El terreno de los sentimientos tiene una primera presencia ante nosotros, en la que se manifiestan bajo un velo indiferenciado. Ahí son los sentimientos, sin más. Lo son, sin que atinemos a decir cuáles. Una canción popular lo intenta decir de un modo contundente: "es un sentimiento, no puedo parar". Es el cántico de las hinchadas, ese orfeón que entona sus aleluyas como una voz coadyuvante, siempre presente y siempre representando "los sentimientos". Sentimientos incesantes, que no pueden parar. Los sentimientos aquí no necesitan ser identificados, como quién dice alegría, deseo, envidia, inquina o suplicio. No, no se trata de una "analítica de los sentimientos" o de una ética de las pasiones a la Spinoza, sino de los sentimientos en su expresión general, como nota de la condición humana tomada en su absoluto amanecer pasional, con las conciencias entregadas a su tarea primera. ¿Cuál sería ésta? La de expresar al hombre pasional que en el comienzo de su verbo pone un plano pre-reflexivo, una lava espontánea salida de su aliento originario. ¿Importan cuáles pasiones, si la ira, el anhelo, la tristeza? No, importa que son los sentimientos. Importa que "no pueden parar".
La filosofía real establece un punto de suspicacia frente a este sentimentalismo. Mira con interés sus exteriorizaciones pero de inmediato los pone frente al cincel de otras fuerzas, que pueden ser las de la razón, las de la lógica, las de los conceptos, las de la simulación o simplemente la de las formas civiles de convivencia. Se llega así a la necesidad de "calcular" las pasiones para darles un justo uso social o procurarles su salida creativa a través del arte clásico de la catarsis. Pero estos grandes juegos morales entre los sentimientos que obedecen a una drástica disyuntiva -o pertenecerían a la naturaleza esencial del hombre o a los terrores desatados por la historia- parecerían haberse agotado con el pensamiento social moderno.
En efecto, la idea hegeliano-marxista de una razón histórica que como rasgo de astucia poseía la capacidad intrínseca de tomar a las pasiones a su servicio, estaba pensada para elaborar un ámbito de objetividad desde el cual juzgar todas las actividades colectivas. Incluso los humanismos del siglo veinte, que intentaron ampliar la esfera de la libertad de elección para los hombres, de algún modo no afectaron la interpretación de la historia como un conjunto de necesidades que trascendían a la mera región del individuo creador, tal como también se nota en obras como las de Max Weber, que se sitúan en la irresoluble tensión entre el individualismo de los actos sociales y el culturalismo de los valores civilizatorios.
¿Dónde se situaban allí los sentimientos que "no pueden parar"? Quizás el giro en este tema lo produce Antonio Gramsci, que recupera en el marxismo las tradiciones del mito operante -o del mito praxis-, de las pasiones y de la catarsis. Esto indicaría que al promediar el siglo veinte se pudo esbozar un regreso triunfal del tratamiento de la razón política bajo el ángulo de las pasiones. Sin embargo, más suerte tuvieron los populismos de distinta entonación de la segunda mitad de ese mismo siglo, sobretodo los latinoamericanos. En ellos, el sentimiento popular no intentaba modificarse con ninguna fusión o amalgama con el mundo de las culturas intelectuales, sino que se mantenía en una doble cuerda.
Por un lado, los sentimentalismos populares, mixtura de las culturas masivas de consumo y de los legados retóricos evangélicos o folletinescos; por otro lado las doctrinas políticas surgidas del concepto del "destino del conductor", figura que decía contar no con teorías sociales sino tan solo con un procedimiento que estaba "más allá de las ideologías". Ese procedimiento tomaba lo popular-sentimental como un dato social subyacente y no necesariamente alterable, haciéndolo convivir con un plano egregio donde la clase política conductora podía hablar con citas académicas de filósofos griegos o de generales austríacos. Pero esencialmente, la dimensión sentimental popular quedaba inmodificada, recibida como una expresión legítima de la mancomunión de linajes culturales del mundo laboral campesino y urbano, modificados por la lengua de los medios de comunicación popular, los periódicos del siglo IXX y la radiofonía y televisión del siglo XX.
Esta vertiente de los populismos que reposan sobre la "conducción" de los sentimientos populares, empalma con la corriente de pensamiento que postuló largamente la existencia de un fenómeno pre-político, pero esencial a la política, las multitudes, que encarnaban el peso de lo primitivo, de lo irracional y de la neurosis en las figuras clásicas de la Polis, a las que le daban irrigación permanente y a la vez ponían en peligro. Un libro tan informado y sutil como el de Remo Bodei (Geometría de las pasiones) nos trae preciosas derivaciones de estos pensamientos sobre el miedo, la esperanza y la felicidad. Señala Bodei cierta hipoteca que recae sobre los cultores de las tesis sobre el miedo social que también excita la rebelión, como el conocido libro de Lefebvre sobre el Gran Miedo durante la Revolución Francesa. Bodei indica que estas ideas exhiben una inadecuada descendencia de las formulaciones de Le Bon sobre las multitudes, quién las encontraba moviéndose alrededor de relaciones de sugestión, imitación, contagio e inconciencia. Pero es más interesante la mención que le dedica Bodei a un libro olvidado de Albert Mathiez, Les foules revolutionnaires (1934), que intenta discutir con Le Bon y en su estudio sobre el pánico -en la interesante observación de Bodei- anticipa la Crítica de la razón dialéctica de Sartre. El análisis del paseante o del charlatán de Mathiez podría conjugarse con la observación sartreana sobre los grupos que se forman y diluyen continuamente en las prácticas cotidianas de la urbe.
Recordamos estos temas, solamente para religarlos a un horizonte de actualidad. Volvemos pues a la cuestión inicial con la que abrimos nuestro artículo. Los sentimientos que se presenten exhultantes y autodesignados ("olé, olé, olá/es un sentimiento/no puedo parar") lo hacen a condición de resistir su discriminación o desglosamiento. No son tales o cuales sentimientos, pavura, odio, euforia, asombro, sino los sentimientos tomados en su manifestación plena y opaca, gozosos de su mostración bulliciosa. Estas evidencias que son perceptibles en las multitudes de cualquier ciudad contemporánea nos dejan en la misma situación en que solían encontrar a los "sentimientos" los conocidos populismos, desde los más toscos a los más elaborados. De alguna manera siempre estuvieron allí, solo que el giro de la teoría política ha abandonado el desafío de tornarlos sujetos de alguna subjetividad que importase para el sentido de la historia. Simplemente, puede dedicarse ante ellos un pensamiento no desacertado pero sí abstracto: los sentimientos no solo "no pueden parar", sino que siempre se están transfigurando, esto es, parando incesantemente y retomando sus signos en medio de agonías y articulaciones diversas con memorias o discursos anteriores. No hay nada más autoreflexivo que los "sentimientos".
Una situación inversa se hace presente ahora ante nosotros. Estamos en tiempos de guerra y todos hemos hablado sobre el acontecimiento de las Torres Gemelas. Asombrosamente, se impuso una discusión sobre "sentimientos". ¿Qué se "sintió"? ¿Miedo, gozo, fascinación, ira? Como nunca, las polémicas habituales sobre la facticidad de lo histórico (dominadas por una teoría política y una politología por ciertos muy trivializadas) transitaron nuevamente sobre los fantasmas antiguos, allí donde acechaban las teorías de las pasiones escritas por estoicos, por medievales y modernos, pero no sometidas al more geométrico sino a una vacilación crucial. Porque ya no tenemos destrezas para esas discusiones, que de repente se impusieron con su carga milenaria a esos hombres, nosotros, que hablábamos de guerra.
Duchos en exámenes sobre el curso de la historia y creyendo que la discusión era sobre la escisión "decir lo que se siente o ser hipócrita y no decirlo", nos entregamos mal preparados a un debate, el más importante desde los años 70, con lo que ya sabíamos sobre la historia pero con la que aún no sabíamos (o habíamos abandonado del conocimiento antiguo) sobre el oscuro curso de los sentimientos. ¿Ellos "pueden parar"? Esta cuestión es sugestiva. Y también: ¿hay un nuevo cincel para esos sentimientos que afectan la sustentación de la vida cuándo están en juego asuntos referidos a valores colectivos? Todos estamos, de alguna manera, por debajo de lo que exige esta discusión.
Horacio González
Sociólogo
horaganzales [at] lettera.net