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En el campo de la estética, que supo magnetizar el paso de la vida social y hacer contrapunto al pragmatismo, pocas cosas mantienen hoy un pulso luminoso. Algunas conservan su lugar en las frías gradas del prestigio, de un prestigio que no articula la cultura, más bien descansa en alguno de sus nichos. Son reliquias, y otras, se fueron oficialmente al tacho. El pulso estético de hoy es acelerado como una taquicardia, pero opaco. ¿O será que esos dínamos brillantes de la humanidad se han desplazado? ¿Han cambiado su ubicación y su apariencia? Tal vez sea eso, que no logramos reconocer su nueva forma en nuestra actualidad, acaso más y más tumultuosa. Como no lo sé, me atengo a lo que percibo desde mi recuerdo y una imaginación más o menos ilustrada. Entonces prefiero pasar por pesimista, pero registrar como perdido aquello que siento perdido.
Por eso quise comenzar esta columna evocando a Roberto Bolaño. Porque dos o tres cosas que sirven contra este clima entre yermo y hostil volvieron a abrigarme desde su literatura; ahí las reencontré y las descubrí fraguadas de forma prodigiosa. Un tipo de héroe menor, pero de especial significación para nuestra época: alguien que sabe perder sin identificarse como perdedor, que sabe por eso recordar lo vivido, lo que sin cerrar se termina.
Bolaño recuperó la peripecia de una literatura capaz de transportar valores, los que tematizan una misma ética para el arte y la vida. Lo hizo con todo el divertimento y el humor con que fuera posible. En el centro de esa cosmovivencia ubicó la valentía, vinculó la realización estética al coraje como virtud impura de un carácter. Valiente se es cuando no se desconocen el dolor y el temor. Bolaño es sinónimo de valentía, valentía es elegir, incluso entre aspectos de lo inexorable, es ganarse de alguna forma lo perdido, por lo tanto, no es sinónimo de acumulación.
Estos asuntos transitan las muchas historias que escribió este narrador genial, y también su pensamiento ensayístico que, por cierto, no es tan bueno, pero está armado hasta los dientes con las mismas salvas. En su conferencia titulada “Literatura + enfermedad = enfermedad” dice: El vencedor es Dioniso. Y su antagonista o contrapartida ni siquiera es Apolo, sino don Pijo o doña Siútica o don Cursi o doña Neurona Solitaria, guardaespaldas dispuestos a pasarse al enemigo ante la primera detonación sospechosa. Lo perdido, o lo gravemente enfermo, es en este caso la dialéctica como motor del arte.
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El verbo “perder” designa un abanico de experiencias con un centro común. Hablamos de perder cuando se presenta una ausencia irreversible, que nos mueve al proceso de duelo; a la vez llamamos pérdida al adelgazamiento de nuestras riquezas materiales, a la resta sobre nuestro poder adquisitivo; también al resultado de una competencia cuando este no nos favorece. A partir del centro común sobre el cual esta polisemia pivota, nuestra cultura rechaza esas experiencias en su conjunto, y lo hace a través de un sistema moral. Perder es lo malo, es lo peor, y sufrir la pérdida es una enfermedad que tiene mala prensa, comporta un estigma, el de la discapacidad.
Supongo que enfrentar la muerte de los demás y la de uno mismo son cosas que no tienen nada o casi nada en común. Es distinto, a veces más doloroso y más largo, despedirse de alguien que despedirse de todo.
Lo mismo pasa con las perspectivas y los proyectos que nos hicieron ser quienes somos. Cuando naufragan definitivamente en aguas cerradas, puede parecer más fácil dar la espalda al mar y dedicarse, por ejemplo, al negocio inmobiliario, que contemplar el remolino burbujeante con su centro oscuro, y luego el plano vacío, sobrevivir al dolor y meditar sus figuras hasta que se eleve el impulso de construir otro vehículo. Este ejercicio difícil abre rumbo para que nuestro deseo reconozca su propia potencia, aun sabiendo que el duelo es una ola que puede romper varias veces.
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Se me ocurre despedir esta comunicación recordando a Coyote y Correcaminos, que no es el argumento sobre uno bueno y uno malo. Acaso se trate sobre un ganador y un perdedor. Pero son infinitamente más creativas las maneras de perder del Coyote y más conmovedora su persistencia, que todos los atributos de ganador del Correcaminos. Es un maravilloso dibu, que nos alienta a esperar el día en que el Coyote alcance su objetivo. Este perdedor no patético, no es exactamente un terco, pues nunca fracasa de la misma forma. Se trata sin dudas de una fábula sobre el deseo y sus increíbles tropiezos.
Asumir lo perdido y, por nombrarlo de algún modo, lo perdiente, es indispensable para habitar la historia, es decir, el tiempo actual, y es más que nunca clave para empatar la intensidad de estar vivos.
Adiós lector, adiós lectora, salud y valentía.
Juan Melero
Psicoanalista, Rosario
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