Pues tal verdad, no oponiéndose a
ningún beneficio ni placer humano,
es bienvenida por todos los hombres.
Thomas Hobbes
La historia de lo que acontece entre verdad y política se fue entrelazando de formas diversas. Afirmar que se posee un acceso privilegiado al ámbito de lo verdadero, sirvió siempre como herramienta de fuerza para organizar de modo más sólido un tipo de gobierno o de dominio. Sin embargo, no nos interesa aquí ocuparnos de esa historia de legitimación tejida entre verdad y política, queremos más bien interrogarnos por cierto reverso de esa trama, por el papel que la mentira o el engaño han cumplido y están cumpliendo en el mundo de la política.
Durante el último año hemos escuchado hablar de la “posverdad”, especialmente, en el mundo de los medios masivos de comunicación, hemos sido testigos de un abuso de este término en artículos de periodistas y analistas políticos. Se pretende con su utilización, diagnosticar un espíritu de época: aquel en que los ciudadanos están más dominados por emociones que por la búsqueda objetiva de la verdad. Así se comenzó a hablar en el mundo anglosajón de “post-truth politics” y “post-factual politics” para tratar de comprender algunos fenómenos políticos que se pretendían movilizados por sentimientos, en los que la argumentación racional basada en hechos comprobables no habría jugado un papel preponderante. Particularmente se hacía referencia al triunfo de Donald Trump y del Brexit y, de este modo, se asociaba a la posverdad con políticas denominadas “populistas”. Más adelante volveremos a referirnos a esta relación entre posverdad y populismo, pero antes tenemos que precisar un poco mejor los términos con los que nos interesa pensar, demorarnos en su historicidad y abrir interrogantes que permitan recrear nuestra politicidad contemporánea.
Quizás no haya habido pensador más preocupado que Platón por las perniciosas consecuencias de que los hombres libres sean presa del engaño de hábiles políticos, de la seducción de la retórica enseñada por los sofistas o de los encantos que los poetas ejercen sobre las almas. Sócrates afirma en Fedro (271d) que “el poder de las palabras se encuentra en que son capaces de guiar las almas”, es por eso que si se quiere convencer retóricamente al auditorio, es necesario conocer qué tipo de alma es la de quienes tenemos que disuadir y dar entonces un discurso adecuado. Está claro aquí que lo importante de las palabras no es su capacidad mimética, su posibilidad de copiar o representar lo que sucede en el mundo, sino su poder de gobierno, una forma más que adecuada de dar cuenta de la expresión “guiar las almas”.
Quizás no haya habido pensador más preocupado que Platón por las perniciosas consecuencias de que los hombres libres sean presa del engaño de hábiles políticos
Para poder influir en las acciones y los comportamientos, las palabras tienen que construir, de todos modos, al menos un relato verosímil de su referente. ¿Es la verosimilitud sólo un elemento más en la estrategia de seducción del que habla o es, por el contrario, la seducción discursiva una disposición al servicio de la verdad, que sin la forma adecuada no puede generar los efectos buscados en quien escucha? Hay que seguir el juego de Sócrates (del personaje construido por Platón) en este sentido, su discurso se presenta como el verosímil del sofista. Esto es parte de lo que debemos pensar: la posición platónica es la que se esfuerza por mostrar la voluntad de engaño en el otro, como modo de debilitar su influencia en la polis. ¿Es un símil del sofista el que compone Platón en sus obras? Es una construcción ficcional, eso parece estar claro. ¿Quién es el interlocutor al que se dirige esta ficción sobre el uso de la palabra? Ciertamente el ciudadano, el hombre libre de Atenas. ¿Cómo hacer llegar a los ciudadanos atenienses la verdad sobre los sofistas si no es a través de un discurso convincente? ¿Se puede salir de esta circularidad de la problemática entre palabra y verdad?
En el centro de las preocupaciones platónicas está la diferencia entre doxa y episteme, entre opinión y conocimiento, que tiene su correlato ontológico en la diferencia entre apariencia y verdad. En boca de Fedro escuchamos la posición que Platón ataca: (260a) “-Fíjate, pues, en lo que oí sobre este asunto, querido Sócrates: que quien pretende ser orador, no necesita aprender qué es, de verdad, justo, sino lo que opine la gente que es la que va a juzgar; ni lo que es verdaderamente bueno o hermoso, sino sólo lo que lo parece. Pues es de las apariencias de donde viene la persuasión, y no de la verdad.”
El diálogo entre Sócrates y Fedro forma parte de una escena de seducción y comienza con distintos discursos sobre las relaciones entre amantes y amados. Tenemos que saber lo que es el amor para poder juzgar a, partir de allí, si un amante es o no adecuado para nosotros. Si este amante es muy hábil con sus palabras, guiará nuestra alma -y nuestro cuerpo, que se supone dependiente del alma- allí donde pretenda. ¿Y cuál es una de las debilidades que nuestra alma tiene frente a los discursos persuasivos? Se complace en ser adulada, le gusta ser conducida, hay un placer en entregarse a lo que seduce. Justamente por eso, desde el comienzo del Fedro está claro que para un hombre joven, entregarse sin criterio a cualquier pretendiente no constituirá a un ciudadano virtuoso en el futuro. Es necesario saber distinguir entre malos y buenos pretendientes, entre apariencia y verdad si se pretende ingresar de modo virtuoso en la comunidad política.
Sin embargo, la retórica ayudaría a confundir todo, haciendo pasar una cosa por otra, especialmente lo semejante. Por eso afirma Sócrates que (262a) “el que pretende engañar a otro y no ser engañado, conviene que sepa distinguir, con la mayor precisión, la semejanza o desemejanza de las cosas.” Hay algunos temas sobre los que es más sencillo el arte de la retórica porque no hay una verdad evidente de hecho y hay más discusión al respecto: la justicia y el amor son dos claros ejemplos. Sabemos cuál es la solución platónica a este problema, aunque tengamos aquí que pecar de simplistas: la postulación de un mundo inteligible, en el que la Justicia y el Amor se encuentran en su pura verdad y cuyo conocimiento privilegia el saber del filósofo. La comparación con la verdad (la Idea) es la única forma de solucionar con certeza el problema de las semejanzas o los pretendientes. Se comprende entonces que Platón desplegara en una misma obra, la República, su propuesta política respaldada por una teoría metafísica que instaura al mundo inteligible como garante de la justicia en la comunidad terrena, a la vez que corona al filósofo como el más adecuado gobernante, por su cercanía indiscutible con lo inmutable de la verdad. Sabemos que al final de esta obra Platón destierra a los poetas de la comunidad por él planificada, justamente porque su poder de seducción es muy grande. Leemos en República (606d) “¿no podemos afirmar que la imitación poética produce en nosotros los mismos efectos? Riega y alimenta lo que debería secarse poco a poco, y da el gobierno de nuestra alma a lo que debería ser gobernado para que fuéramos mejores.”
La búsqueda de la verdad por parte del hombre formó parte de los dogmas no discutidos por la tradición filosófica, al menos hasta la llegada de Nietzsche
Platón no solamente pretende mostrar que el filósofo es el gobernante más adecuado por su relación más directa con la verdad, propone además un modelo de formación que garantice que no seamos fácil objeto de seducción por parte de los engañadores. ¿Podríamos decir que una de las principales intenciones de la filosofía platónica fue que no se instaurara una cultura de la “posverdad”? Ciertamente, pero Platón no hubiera pensado en la discusión del valor de verdad de los hechos fácilmente verificables, como sucede en el caso del uso contemporáneo del término.
Si la filosofía se ocupa de problematizar los supuestos no revisados de determinadas formas de saber, está claro que la búsqueda de la verdad por parte del hombre formó parte de los dogmas no discutidos por la tradición filosófica, al menos hasta la llegada de Nietzsche. ¿Somos por naturaleza desinteresados buscadores de la verdad? Desde su temprano opúsculo Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Nietzsche duda de que así sea. Lo que denominamos “verdad” es, en todo caso, un acuerdo, una convención que respetamos para poder vivir de forma más segura, con cierto grado de entendimiento mutuo y previsibilidad. Detrás de la supuesta “voluntad de verdad” hay en todo caso una búsqueda de seguridad. “Por eso los hombres no huyen tanto de ser engañados como de ser perjudicados mediante el engaño; en este estadio tampoco detestan en rigor el embuste, sino las consecuencias perniciosas, hostiles, de ciertas clases de embustes. El hombre nada más que desea la verdad en un sentido análogamente limitado: ansía las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que mantienen la vida; es indiferente al conocimiento puro y sin consecuencias e incluso hostil frente a las verdades susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos.”1 Se opera así un corrimiento desde la problemática de la verdad y la mentira, la realidad y la apariencia, hacia un mundo cuyas formas de valorar son más variadas. Para eso primero hay que aceptar algo que es poco seductor para cierto posicionamiento del hombre que se define a sí mismo como animal racional: no es la verdad a toda costa lo que buscamos. Hay en nosotros más voluntad de creación, de ficción, de invención, que voluntad de descubrir algo ya dado. ¿Por qué entonces preferimos definirnos más como científicos que como artistas? La respuesta de Nietzsche es de índole moral: seremos más buenos, esto es, más inofensivos para los otros y para nosotros mismos, si reforzamos lo aceptado como verdadero, en lugar de ponerlo en crisis. “Que la verdad sea más valiosa que la apariencia, eso no es más que un prejuicio moral; es incluso la hipótesis peor demostrada que hay en el mundo.”2
El poder de ciertos dispositivos de información y propaganda puede ser tal, que mienta deliberadamente sobre información importante
Se desarticula así el problema platónico: ya no se trata de poder distinguir entre la verdad y la apariencia, sino de comprender las dinámicas de poder que llevan a que ciertas formas de valorar sean consideradas como verdaderas. Allí donde una perspectiva se estabiliza como verdad, está ejerciendo un dominio por sobre otras perspectivas, inclusive las que aún no fueron creadas. ¿Significa esto que Nietzsche inaugura una época de la posverdad? Si pensamos a la verdad en sentido platónico, podemos afirmarlo. Ya no hay una verdad que sea fundamento absoluto, de ahí el concepto de la muerte de Dios. Pero, nuevamente, este no es el concepto de posverdad que se puso en juego en el último año en torno al mundo político. Nietzsche abre el juego que Platón pretendió cerrar: no hay una sola forma de amor, ni una sola forma de justicia: aunque mantengamos ciertas ficciones como si fueran verdades, la aventura de la vida consiste en crear y poner en práctica marcos interpretativos nuevos, justicias y amores inéditos. La afirmación nietzscheana “no hay hechos, hay interpretaciones” no intenta relativizar los hechos fácilmente verificables dentro de un marco interpretativo, sino profundizar el giro copernicano de Kant: no accedemos a una realidad neutral, a unos hechos desnudos, puramente objetivos, sino a una forma en la que están organizados, valorados, interpretados de cierta manera. En este sentido, la posverdad de moda por estos días, poco tiene que ver con una herencia nietzscheana. Sí son importantes para comprender mejor el fenómeno contemporáneo, las indicaciones de Nietzsche sobre nuestra voluntad creadora escondida detrás de la pretendida voluntad de verdad, así como la insistencia de Platón en el delicado juego de la seducción.
Hay un punto central en que verdad y política se excluyen, por eso resulta tan sospechosa esta repentina preocupación periodística por la caída del rigor de la verdad en el mundo de la política. Hannah Arendt insiste en ello en un artículo indispensable para pensar esta problemática, titulado Verdad y política. La verdad es coactiva, si algo es un hecho verdadero, no admite discusión ni debate, la realidad como tal es despótica. La posibilidad de liberarnos de lo despótico es el comienzo de cierta vida política. “Nuestra habilidad para mentir -pero no necesariamente nuestra habilidad para ser veraces- es uno de los pocos datos evidentes y demostrables que confirman la libertad humana.”3
Por supuesto que el poder de ciertos dispositivos de información y propaganda puede ser tal, que mienta deliberadamente sobre información importante. La propia condición de fragilidad de los hechos, su dimensión de inevitable fugacidad, hace que no sea tan complejo el hecho de olvidarlos o modificarlos cuando las circunstancias así lo requieran. En este sentido, la emergencia de mecanismos para confirmar información, ayudaría a controlar la proliferación en la circulación de mentiras convenientes a intereses o estrategias políticas. Pero quizás la filosofía tenga poco que decir cuando nos referimos al escueto ámbito del “chequeo de la información”.
Antes de que podamos denominar algo como un “hecho”, sí podemos preguntarnos por el estatuto del conocimiento de esos supuestos hechos, así como se puede proponer una ontología que intente dar cuenta de ellos. Después de los hechos, se abre otro gran campo problemático para la filosofía. Nos referimos a los modos en que esos hechos son interpretados, relacionados y conectados con otros hechos. En este nivel se construyen relatos, comprensiones, formas de ver el mundo que se alimentan, entre otras cosas, de datos e información. Las concepciones de “verdad” que podamos tener en este nivel no son fácilmente contrastables, implican valoraciones que están entretejidas con creencias, prejuicios, ideologías de las que no podemos escapar completamente, porque son constitutivas de aquello que somos.
En lugar de asistir al cuidado por la verdad, estamos asistiendo a una construcción verosímil de un adversario político irracional, tan tomado por las pasiones, que se lo quiere deslegitimar como sujeto político pleno
Si la discusión política se intenta trasladar desde el complejo campo de las significaciones, las valoraciones y el riesgo de la constitución de nuevas formas de estar en común, hacia el mundo de la información correcta o incorrecta, es porque se nos quiere desplazar del propio campo de lo político. Esto debería hacernos sospechar que, en lugar de asistir al cuidado por la verdad, estamos asistiendo a una construcción verosímil de un adversario político irracional, tan tomado por las pasiones, que se lo quiere deslegitimar como sujeto político pleno. Deberíamos sospechar también que estos pretendidos amantes de la verdad están construyendo a la vez un verosímil para sí mismos: la posición de sujeto dueño de sí, que gobierna adecuadamente sus pasiones. Quizás sean de ese modo, las primeras víctimas de aquella forma de seducción tan común en nuestros días, la que enamorada de la imagen que recibe de su falso espejo, carece de criterios para revisar la propia complacencia.
Bibliografía
Arendt, Hannah, Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Península, 1996.
Nietzsche, Friedrich, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Madrid, Tecnos, 1990.
Nietzsche, Friedrich, Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 1997.
Platón, República, Buenos Aires, Eudeba, 1996.
Platón, Diálogos III (Fedón, Banquete, Fedro), Madrid, Gredos, 1993.
* Maestrando en Estudios Interdisciplinarios de la Subjetividad (Facultad de Filosofía y Letras, UBA)
Notas
1. Nietzsche, Friedrich, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Madrid, Tecnos, 1990, p. 21.
2. Nietzsche, Friedrich, Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 1997, p. 76.
3. Arendt, Hannah, Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Península, 1996, p. 263.