Una larga y estrecha asociación une al crimen con la política. Esta asociación se halla en el lenguaje corriente, en la sospecha colectiva y en los atributos persistentes del sentido común. Mucho menos se halla en la reflexión de los tratadistas o politólogos. Como si no existiese una posibilidad cierta de reunir en categorías de indagación y reconocimiento a estos hechos de dominio espontáneo en la lengua coloquial, periodística o familiar.
El crimen - cuanto más, el crimen político - implica una nota de oscuridad, de agresión, de delito, de conjura. Pero sobretodo implica un acto cruento que toma el cuerpo como sede de señales o mensajes fuertemente metaforizados. El discurso criminal en la política parte de una tesis basada en la protección de la “unidad moral” de la sociedad. Los protectores se empeñan en representar el “cuerpo indiviso colectivo” a modo de la constitución de un clan social idílico, pastoral. Se trata del recurso cognoscitivo básico de la ideología del crimen político. Esta se basa en un conjunto de amenazas que extraen su paradójica justificación de una apelación amorosa, doméstica, familiar. El ámbito paternal se ofrece así como simbología de un poder que condensa en sí mismo la capacidad de protección y de agresión. Esta condensación - condensación mística que alude a las raíces ancestrales de la formación del poder, que la política siempre evoca - descansa en la vinculación extrema y atormentada entre amor y opresión.
La palabra latina aggredi, caminar, agredir, marchar, acometer, atacar, prometer, contiene en larga medida las acciones que definen la política. Cierta vez, Oscar Masotta no se privó de señalar - en El modelo pulsional - que esa palabara da raíz a las fórmulas acuerdistas de la política, encarnadas en las palabras progreso, congreso, etc. La cepa de la deliberación sería pues la agresión, la violencia, la marcha, como contrapartida y complemento de la promesa y el mero “echarse a andar”. De algún modo conviven permanentemente ambos aspectos, no se trata de una línea ascensional de valores en la civilización, en la cual iríamos desde una marcha agresiva a un ambiente de acuerdos parlamentarios. Más bien deberíamos pensar en lo que parece ser la esencia de la política, su forma productiva básica, aquella que envuelve o articula una veta basada en el disuso público del acuerdo y en la amenaza permanente, encubierta o desplegada repentinamente, de agresión.
La oscura premeditación, la renuncia a ejercer la acción por vías públicas o deliberativas, suele peticionar lóbregamente un cadáver, una escritura de la sangre. Es que la política - como sabemos - produce permanentemente situaciones sin salida. Situaciones de gran tensión que suelen denominarse de “suma cero”. Es decir, el drama inefable de que algo se sitúa en el mundo en sustitución puntual y absoluta de otra cosa que desearía estar allí. Con lo cual se genera una situación cuya esencia es la alternativa trágica: o lo uno o lo otro, principio de exclusión integral.
Es el tipo de opción trágica que casi siempre exigen un acto criminal. Aún más, la definición misma de crimen - su ontología, su razón de ser - surge de esta situación. No hay criminales primero, sino que hay crímenes surgidos de esta situación-sin-salida. El crimen surge de la propia configuración de la trama política, como su necesidad interna, su consecuencia inherente. Una versión clásica de la historia - sobretodo de las izquierdas- piensa todo el proceso histórico y económico bajo el auspicio de la legalidad. Pero la ilegalidad es fundadora, se la exige, se la construye, sin ella - sin la Antiley - no se percibe que haya política. El reverso de toda la teoría clásica es este itinerario secreto a través de la criminalidad inmanente a la política: Shakespeare en el corazón incógnito de Hobbes, Raymond Chandler como contrariedad sigilosa de Rousseau, Walsh como revisión interna de la arquitectura conceptual de Marx.
El crimen en política puede ser la consecuencia extrema de la imposibilidad de continuar la reflexión y el análisis por las vías discursivas normales. El lenguaje, maestro conductor de la raíz misma de lo humano, en determinado momento puede sentir en su ejercicio la presencia del obstáculo radical, la proclamada necesidad del no-lenguaje. O del otro-lenguaje. El crimen es entonces la crispación del lenguaje, a punto de desaparecer en la elocuencia sangrienta de la sangre. Pero el crimen político suele ser la coronación de una situación de poder que implicitamente lo reclama, como mostración final de lo que el poder significa en su cúspide. El poder concibe su cúspide como la posibilidad de exhibirse fuera del lenguaje, pudiéndolo todo, incluso el señorío final sobre las vidas.
Hay pues una cuestión de honor en el crimen, un honor escrito en el reverso de la moral social establecida, pero que se concibe como un refuerzo de esa moral, sobreentendiendo que el origen de la familia y la propiedad solo puede tener un origen criminal. Aún precisamos saber más - y la Argentina actual es un terreno elocuente para ensayar esos saberes - sobre la necesidad del Poder resecto a sentirse un restaurador moral por la vía del ejercicio del crimen, como alegoría esencial de la reproducción del poder. Periódicamente, en las entretelas no declaradas de la política surge el pensamiento funcional - no necesariamete llevado a cabo - en dirección hacia este concepto: “aquí es necesario un crimen”.
Max Weber intentó estudiarlo sin prejuicios, pero estaba muy dominado por la iamgen de los puritanos como encarnación de un acetismo de la razón buscando la gracia trascendental y por ello mismo provocando consecuencias favorables en la acumulación económica. Sin embargo, como también supo verlo este perspicaz sabio alemán, el honor y la “ideología de la reputación” son formas de legitimar el poder no necesariamente ilegales. Pero la ilegalidad - la legitimación de la política por la vía de la ilegitimidad profunda de las acciones, su amoralidad y criminalidad esenciales - es la gran heredera de la teoría política de la opacidad, de la oscuridad, del obstáculo y la no trasparencia de la decisión.
Surge en la conciencia la compleja palabra “mafia”. O mejor dicho, el concepto de mafia, expresión que alude al punto en que se verifica la interrupción del flujo transparente de la política, tal como el legado liberal lo ha proclamado con entusiasmo. Interrupción a cargo de la lógica embotada del honor, del secreto, del pacto de lealtad, todas ellas metáforas del poder honorífico por encima de la economías acumulativas lineales. La llamada acumulación primitiva - en curso en muchos territorios contemporáneos, pues no necesariamente es una categoría de la historia arcaica de la modernidad - reclama la dramática companía “honorífica y económica” del crimen. Esta discusión, en estos términos, no se halla en Argentina. Se la trata apenas como escándalo moral o transgresión episódica. No solo es algo más, sino que hay que replantar la naturaleza misma del problema.
Horacio González
sociologo