El presente texto refiere a los atentados realizados el 11 de setiembre en EEUU. Apareció publicado en el diario Página/12 el viernes 19 de octubre de 2001
Es difícil no sentir horror ante inocentes precipitándose al vacío desde las torres en llamas, no identificarnos con semejante magnitud del dolor humano. Este sentimiento apasionado es un índice irrenunciable de toda política revolucionaria, si no queremos destruir nuestra sensibilidad humana, que es el fundamento diferente que nos distingue de la insensibilidad asesina y de sus cómplices. Más aún: ese horror, aún si lo rechazáramos como sentimiento para aceptarlo como estrategia política, no puede ser nunca un índice de eficacia para construir un mundo diferente. Cuidémonos de las complacencias del instante y los triunfos imaginarios y simbólicos. Cuidémonos con tomar a la parte por el todo. Cuidémonos de confundir la caída de las torres gemelas de Manhattan con el desmoronamiento real del capitalismo. O confundir la destrucción de un ala del Pentágono con el aniquilamiento de sus fuerzas armadas. Cuidado con las falsas satisfacciones imaginarias e instantáneas. Estamos también hablando estrictamente de eficacia política: de una eficacia mucho más cierta en la lucha de los pueblos contra el poder. No enaltecemos valores abstractos. No separamos el espíritu moral del cuerpo sintiente, como si estos valores morales fueran una aureola celeste que rodea la ingenuidad de bellas almas distanciadas de la contundencia feroz de la materialidad de los hechos. El dolor por el sufrimiento del otro tiene una inscripción material que potencia nuestros cuerpos. Precisamente porque queremos incidir en los hechos de la vida política de la gente rechazamos y nos duele la muerte de inocentes, sea donde fuere que habiten. Es necesario producir una razón distinta, un modo de pensar la lucha diferente. No gozar con el martirio de seres inocentes es nuestra fuerza. Es el lugar donde toma su punto de partida una racionalidad diferente, y por lo tanto otra estrategia. Que la impotencia y la frustración no nos lleve a complacernos en soluciones ilusorias. Estamos hablando de la eficacia real que requiere, más allá del instante del horror desencadenado, el tiempo lento, no instantáneo, de la maduración de las fuerzas populares. Son ellas las que permitirán construir, pensamos, una inmensa multitud de insurgentes pacíficos pero incontenibles. Serán los creadores de un verdadero poder moral, porque la moral es un poder que también vivifica los cuerpos. Sólo estos cuerpos morales pueden adquirir la eficacia material de modificar la historia y producir una fuerza de una cualidad diferente a la que ejerce el neoliberalismo, apoyándose en la muerte de millones de inocentes.
Hay quienes denuncian el terrorismo de los talibanes para justificar el terrorismo previo y más pavoroso de los EEUU: es bueno y es político denunciar esta hipocresía que consiste en dolerse por unas muertes y pasar en silencio el pavor de las otras. Nosotros somos quienes, sin haber justificado nunca ni el terrorismo de Estado ni el del imperialismo norteamericano, también reprobamos la masacre de las torres.
Siempre supimos que la política es el mundo de los hombres en lucha, el movimiento de las fuerzas objetivas de la historia. Pero también siempre supimos que ninguna necesidad dictada por "el hierro candente de los hechos" puede orientar los juicios sobre el valor de la vida humana. Los sufrimientos y tormentos no son intercambiables por otros sufrimientos y tormentos: hay que salir del círculo infernal que el imperio nos tiende.
Pensar la política exige el esfuerzo de recrear en nosotros mismos las formas del padecer humano. Hay padecer verdadero en las víctimas de las represiones estatales, de los planes de exterminio de los poderes que sean. Hay padecer verdadero cuando máquinas portentosas –gigantescos edificios y aviones- son encaminadas a chocar deliberadamente entre sí en medio del horror sobre civiles inocentes. En ese sacrificio no puede haber justicia ni motivo alguno de congratulación; también hay desolación y espanto.
Debemos ahora, todos juntos, condenar los bombardeos norteamericanos y, con urgencia, actuar para que cese la cruel retahíla de aniquilaciones y crueldades metódicas que se ejercen contra Afganistán, como siempre lo hicimos frente a todas las intervenciones del imperio. Sólo para el capitalismo preservar una vida puede ser una inversión despreciable. Sea en la Kabul bombardeada o en la Nueva York absorta.