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El cine y el mal

 

Las chicas buenas van al cielo,

                                                             las malas donde quieren.

                                                                                        (grafitti anónimo)

 

Un concepto polémico

 

No podemos negar que el mal, su problemática, sus representaciones más típicas como el infierno, el personaje del diablo, ejerció y sigue ejerciendo una poderosa fascinación sobre el imaginario colectivo.

La noción del “mal” sintetiza por un lado, el carácter “siniestro” del mundo que nos rodea. Cuando recreamos imaginativamente, por ejemplo el horror, decimos que estamos inmersos en un verdadero infierno gobernado por el mal, como algo exterior a nosotros. En tanto concepto polémico tiene un primer sentido, el que tradicionalmente le dieron las instituciones religiosas: que el mal penetra en el hombre desde afuera. El mal está afuera, es cuerpo, cosa, mundo y el alma ha caído adentro de él. Como en el caso de innumerables films de terror, donde la “simbólica del mal” se da en la posesión, y cuya matriz -en cuanto género cinematográfico- tiene su paradigma en El Exorcista (1973) del realizador William Friedkin, sobre la novela homónima de Peter Blatty, y que sólo en EE. UU. llegó a vender trece millones de ejemplares. Sin olvidar El bebé de Rosemary (1968) de Roman Polanski, con la actuación memorable de Mía Farrow, que una noche en medio de alucinaciones y pesadillas es violada por el mismísimo diablo, para luego “dar a luz la sombra”, el anticristo. Film, conocido también como La semilla del diablo, que le costó la vida a su esposa Sharon Tate cuando estaba embarazada, en un acto satánico perpetrado por el clan liderado por Charles Mason.

Este carácter exterior del mal da lugar al esquema de “una cosa”, una sustancia que infecta por contagio.

El mal, en estos casos, no procedería de la libertad humana hacia el mal, sino por el contrario, va de las potencias del mal hacia el hombre. O la experiencia humana del mal sería la mundanidad misma del mundo.

Más complejo es el caso del controvertido, célebre y censurado por décadas en la argentina, del film Los demonios (1971) de Ken Russell, sobre texto de Aldous Huxley, a su vez basado en hechos reales ocurridos en el siglo XVII en un convento de Loudun, Francia. En el que unas monjas fueron supuestamente “poseídas” por Satanás, sumiendo al convento en continuas orgías que fueron presenciadas por los habitantes de los alrededores.

 

Sin embargo, la otra representación del mal que viene haciendo el cine y la literatura contemporánea, es que el mal ya no necesita de “seres fantásticos o sobrenaturales”. Lo auténticamente relacionado con el mal, es descubrir que éste está en el seno mismo del ser humano. Como dice Malcom Mc Dowell en el film La naranja mecánica (1971) de Stanley Kubrick:

-Hemos nacido de monos erectos, no de ángeles caídos y esos monos eran asesinos armados.

 

Entonces, ¿Por qué nos resulta más interesante el mal que el bien? ¿Más atractivos los malos en el cine que los buenos? ¿El infierno que el paraíso en La Divina Comedia de Dante; La Guerra que la Paz en la novela de Tolstoi? ¿O el personaje del Guasón que el de Batman, en la versión de Christopher Nolan, El caballero de la noche (2008)?

Preguntas que nos llevarían a considerar, al menos en gran parte del tratamiento que hace el cine, al mal como el intermediario entre la vida y la muerte. En esta “veracidad del mal” como un estado de persistencia “absoluta”, se asegura una indestructibilidad en virtud del cual, el mal, “los malos del cine” incapaces de concebir otra posibilidad, se consuelan con la idea de cierta inmortalidad.

Es como si nos preguntaran: ¿no sabéis lo que es y lo que puede? Antes de negarlo o menospreciarlo aprende a conocerlo. No hay mayor juego que el juego del mal.

Siempre pensamos menos en el bien que en el mal, porque el mal excita más nuestras facultades intelectivas que nuestras sensaciones. De ahí que la invención y la representación artística del infierno como “espacio habitado del mal”, conjuga dos concepciones curiosas: en principio la eternidad, y luego la de una acción ejercida en sentido negativo a lo largo del tiempo. El verso famoso de Dante: “Los que entren aquí, que pierdan toda esperanza”, también es aplicable a los campos de exterminio de los nazis, allí donde esa fuerza primitiva del mal es burocratizada, banalizada (al decir de Hannah Arendt) y puesta en práctica por una organización devastadora. Un dato increíble pero cierto: Heinrich Himmler, el planificador de esas verdaderas industrias de la muerte, cuando llegaba tarde a su casa entraba delicadamente por la puerta de atrás, para no despertar a su canario.

Mediante una operación en la que únicamente puede intervenir el cuerpo. El dolor causado por el mal es algo que emana del cuerpo. Por eso, en muchos films el mal es una prolongación natural de las propiedades corporales.

 

Ambigüedad y precariedad moral

 

Otra característica a tener en cuenta, es la de los films en la que la idea del mal se transfiere a la monstruosidad física de un ser extraño, o un “cuerpo otro”. Como podemos observar en films como Drácula (1992) de Coppola o la primer Alien (1979) de Ridley Scott. Donde la “perfección estructural” de sus cuerpos, es sólo equiparable a su hostilidad (su “maldad”). El mal tiene la forma o adquieren las formas (metamorfosis) que tiene la dimensión del cuerpo.

Es importante remarcar la importancia que tiene el cuerpo en la cristalización, de lo que puede llamarse una tradición clásica de la concepción del mal que hace la literatura y el cine. Aunque en el fondo, como cualquier criatura viviente, estos “seres malignos”, sólo traten como cualquier ser, de sobrevivir a cualquier precio.

Incluso en esa lucha maniquea y simple, entre el bien y el mal; entre la luz y la sombra, la virtud y el vicio, propuesta por muchos films de la industria hollywoodense, se desprende que el mal no es la antítesis del bien. Sino su complemento.

Un film como el “atípico western” de Clint Eastwood, Los imperdonables (1992), plantea la idea que el “orden”, se expresa en el sentido que el mal como el bien, lejos de constituir una necesidad, es una condición indispensable al equilibrio de las fuerzas y la justicia.

¿Ambigüedad y precariedad moral, entre lo que es el bien y lo que es el mal, en determinadas circunstancias?

En su libro La necesidad del mito, entrecruzamiento entre el psicoanálisis, la filosofía y el arte, Rollo May explora la relación entre el mal-el diablo y la creatividad. Siguiendo como ejemplo la novela de Dostoievski (llevada al cine en 1958 por Richard Brooks) Los hermanos Karamazov, en la que leemos un diálogo más que interesante entre el diablo e Iván, en el que éste le replica: -Tú eres yo, con un rostro diferente. ¡Sólo dices lo que yo pienso, eres incapaz de decir nada nuevo! La realidad del diablo en cuanto encarnación de la “parte maldita” del hombre, reside en su oposición a las leyes de Dios. De ahí procedería la cualidad dinámica de la creatividad humana. Edgar Allan Poe, ejemplifica esta perspectiva en su poema más conocido El cuervo (también llevado al cine): Poe describe la batalla librada en su corazón entre eros y thánatos, entre el éxtasis y la agonía (¿entre las pasiones tristes y las pasiones alegres?). Esta alternancia, este conflicto, es una de las características del proceso creador, su pasión intrínseca.

“La pasión es la realización del deseo inconsciente. El deseo es un fenómeno de la pasión y su finalidad, en este sentido la pasión es algo que el alma padece o sufre. Es algo que toma posesión del sujeto, en el sentido de “posesión demoníaca”……, la pasión compromete al sujeto fundándolo y enajenándolo al mismo tiempo”.[1]

Por otro lado tenemos el film Moby Dick (1956) de John Huston, con guión de Ray Bradbury sobre la genial novela de Herman Melville. El film es la historia del mito del mal a bordo de un barco ballenero, con el capitán Ahab (Gregory Peck-el diablo) en busca enloquecida de la Gran Ballena Blanca.

En una carta a Hawthorne, tras haber acabado Moby Dick, Melvilla decía: “He escrito un libro perverso”. Cuando se enteró que Hawthorne lo entendía y le gustaba, le respondió: ¡“Me siento como un recién nacido!  Había experimentado la catarsis que se produce al crear algo bello. No sólo una” victoria” sobre el diablo o sobre el mal….Es más bien la catarsis consistente en sentirse purificado por la batalla con el diablo…[2]

Recordemos, que una de las características originarias y significativas del arte moderno, fue problematizar y profundizar sobre la cuestión del mal: no es casual que el primer monumento artístico de la modernidad, que inicia la poesía moderna, se llama Las flores del mal (1856) de Charles Baudelaire, y uno de los textos más emblemáticos de Arthur Rimbaud tenga como título Una temporada en el infierno. Llevada al cine por Agnieszka Holland en 1995 como El fuego y la sombra, protagonizada por Leonardo Di Caprio. Incluso hay un film de Jean Pierre Rawson de 1991 llamado Las flores del mal, biopic del famoso poeta. Centrado en el juicio que tuvo que padecer Baudelaire, por la publicación y posterior censura de su famoso libro.

El arte de ambos poetas calificados como malditos y satánicos, es en realidad la fuerza de ataque, desplegada para sobrevivir, a su manera una fuerza de resistencia; el mal como símbolo de rebeldía y libertad frente al mal y la crueldad exterior. Frente al optimismo superficial del progreso de la modernidad. El diablo como tema  y protagonista: una de las formas más frecuentes en la literatura y el cine. Saber o investigar si el mal es una condición general de la humanidad, es una de las preocupaciones de Baudelaire. Que como en Fausto, se presenta como amigo del hombre. Un hombre que por la ciencia puede invocar y hacer un pacto con el diablo. Personaje que atraviesa la historia del cine hasta nuestros días, una de las últimas es El abogado del diablo (1997) de Taylor Hackford, con Al Pacino (el diablo) y Keanu Reeves (el abogado). Y donde “el diablo” es la denominación concreta del concepto abstracto “el mal”. En el film el mal a través del personaje de Al Pacino, no sólo es una realidad tangible y palpable, sino además cotidiano. Una fábula moral del comportamiento humano frente al mal.

Tampoco es casual, que al final del film se cite El paraíso perdido de Milton, que al igual que en la obra de Baudelaire, el diablo (el mal) es emblema de libertad: -Prefiero gobernar en este infierno, antes que servirte en el cielo.

Si el mal es esencialmente humano, también lo es su libertad. El mal como acto creativo es el ejercicio de esa libertad.

A propósito, el último film del prestigioso director ruso Alexander Sokurov es Fausto (2011): una mirada muy singular y actualizada, una vuelta de tuerca sobre las adaptaciones literarias que viene haciendo el cine desde el expresionismo alemán, y del mito por parte de Goethe y Thomas Mann.

Desde otra perspectiva, encontramos en el film de Torre Nilsson Los siete locos (1972) adaptación de la novela homónima de Roberto Arlt, la trascendencia por el camino del mal, incluso la fascinación por la estética del mal. “Hay algo de impensable, algo que no se puede refrenar, en las conductas de los personajes de Arlt y de Dostoievski. Esa conducta “demoníaca” que siempre los lleva a un proceder trágico, sobre todo con respecto a sí mismos, hace que el dinero sea una presencia insoslayable por debajo de las acciones que no se pueden reprimir.”[3]

 

Sed de mal

 

Recordemos también, que la temática del mal ya aparece en el origen mismo del cine: El vampiro de Philip Burne-Jones es de 1897, basado en el texto homónimo de John Polidori, médico de Lord Byron, escrito en 1819. Después vino en 1922 Nosferatu de Murnau, (más festejada y reconocida por los cinéfilos) que también filmó un Fausto en 1926.

En este sentido, es muy interesante la relación y el estudio que hace Siegfried Kracauer, en su ya clásico libro De Caligari a Hitler, entre la retórica del mal, la temática “faústica” y la historia psicológica del cine alemán:

“Al exponer el alma alemana, el cine de posguerra pareció insistir en acentuar su carácter enigmático. Macabro, siniestro, mórbido eran los adjetivos favoritos usados para calificarlo”, leemos en la introducción del mismo. Yo agregaría demoníaco, como titula Lotte Eisner su libro La pantalla demoníaca, y que abre con una cita de Leopold Ziegler (El Santo Imperio de los alemanes, 1925):

“Es necesario calificar sencillamente de demoníaco ese comportamiento enigmático con respecto a la realidad, de ese todo sólido y cerrado que presenta el mundo. El hombre alemán es el hombre demoníaco por excelencia. Verdaderamente demoníacos son el abismo que no puede ser colmado, la nostalgia que no puede ser apaciguada, la sed que no puede ser saciada…”.

 

Innumerables son los films sobre el régimen nazi, y la lucha desesperada de los judíos por sobrevivir durante el holocausto, el genocidio armenio perpetrado por los turcos, los crímenes del “padrecito” Stalin, Hiroshima, etc., etc., hasta nuestros días. Citar y comentar los más importantes, obligaría a escribir otro artículo. Sin embargo, hay un film de Pier Paolo Pasolini, Saló o los ciento veinte días de Sodoma (1975) que sintetizaría, incluso por lo repulsivo e insoportable, la puesta en escena del genocidio cultural y físico de un mundo perpetrado por el poder sin límites del mal: la continuidad  de la violencia y la muerte hasta que ésta se torna mecánica, industrial. En la república de Saló de Mussolini-Sade, los humanos son menos que cosas, incluso consumibles como cualquier otro producto que se puede comprar y tirar. Saló: emblema del mal moderno. El bien común al que debe aspirar toda República es dominado por el mal absoluto de unos pocos. Que ejercen el mal con monstruosa ferocidad y monótona apatía. Y que al decir de Roland Barthes: “Se ve todo…de nada se te dispensa.  Lo que con tanto rigor se desnuda no es finalmente el mundo pintado por Pasolini, sino nuestra mirada”. Poner la mirada del espectador al desnudo frente a la desnudez del mal. De ahí que el film sea insoportable.

 

Ahora bien, si el arte pretendidamente antiguo todavía era “demostrativo” (lo que ocurrió hasta el siglo XIX con el impresionismo como punto culminante de la tendencia dinámica y la disolución  completa de la estática imagen medieval del mundo, que es lo mismo que decir de la economía cerrada de la Baja Edad Media al movimiento y la dinámica del Capitalismo), el arte del siglo XX se convirtió en “mostrativo”, en el sentido de que es contemporáneo del efecto de estupor de las sociedades de masa, sometidas al condicionamiento de la opinión y la propaganda de los mass media. La representación del mal, ya no necesita de infiernos “tan temidos”. Como dice Enrique Carpintero siguiendo a Freud: “el ser humano tiene una maldad originaria, pero no innata: tiene condiciones que pueden llevar a la maldad o a la bondad. El camino dependerá de factores personales, familiares y sociales”. El mismo hombre pudo crear la democracia como el nazismo. Recordemos la respuesta del genial Pablo Picasso a un nazi que le preguntó en la exposición de París en 1937 a propósito de su obra más emblemática: -¿Guernica? ¡Es obra de ustedes, yo no fui su autor!

Lejos en el tiempo y en el espacio, y no por eso menos actual, nos encontramos en Río de Janeiro y San Paulo, fines de la década del 70 con el film de Héctor Babenco: Pixote, la ley del más débil (1980), un poema trágico y cruel sobre el mal y la destrucción de la infancia: el film describe el momento preciso en que la inocencia de los jóvenes, al ser violada, inicia una espiral de violencia donde el mal se transforma en un arma de defensa ante el mundo que los rodea, totalmente injusto, que los lleva a sobrevivir fuera de la ley. El film de Babenco, que tiene un antecedente en Los olvidados (1950) de Luis Buñuel, ambientado en Ciudad de México, está tomado de la novela Infancia dos Mortos (1977) de José Louzeiro, basada en un caso verídico, en el que 102 menores fueron brutalmente violados, golpeados y abandonados en un despeñadero por la propia policía paulista.

Durante la década del 70 los escuadrones de la muerte, en Río de Janeiro masacraban sin culpa a chicos de la calle. Incluso 20 años después, en Olinda seguían apareciendo grafittis donde se leía: Limpie la ciudad: mate un niño.

En esa misma década en la Argentina, comenzaba su noche más negra, un verdadero “infierno de maldad”: represión ilegal-terrorismo de Estado-tortura-campos de detención y exterminio-desaparición y muerte-apropiación de chicos. Mientras, el General Jorge Rafael Videla, se confesaba y comulgaba con el consentimiento y complicidad de la cúpula de la Iglesia Católica Argentina. Films como la no tan convincente (vista hoy con perspectiva histórica) La noche de los lápices (1986) de Héctor Olivera a partir del libro homónimo de María Seoane, o la contundente Garage Olimpo (1999) de Marco Bechis, recrean  junto a muchos otros films como: Historias de aparecidos (2005) de Pablo Torello, El ausente (1989) de Rafael Filipelli, Nietos: identidad y memoria (2004) de Benjamín Ávila, por citar solo algunos, esa noche que parecía eterna. Y donde los ciudadanos, como en la novela-film de Kafka-Welles, no nos levantábamos de la pesadilla, sino a la pesadilla.

 

Epílogo

 

Una reflexión final, que se desprende a propósito de los ejemplos mencionados, a través de la literatura y el cine:

¿La potencia del mal surge de la naturaleza paradójica del hombre: ya que éste desea una altura y un destino imposible para un animal?

¿La dinámica del mal, no proviene que el hombre intenta negar su naturaleza animal? Ya que el hombre sobre todo desea perdurar, y conseguir de alguna manera la inmortalidad. Y como sabe, a diferencia de los animales, que es un ser mortal, ¿lo que más desea es negar esto? Puesto que los animales encarnan lo que más teme el hombre: una muerte sin nombre y sin rostro.

Para finalizar, y siguiendo el pensamiento de Georges Bataille, para quien el arte puede expresar toda la experiencia humana, pero fundamentalmente, expresa la parte maldita de esa experiencia.[4] Así, la creación artística es un acto de rebeldía, un afán por recuperar la cara oculta de la vida: el mal, lo instintivo, lo gratuito. Sin embargo, ¿no hay una paradoja, que hace que en la mayoría de los films, “el malvado” termina traicionando al mal, y el mal al malvado? ¿La glorificación del mal no termina siendo una especie de bien? Y como su atracción proviene de su poder de destruir, ¿ya no es nada cuando la destrucción se ha realizado? La maldad que quiere transformar la mayor cantidad posible de ser en nada. Al ser un acto de realización ¿no se encuentra al mismo tiempo con que la nada se transforma en ser, y lo que era la soberanía del malvado en otra forma de esclavitud? En definitiva ¿no se convierte el mal en un deber, y esto no es precisamente el bien?

¿No es acaso, toda obra plástica, literaria, o cinematográfica, aunque  trate y documente sobre la crueldad y el mal, en tanto creación artística, un triunfo de “las pasiones alegres sobre “las pasiones tristes”? ¿Y el fin último de toda obra de arte acaso, no radica en la alegría?

 

 

Héctor Freire

Escritor y Crítico de Arte

hector.freire [at] topia.com.ar

Notas

 

[1] Carpintero, Enrique, La alegría de lo necesario (Las pasiones y el poder en Spinoza y Freud). Topía Editorial, Bs. As., 2007.

 

[2] May, Rollo, La necesidad del mito. Ed. Paidós, Barcelona, 1992.

 

[3] Quiroga, Jorge, Los habitantes del demonio Arlt-Dostoievski, Fundación El Libro, Bs. As., 2000.

 

[4] Bataille, Georges, La literatura y el mal. Ed. Taurus, Madrid, 1971.

 

 

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Articulo publicado en
Agosto / 2012