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La banalización de la injusticia social

 

La Editorial Topía editará en los próximos meses una nueva obra del psicoanalista Christophe Dejours. Dejours es un autor del cual se han traducido pocas obras a nuestro idioma.
Este libro, de gran repercusión en Francia, publicado por Ediciones Seuil, es un hito en la obra de que aborda la situación social actual desde una perspectiva novedosa.
A continuación ponemos a disposición del lector de Topía el primer capítulo de esta obra.

 

¿Cómo tolerar lo intolerable?

Nadie duda que aquellos que han perdido su empleo, aquellos que no pueden encontrar uno (desempleados primarios) o encontrar uno nuevo (desocupados de larga duración) y que sufren el proceso de desocialización progresiva, padecen. Cada uno sabe que este proceso conduce a enfermedades mentales o físicas, o, a las dos a la vez, por intermedio de un ataque a los cimientos de la identidad. Hoy en día todos comparten una sensación de miedo por sí mismo, por sus seres cercanos, por sus amigos o por sus hijos, frente a los riesgos de la exclusión. A fin de cuentas, todo el mundo sabe que cada día se agranda, en toda Europa, el número de excluidos y las amenazas de exclusión; y nadie puede esconderse honestamente tras el velo demasiado transparente de la ignorancia que disculparía.
Pero no todo el mundo comparte el punto de vista según el cual las víctimas del desempleo, de la pobreza y de la exclusión social, serían también víctimas de una injusticia. En otros términos, hay aquí, para muchos ciudadanos, un clivaje entre padecimiento e injusticia. Este clivaje es grave. Para quienes lo adoptan, el padecimiento es, por cierto, un malestar, pero este malestar no conlleva necesariamente una reacción política. Puede justificar compasión, piedad o caridad, pero no desencadena necesariamente indignación, cólera ni llama a la acción colectiva. El padecimiento no suscita un movimiento de solidaridad y de protesta a menos que se establezca una asociación entre la percepción del padecimiento y el hecho de una injusticia. Bien entendido, si el padecimiento de otro no es percibido, el problema de la movilización en la acción política no se plantearía, aún menos el de la justicia.
Para comprender el drama que constituye la debilidad de la movilización contra el desempleo y la exclusión, sería necesario estar en condiciones de analizar precisamente las relaciones y los lazos que se tienden o deshacen entre el padecimiento de otros y la injusticia (o justicia).
Las personas que disocian su percepción del padecimiento de otros del sentimiento de indignación que implicaría el reconocimiento de una injusticia suelen adoptar una postura de resignación. Resignación frente a un “fenómeno”: la crisis del empleo, considerada como una fatalidad, comparable a una epidemia, a la peste, al cólera, o incluso al sida. De acuerdo a esta concepción, no habría injusticia, tan sólo un fenómeno sistémico, económico, sobre el cual no tendríamos incumbencia. (Entonces, incluso si se tratara de una epidemia como la del sida, constatamos que las reacciones de movilización colectiva son posibles, y que no estamos obligados a aceptar el factum, ni a adherir a la tesis de la “causalidad del destino” que aquí sería más la consecuencia de una parálisis de la capacidad de análisis [Flynn, 1985]). Creer que el desempleo y la exclusión son el resultado de una injusticia o concluir, por el contrario, que éstos resultan de una crisis de la cual nadie es responsable no está incluido en una percepción, en un sentimiento o en una intuición, como es el caso con respecto al padecimiento. El problema de la justicia o de la injusticia implica en primer lugar la pregunta por la responsabilidad personal: ¿la responsabilidad de algunos dirigentes y nuestra responsabilidad están o no implicadas en este malestar?
Las nociones de responsabilidad, de justicia incumben a la ética y no a la psicología. El juicio de atribución, por su parte, pasa en primer lugar por la adhesión a un discurso o a una demostración científica, o incluso a una creencia colectiva, que se constituye en autoridad para el sujeto que juzga.
A mi parecer, la atribución del malestar del desempleo y de la exclusión a la causalidad del destino, a la causalidad sistémica, no se desprende de una inferencia psico-cognitiva individual. La tesis de la causalidad del destino no es resultado de una invención personal, de una especulación intelectual o de una investigación científica individual. Ésta es dada al sujeto desde el exterior.
¿Por qué el discurso economicista sobre el malestar, que lo atribuye a la causalidad del destino y niega la responsabilidad y la injusticia en el origen de dicho malestar, tiene la adhesión masiva de nuestros conciudadanos, con su corolario, la resignación o la ausencia de indignación y de movilización colectiva? Para responder a esta pregunta, me parece que la psicodinámica del trabajo1, que tienen incidencia en los campos psicológico y sociológico, puede aportar herramientas iluminadoras. En esencia, la psicodinámica del trabajo sugiere que la adhesión al discurso economicista sería una manifestación del proceso de “banalización del mal”. Mi análisis parte de la “banalidad del mal” en el sentido en que Hannah Arendt emplea esta expresión con respecto a Eichmann. No como ella lo hace en el caso del sistema nazi, sino como en el de la sociedad contemporánea, en Francia, a fines del siglo XX. La exclusión y el malestar infligidos a otros en nuestras sociedades, sin movilización política contra la injusticia, vendrían de una disociación realizada entre malestar e injusticia, bajo los efectos de la banalización del mal en el ejercicio de los actos civiles ordinarios por quienes no (o todavía no) son víctimas de la exclusión, y contribuyen a excluir y agravar el malestar de partes cada vez más importantes de la población.
En otros términos, la adhesión a la causa economicista, que agrava el malestar de la injusticia, no se desprende, como se suele creer, de la simple resignación o de la constante impotencia frente a un proceso que supera, funcionaría también como una defensa contra la conciencia dolorosa de su propia complicidad, de su propia colaboración y de su propia responsabilidad en el desarrollo del malestar social. Agrego que lo que aquí trataré de analizar no tiene nada de excepcional. ¡Es la banalidad misma! No solamente la banalidad del mal, sino la banalidad de un proceso que es subyacente a la eficacia del sistema económico liberal. ¿Es entonces una novedad? ¡No! Solamente es nueva la identificación de un proceso. Proceso que se vuelve más visible en el período actual, en razón de los cambios políticos sobrevenidos en el transcurso de las últimas décadas. Al mismo tiempo, cuando las luchas políticas y la movilización colectiva estaban más vivas y el espacio público más abierto que en la fase histórica actual, ese proceso de banalización del mal se encontraba menos accesible para la investigación. Entonces, voy a intentar analizar el proceso que favorece la tolerancia social al mal y a la injusticia, proceso por el cual hacemos pasar por un malestar aquello que, de hecho, implica el ejercicio del mal cometido por algunos contra otros.
Algunos lectores estarán tentados de detenerse porque habrán sentido que este texto no propone identificar un puñado de responsables condenables y analizar las estrategias de las que éstos se sirven para cometer sus fechorías. Incluso si los responsables existen, cuyo comportamiento amerita un análisis específico, su identificación no confiere a otros tantos, en particular a los lectores o al autor, el beneficio de la inocencia. El ensayo que sigue es un recorrido penoso, tanto para el lector destinatario como para su autor. El esfuerzo de análisis parece así necesario. Creo que permite comprender porqué no hay soluciones a corto plazo para el malestar social generado por el liberalismo económico en la fase actual de nuestro desarrollo histórico. No se trata de que la acción sea imposible, sino que habría falta, para poder iniciarla, reunir las condiciones de movilización que no parecen ser posibles sin un tiempo preliminar de difusión y de debate de los análisis sobre la banalización del mal. Por lo tanto, de esta banalización, creo poder decir que somos, la mayoría de nosotros, una parte involucrada. Debo agregar que si la banalización del mal no tiene nada de excepcional, en la medida en que sería subyacente al sistema liberal mismo, ésta estaría implicada también en las derivaciones totalitarias tal como las comprendidas en el nazismo. Pero entonces, ¿en qué consisten las diferencias entre totalitarismo y neoliberalismo? ¿Por dónde pasa la línea divisoria?
En ausencia de una respuesta clara a esta pregunta, esta banalización parece muy inquietante. El presente ensayo se encamina, más allá del análisis de dicha banalización, a identificar las especificidades del funcionamiento social ordinario en el sistema liberal. Deberíamos poder sacar algunas consecuencias para caracterizar las formas de banalización del mal en los sistemas totalitarios (que no fueron elucidadas de forma satisfactoria, incluso por H. Arendt, según me parece).
La banalización del mal pasa por muchos nudos intermediarios. Cada uno de ellos supone una construcción humana. En otras palabras, no se trata de una lógica incoercible, sino de un encadenamiento que implica responsabilidades. Este “proceso” puede entonces ser interrumpido, controlado, contrabalanceado o intervenido por decisiones humanas, que implicarían también responsabilidades. La aceleración o el freno de este proceso depende de nuestra voluntad y de nuestra libertad. Nuestro poder de control sobre este proceso puede ser acrecentado a partir del conocimiento de su funcionamiento. Al no poder inclinarnos en beneficio de la acción, el análisis que vamos a desarrollar podrá al menos servir para la comprensión, sin poder evitar el riesgo -que no es más que un riesgo- de una reconciliación trágica. Afirma en esencia Hannah Arendt: “comprender es una actividad sin fin por la cual nos adaptamos a lo real, nos reconciliamos con esto y nos esforzamos por estar de acuerdo o en armonía con el mundo” (Revault d’Allonnes, 1994).
En 1980, frente a la creciente crisis del empleo, los analistas políticos franceses preveían que no podría superar el 4% de desempleados de la población económicamente activa sin que surgiese una crisis política mayor, debiendo manifestarse en disturbios sociales y movimientos de carácter insurreccional, capaces de desestabilizar al Estado y la sociedad en su conjunto. En Japón, los analistas políticos preveían que la sociedad japonesa no podría asimilar política ni socialmente una tasa de desempleo superior al 4%. (De Bandt y Sipek, 1979).
Por cierto, no sabemos qué sucederá con la situación política japonesa. Pero sabemos que en Francia somos capaces, desgraciadamente, de tolerar hasta un 13% de desempleo y probablemente más. ¿Los analistas y quienes armaron las prospectivas se equivocaron? Sí y no. Sí, en la medida en que sus previsiones fueron invalidadas por la realidad. No, en la medida en que, probablemente, la sociedad francesa de los ‘80 no hubiese podido tolerar un 4% de desocupados, aún menos un13%, sin reaccionar mediante disturbios sociales y políticos. Evidentemente, el progresivo crecimiento del desempleo es lo que podría explicar esta tolerancia social inesperada. No porque este crecimiento haya sido demasiado rápido. Se trata probablemente de alguna otra cosa muy distinta.
Nuestra hipótesis consiste en que, luego de 1980, no fue solamente la tasa de desocupación lo que cambió, sería toda la sociedad la que se habría transformado cualitativamente, al punto de no tener ya las mismas reacciones. Para ser más precisos, contemplamos, bajo esta fórmula, esencialmente, una evolución de las reacciones sociales frente al padecimiento, al malestar o la injusticia. Evolución que se caracterizaría por una atenuación en las reacciones de indignación, de cólera y de movilización colectiva para la acción en favor de la solidaridad y la justicia, aunque se desarrollarían reacciones de reserva, de duda y de perplejidad, incluso de franca indiferencia, así como también de tolerancia colectiva hacia la inacción y de resignación frente a la injusticia y al padecimiento de otros. Ningún analista impugna esta evolución. A muchos los desespera. Solo las explicaciones de este fenómeno divergen. Comprendemos de manera errónea cómo una mutación política de esta amplitud pudo producirse en tan poco tiempo. La interpretación más común consiste en asociar esta pasividad colectiva insólita a la ausencia de perspectivas (económica, social y política) alternativas. Esta ausencia de perspectivas movilizantes es difícilmente cuestionable. ¿Pero es ésta, como piensan muchos analistas, la causa de cierta inercia social y política o su consecuencia? Personalmente, no creo que los movimientos colectivos de dimensión social sean habitualmente movilizados por la voluntad de marchar hacia un bienestar prometido por una ideología estructurada. Creo que la movilización encuentra su principal fuente de energía, no en la esperanza de un bienestar (ya que dudamos de los resultados de una convulsión política), sino en la ira contra el padecimiento y la injusticia juzgados como intolerables. En otros términos, sería más una reacción que una acción, reacción contra lo intolerable más que acción volcada hacia el bienestar2.
En esta perspectiva, nos faltaría tratar de comprender de otra manera que por la ausencia de una utopía social alternativa la debilidad de la movilización colectiva contra el padecimiento. Así, el problema se convierte en el del desarrollo de la tolerancia a la injusticia. Esto sería justamente la ausencia de reacciones colectivas de movilización que harían posible la continuidad del desarrollo progresivo del desempleo y de los desgastes psicológicos y sociales, hasta las tasas que conocemos en la actualidad.
Que la era Mitterrand (1981-1995) haya sido marcada por una abdicación ideológica con respecto a los ideales socialistas, bajo la forma de un “economicismo de izquierda”, es indiscutible. Pero esta abdicación política, que consiste en poner la razón económica por delante de la razón política, no es la causa de la desmovilización. Ésta más bien sería el resultado, durante largos años, a la vez incierto y sorprendente.
Este período de quince años es por otra parte caracterizado, en el universo del trabajo, por la puesta en marcha de nuevos métodos de gestión y de dirección de las empresas, que se traducen en el cuestionamiento progresivo del derecho del trabajo y de los beneficios sociales (Supiot, 1993). Estos nuevos métodos son acompañados no solamente con despidos, sino también por una brutalidad en las relaciones de trabajo que genera mucho padecimiento. Por cierto, lo denunciamos. Pero la denuncia queda sin consecuencias políticas, por lo mismo que sin ninguna movilización colectiva concomitante. Por el contrario, esta denuncia parece compatible con una tolerancia creciente a la injusticia. ¿Debemos ver en ella una prueba del frágil poder de los discursos de denuncia del plan político o el indicio de una duplicidad encubriendo, tras la denuncia, una tolerancia creciente? A menos que la denuncia no funcione aquí en el sentido habitual y condujese más a familiarizar a la sociedad civil con el malestar, a domesticar las reacciones de indignación y a favorecer la resignación, o incluso a constituir una preparación psicológica para padecer el malestar, más que a acelerar la acción política.

 

Christophe Dejours

Traducción: Lic. Valentina Picchetti

 

Notas

1.  Esta disciplina -inicialmente denominada psicopatología del trabajo- tiene por objeto, específicamente, el análisis clínico y teórico de la patología mental debida al trabajo. Fundada al finalizar la última guerra por un grupo de profesionales en ejercicio -investigadores reunidos alrededor de L. Le Guillant-, ésta conoce desde hace una quincena de años un nuevo desarrollo que ha conducido recientemente a llamarla “análisis psicodinámico de las situaciones de trabajo”, aún denominada por simplificación “psicodinámica del trabajo”. En esta evolución de la disciplina, el lugar asignado al padecimiento ocupa una posición central. El trabajo tiene efectos poderosos sobre el padecimiento psíquico. O bien él contribuye a agravarlo y a empujar progresivamente al sujeto hacia la locura; o bien contribuye por el contrario a transformarlo, a subvertirlo incluso, en placer, al punto que, en ciertas situaciones, el sujeto que trabaja defiende mejor su salud mental que aquellos que no trabajan. ¿Por qué el trabajo es tan patógeno, tan estructurante? El resultado no está nunca dado de antemano. Depende de una dinámica compleja cuyas principales etapas son identificadas y analizadas por la psicodinámica del trabajo.

2.  Entonces en este dominio, las conductas colectivas se distinguirían de las conductas singulares cuyo primum movens puede no ser reactivo sino que primitivamente es llevado adelante por el deseo (o por la pulsión). Esta diferencia me parece confirmada por la experiencia clínica en la psicodinámica del trabajo, que hace de quien la ejerce o del investigador un testigo privilegiado del nacimiento y del desvanecimiento de los movimientos colectivos concernientes a la justicia e injusticia en los lugares de trabajo. Esta experiencia, comparada a la experiencia clínica del psicoanálisis, es sugerente, y nos lleva más lejos, a una diferencia radical entre los procesos de movilización subjetiva individual y los procesos de movilización colectiva en la acción.
 

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Articulo publicado en
Octubre / 2005