentados con la muerte, decidieron luchar por dar vida, por conferirle un sentido a la vida. Después de la caída comenzaron a trabajar, a esforzarse por un futuro que estuviera signado por el hombre. Sus hijos morirían: ¡no importa! Un momento de vida contiene la eternidad, un momento de vida vale por la eternidad… El hombre vuelve a comenzar cada vez que opta por desafiar a la muerte y ponerse del lado de la vida. Así, justifica el antiguo plan del más antiguo de los hombres, Adán, a quien estamos unidos tanto por la angustia que lo oprimió como por el reto que lo elevó por encima del paraíso en el que nunca entraremos”.
¿Lo habrán intuido Adán y Eva al probar el fruto prohibido? Lo ignoramos, es arte de la narrativa dejarnos en la incertidumbre. Sea como fuere, en tiempo de despertar cambiaron el eterno, soso paraíso por un instante de goce. Si Proust escribió que “los únicos verdaderos paraísos son los paraísos perdidos” ellos podrían responder que el único verdadero goce es del paraíso perdido.
[1] Puse la palabra “Holocausto” debido a que Wiesel la emplea y se ha impuesto, pero tal vez no sea la más adecuada, ya que con ella se designaba un sacrificio ritual en el que eran quemadas una o más víctimas. Quizá resulte más apropiado hablar de genocidio para mentar lo sucedido en la Segunda Guerra.
[2] Teogonía, v. 520. Losada, Colección Griegos y Latinos. Buenos Aires, 2007.
[3] Trabajos y días. Lo que sigue corresponde a los versículos que van del 55 al 100. Losada, ibíd.