Agamben (2014) define el dispositivo como “cualquier cosa que tenga de algún modo la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes” (p. 18) Los dispositivos producen subjetividad y puede tener efectos de inclusión o exclusión en los sujetos.
Feldman (2019) explica que los dispositivos comprenden “instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, discursos, en resumen, los elementos del dispositivo pertenecen tanto al registro de lo dicho como de lo no-dicho” (p. 20).
Los dispositivos producen subjetividad y puede tener efectos de inclusión o exclusión en los sujetos
Considerando estas definiciones podemos señalar que el dispositivo escolar es aquel que habilita que un niño o una niña se constituyan como alumno o alumna cuando ese lugar es ofertado.
Al hablar de inclusión escolar de niños con dificultades para sostener lazos se propone que es necesaria una flexibilización de las condiciones que la escuela ofrece para que ellos puedan formar parte, implementando dispositivos con una “una lógica de intervención colectiva” (Demarco, 2019, p. 16), lógica distinta a la que habitualmente existen en las escuelas que, desde su origen, ponen en marcha mecanismos tendientes a la homogeneización, produciendo la segregación de aquel que no logra ingresar en el “para todos”.
Son aquellos que no ingresan fácilmente al dispositivo escolar quienes denuncian los mecanismos de exclusión que el mismo genera.
A pesar de las flexibilizaciones en torno al regreso a las escuelas bajo la forma de una “presencialidad cuidada”, el espacio y el tiempo escolar han desaparecido tal como los conocíamos
El inicio de la Pandemia y la virtualización de lo escolar han permitido ver, con mayor fuerza, los mecanismos de segregación que habitualmente recaen en estos niños. A partir del imperativo “Quédate en casa” se han desarticulado los elementos del dispositivo escolar. A pesar de las flexibilizaciones en torno al regreso a las escuelas bajo la forma de una “presencialidad cuidada”, el espacio y el tiempo escolar han desaparecido tal como los conocíamos, los reglamentos, leyes, medidas administrativas y discursos a los que estábamos habituados resultan obsoletos en la coyuntura actual. Los docentes nos vimos confrontados desde el inicio de la pandemia con las preguntas: ¿cómo ocupar nuestro lugar?, ¿cómo instalar una oferta educativa?, ¿cómo sostener nuestro saber formal cuando nuestras “estrategias” no tienen sentido en el contexto actual?
Nos vimos obligados a pensar ya no cómo hacer lugar a un niño o una niña con supuestas dificultades, sino ¿cómo no caernos todos de nuestros lugares?, ¿cómo operar allí cuando cada uno de los elementos del dispositivo escolar estalló frente significante “aislamiento”?
La imposibilidad de contar con los espacios y tiempos institucionales habituales hace que el formar parte sea ahora un desafío para todos, incluidos los docentes. Nos vimos en la necesidad de inventar otros modos de construir el colectivo, otros modos de sostener nuestra función.
El aislamiento ha visibilizado la denuncia que realiza un niño que rechaza lo ofertado y queda excluido de la escena escolar: el dispositivo escolar es un artificio. Ha quedado al descubierto más que nunca que la posibilidad de realizar prácticas objetivantes o subjetivantes depende de los lugares que se ofrezcan, de las propuestas que se realicen.
Ya no fue posible negar que el vínculo educativo hay que reconstruirlo permanentemente. Apareció en primer plano el deber de contemplar la particularidad de cada sujeto.
Tizio (2003) plantea: “Los profesionales muchas veces tienen serias dificultades para aceptar la división del sujeto y la borran reduciéndolo a ser un «usuario» de un servicio definido por la vía de una identificación monosintomática. Al actuar de esa manera van en la dirección de las lógicas sociales que rechazan la dimensión subjetiva” (p. 177). No fue posible ahora hacer caso omiso a lo subjetivo y a lo imposible de las prácticas que intentan homogeneizar. Porque no hay siquiera un colectivo al que incluirse o del cual quedar fuera. La pérdida de las referencias habituales nos interpeló y obligó a construir ese colectivo bajo otras lógicas. Por la caída del dispositivo escolar todos fuimos los que perdimos nuestro lugar. Todos quedamos fuera, porque ya no hay un adentro.
Se vieron también desarticulados aquellos aparatos de gestión del síntoma (Tizio, 2003) a los que los actores de la institución escuela apelamos cuando un sujeto no “encaja”: la derivación a profesionales psi, la medicalización, la judicialización, etc.
La caída de estos recursos nos obligó a centrarnos en nuestra función, a tomar una posición distinta frente a los síntomas que tienden a ser un rechazo a la oferta educativa: hubo otros tiempos para los niños, pero también para los docentes, otros modos de enseñar que a su vez impulsaron otras formas de aprender. Hemos mirado más, nos vimos empujados a reconocer al otro, a invitar a los estudiantes a hacer escuela de otro modo.
Por supuesto hay sujetos que consintieron y otros que no a la oferta propuesta, pero también allí, frente al rechazo, nos vimos interpelados a buscar otras formas, otras intervenciones, ya no pudimos echar mano a la hipótesis del déficit porque no hay un saber científico encarnado en profesionales externos que la confirmen, ya que la Pandemia ha dificultado las derivaciones que suelen hacerse desde las escuelas. Tuvimos que apelar a nuestro saber formal y al saber que pudimos construir sobre el sujeto, con los límites que esto implica. La virtualización ha sacado a la ciencia y sus prácticas muchas veces intrusivas de la escena escolar.
Tal vez la experiencia actual permita sostener en el futuro prácticas que apunten a ver en cada niño un sujeto merecedor del lugar que le pertenece y podamos escuchar de otro modo el grito que denuncia la exclusión
Coccoz (2014) refiriéndose al trabajo con sujeto autistas hace un planteo que hoy vale para el trabajo con cualquier sujeto, porque ante la falta de respuestas, tuvimos que plantearnos: “¿Cómo ocupar un lugar adecuado, un lugar que sea reverso de la posición del amo? Para ello hay que dejar un vacío central, un resto. Es necesario poner en suspenso el saber, como fruto de nuestra experiencia previa, hay que ocuparse, día a día de agujerar la identidad de los enunciados, de sostener lo inédito de una palabra en una reunión, de generar una invitación para ponernos a trabajar…” (Coccoz, 2014, p. 77). No fue producto de la reflexión sobre la práctica (como propone la autora), fue la realidad la que nos agujereó los enunciados, nos expulsó del lugar de amos, nos enfrentó al vacío y nos puso a trabajar.
Tal vez la experiencia actual permita sostener en el futuro prácticas que apunten a ver en cada niño un sujeto merecedor del lugar que le pertenece y podamos escuchar de otro modo el grito que denuncia la exclusión y nos sintamos implicados a responder a él, transformándolo en llamado.
Cintia Cincotta.
cintiacincotta [at] gmail.com (c)
Profesora en Enseñanza Media y Superior en Psicología (Universidad Nacional de San Luis). Licenciada en Psicología (Universidad Nacional de San Luis). Docente capacitadora y Profesora Responsable del espacio curricular Psicología Educacional de los Profesorados de Educación Secundaria en Geografía, Historia, Ciencia Política, Lengua y Literatura e Inglés del Instituto de Formación Docente Continua de San Luis
Bibliografía