Este texto fue extraído de Perón: entre la sangre y el tiempo. Lo inconsciente y la política. Del duelo a la política: Freud y Clausewitz. Tomo I. Pag.40 Editorial Catálogos. Argentina. 1998
¿Por qué este retorno al complejo de Edipo? La psicología se halla tan distante de la política y de la vida, se dirá. La respuesta es simple: cuando Freud se plantea este problema en realidad está preguntándose por otro más fundamental: cómo la cultura alcanzó a dominar a los hombres, y a qué métodos tuvo que recurrir para lograrlo.
El complejo de Edipo aparece entonces utilizado luego como un “método cultural de dominación”, y se inscribe en el problema del poder que alcanzará en el Estado su forma de dominación más acabada, aunque supone previamente esta otra, infantil, que la preparó 1. Nos interesa, pues, trazar las líneas más generales de este proceso de dominación, situar la génesis individual del dominio omnipotente sobre el individuo, la interiorización de un poder absoluto en la subjetividad. En pocas palabras: la expropiación de la agresividad del hombre como método de dominación social. Todo está jugado aquí desde un comienzo: la contención de la violencia es el resultado de este enfrentamiento que borró el origen, eliminó su momento arbitrario y fundador desde el cual prendió en nosotros para trazar desde allí un comienzo infinito, fuera del tiempo y de la experiencia, anterior y previo a todo lo que podamos pensar, vivir, recordar y hablar.
El complejo parental organiza así la forma fundamental aunque infantil, de nuestros anhelos adultos. Es la forma más desnuda y simple de todo enfrentamiento, pero al mismo tiempo la más densa en su simplicidad: es el “concepto simple” de la dominación social, vivido y planteado como drama, pero que también puede llevarnos a lo concreto y real. Sobre los tres personajes -madre, padre, hijo- planea un cuarto, implícito e invisible, aunque poderoso: los límites que le marca la ley social.
Pero el complejo de Edipo -“disuelto”, “liquidado”, “destruido”- no queda como una célula muerta en un organismo que le sobrevivió. Cuando Freud se plantea este problema está en realidad preguntándose por un problema más fundamental: cómo “la cultura” utilizó la energía de la propia violencia de los dominados para dirigirla contra ellos mismos, y a qué métodos recurrió para lograrlo: se inscribe en el problema del poder que alcanza en el Estado su forma más acabada. Porque también para Freud el Estado prolonga ese complejo y logra reservar para sí el ejercicio de la violencia -es su privilegio- de la que despojó a los demás.
Esta forma sutil y prematura de sustraer y apoderarse de la violencia individual se inscribe en el niño como un extremo preparatorio de la sustracción de la agresividad colectiva adulta que el Estado aprovecha.
No nos detendremos a explicar el advenimiento histórico del poder ilusorio del Estado y su omnipotencia. Tratamos simplemente de situar la génesis individual del dominio omnipotente sobre el individuo, la interiorización de un poder absoluto en la subjetividad: la expropiación de la agresividad del hombre como método de dominación social.
“¿A qué recursos apela la cultura para coartar la agresión que le es antagónica, para hacerla inofensiva y quizá para eliminarla? Ya conocemos alguno de esos métodos pero seguramente ignoramos el que parece ser más importante”.
El “método” cultural más importante de coartar la agresión gira entonces alrededor de un núcleo fundamental: despojar al hombre de la fuerza con la que expresaría su antagonismo y su rebeldía, eliminándola. Pero en realidad no la elimina: desvía su dirección. No se trata sólo de impedir su emergencia o hacerla desaparecer, tampoco de que quede inmovilizada, contenida, inaplicada frente a una fuerza antagónica que le enfrentaría desde el mundo exterior. Esa agresión, en realidad, toma otra orientación: lo fundamental consiste en que, invirtiendo su movimiento, el agredido se agrede a sí mismo con su propia agresión.
El sistema utiliza, para contenernos, nuestra propia agresión
Estamos, pues, analizando el fundamento originario de la conciencia adulta desde el niño. Y Freud nos trata de mostrar que en este drama, que no accede a la conciencia pero que la constituye, lo más importante es cómo se organiza el poder de nuestro cuerpo: qué sucede con nuestra propia agresión.
“¿Qué le ha sucedido al individuo para que sus deseos agresivos se tornen inocuos?”
Algo curioso, nos dice, “que nunca habíamos sospechado”, y que procede así:
“La agresión es introyectada, internalizada, devuelta al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose a una parte de éste, que en calidad de superyó se opone a la parte restante, y asumiendo la función de conciencia despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo de buen grado habría satisfecho en individuos extraños”.
Importa insistir en esta apertura de un campo interior donde la relación de sometimiento, en la cual poníamos toda nuestra pasión agresiva y combatiente, fue interiorizada. Pero la complejidad de este dominio sutil tiene repercusiones inesperadas y paradójicas, porque ese combate primero permanecerá inconsciente y mudo. Recién entonces, y sólo a partir de allí, el padre adquiere la “función” abstracta de conciencia, “conciencia pura” y conciencia moral, aparentemente sin sustento sensible, estructura simbólica que sólo cumplirá la función de hacernos saber que somos culpables y que debemos expiar. La conciencia, que es definida como lugar de la racionalidad, es en realidad el de una tiranía; de ese silogismo encarnado que la constituyó no conoceremos sus premisas -el que a hierro mata, a hierro muere- sino su conclusión. Y ésta no nos da un saber racional sino un sentir afectivo: el sentimiento de nuestra irremediable culpabilidad. La “función” simbólica reposa sobre una “tensión” sensible.
“La tensión creada entre el severo superyó y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad: se manifiesta bajo la necesidad de castigo”.
Lo que tensa el juego consciente la conciencia no lo sabe, y sin embargo es lo que se juega en ella. Este sentir de la culpa es la denominación que Freud le da, porque la culpa misma es inconsciente. Sólo se la deduce por sus efectos, los únicos que revelan el comienzo de esta nueva “necesidad” cultural: la búsqueda del castigo, que en su prolongación política se lee como fracaso y como muerte.
El agredido no puede entonces discriminar al verdadero agresor. Siente culpa por algo que en verdad sólo en su fantasía realizó; experimenta la necesidad de ser castigado y acepta de este modo como bien merecida toda pena que se le imponga. O más bien podríamos decir: aun bajo la vocación consciente de la rebeldía prosigue oscuramente la búsqueda inconsciente del fracaso, lo único que lo podría aquietar. La descripción teórica de Freud es el intento de explicar ese proceso, y su práctica la de su superación. No dice que necesariamente deba ser siempre así, y que todo enfrentamiento adulto sea el simulacro de un enfrentamiento infantil que invalidaría el sentido de la rebeldía adulta contra el poder. Sólo se trata de mostrar hasta qué profundidad debe la nueva tarea política, en la modalidad misma de su proyecto y de su acción, tratar de romper las relaciones que vuelvan a configurar y a mantener en ella, repitiendo en sordina, como su fundamento, las mismas relaciones uno a Uno, la misma dependencia inconsciente infantil que ratifica el drama familiar en la organización colectiva de su actividad. Freud no dice que el proceso consciente sea poca cosa, ni que la teoría que reconoce la profundidad del obstáculo -que está en nosotros mismos tanto como en los conflictos sociales- sea desdeñable: la conciencia, con ser poco, “es lo único que tenemos”. Sólo nos muestra las trampas que debemos enfrentar.
León Rozitchner
Filósofo
leib [at] cvtci.com.ar
Nota
1. Que se oculte al joven el papel que la sexualidad cumplirá en su vida no es el único reproche que puede dirigirse a la educación de hoy. Yerra, además, por no prepararlo para la agresión cuyo objeto está destinado a ser. Cuando lanza a los jóvenes en medio de la vida con una orientación tan incorrecta, la educación se comporta como si se dotara a los miembros de una expedición al Polo de ropas de verano y mapas de los lagos de Italia septentrional”. Sigmund Freud, El malestar en la cultura en Obras completas, Madrid Biblioteca Nueva, 1973. Tomo III, cap. VIII (taducción de Luis López Ballesteros) pag.130.