Si puede elegirse un color para estos pacientes, sería el gris, no es el paciente blanco (el que cumple con las expectativas, el que presentamos en los ateneos, el del fin de la cura), ni el negro (el complicado, pero de producción interesante, el de las crisis “floridas”, el que nos desafía, el que también presentamos en los ateneos, aunque más recortado.
(Rossi, 2009, 360)
Tal vez, en ese desconcierto, sin cómo ni para qué, hallaría su morada el porvenir. (Percia, 2020)
En el pabellón éramos varios los que no podíamos salir de adentro de nosotros mismos. (Frontera, 2020, 15)
El título hace honor a un libro de Ana María Fernández, “Jóvenes de vidas grises” (2013) en el que daba cuenta de una condición anímica de lxs jóvenes que trascendía su clase social, signo de la pertenencia a una época que imprimió e imprime la coloratura gris a las existencias jóvenes. El gris es el color de la desvitalización, del aletargamiento en un estado en el que no se termina de precipitar en las oscuridades de lo negro, ni tampoco se puede -o no están dadas las condiciones para- asomar la cabeza a la claridad.
La escena en la que me encuentro -o me re-encuentro, mujeres que, ante la coyuntura de poder irse de alta, alcanzar una externación institucional, se niegan rotunda y sostenidamente.
Este escrito surge de la necesidad de hacer público, de compartir, de hacer lazo a partir de un interrogante que retorna en el marco del trabajo en una institución que aloja a personas con padecimiento mental o discapacidad intelectual. Se trata de la escena en la que me encuentro -o me re-encuentro, mujeres que, ante la coyuntura de poder irse de alta, alcanzar una externación institucional, se niegan rotunda y sostenidamente. Las respuestas, argumentos que esgrimen, son varios, pero todos confluyen más o menos en el mismo “acá estoy bien”, “si no es con mi familia no me voy.” Los años de tránsito y de acompañamiento a colegas que se inician en la práctica hospitalaria en estos territorios me han dado algunos saberes, algunas referencias que no me han prevenido de la afectación que me genera encontrarme con esta respuesta. La misma o muy parecida pregunta, parecidas respuestas teóricas que argumentan esta negativa, distintas intervenciones he ensayado a lo largo de mis varios años de trabajo y acompañamiento a profesionales en formación. Palabras que han intentado fallidamente dar cuenta de este fenómeno: resistencia, negación, oposición, (no)elección, (no)deseo. Y las preguntas que retornan. ¿Se trata de una verdadera decisión? ¿Cuáles son las condiciones para poder decidir? Luego de décadas de (sobre)adaptación institucional, ¿cómo resulta siquiera pensable la posibilidad de salirse de esa lógica? ¿Cómo puede elegirse lo que no se conoce, lo que durante años la supervivencia obligó a desechar como utopía? ¿Cómo recuperar la capacidad de soñar, de desear, de revivir esa utopía y orientarla a un horizonte posible? Esa sobreadaptación implica éticamente no ser confundida con la tan remanida “resiliencia”, término que el neoliberalismo ha inventado para que los sujetos toleren vivir en condiciones de precariedad, no solo económica, sino también afectiva. Esa sobreadaptación forma parte de una complejísima operación subjetiva para poder adaptarse a las condiciones de encierro sin caer en el abismo de la angustia. Yendo al grano: ¿qué posición tomamos como agentes de salud mental -colectivo en el que me incluyo como psicoanalista- ante la negativa de una persona internada a externase? ¿Cómo hacer para no ser funcional a aquella función de control y garante del orden social1, que voluntaria o involuntariamente la salud mental ha tenido desde su nacimiento como atravesamiento? ¿Cómo no caer en vicios, sesgos y furores?, porque dejar atravesar y enmarcar nuestra práctica por la dimensión de los derechos no nos exime de caer en aquellos.
Psicóloga: Elida, queremos conversar con usted para decirle que hay una vacante en un hogar de afuera.
Elida: ¿en un lugar con una familia que me adopte dice?
P: No, en una casa convivencial de afuera del hospital.
E: Si no me voy con mi familia no me voy.
P: Puede seguir trabajando para ese proyecto estando afuera, externarse en esta casa no excluye seguir apostando a esa posibilidad.
E: Voy a hablar con mi hermano para que hable con ustedes.
P: ¿Ha hablado de este deseo de ir a su casa con su hermano y su mamá?
E: Sí, y se enojaron conmigo.
P: ¿Será ese el lugar para usted?
E: No sé.
P: Esta es una oportunidad de vivir en un espacio distinto con más privacidad, en el que puede elegir, que puede cocinarse lo que quiera comer, levantarse a la hora que desee, salir sin pedir permiso.
“Lazos sociales tienden sogas que salvan, que ahogan, que atan. Redes virtuales conectan, sostienen, atrapan. Lazos y redes demandan fidelidad. El común cuidado no enlaza, no enreda, no demanda: solo está ahí, como disponibilidad que se hace presente cada vez que se la necesita.” (Percia, 2020) Esa institución que llamamos “familia”, esa que a veces se idealiza o de la que se reniega, no está exenta de ser fuente de lo peor. Pero, hay que decir también que esas familias que no están en condiciones de (re)alojar al/la que fue internado/a, fueron a su turno excluidas o eternamente derivadas y nunca alojadas por el propio sistema de salud. Familias que han transitado innumerables instituciones, “salitas”, iglesias, dispositivos varios para conseguir un turno de atención, como mínimo un médico que haga la receta. Familias que se han encontrado con un límite a lo posible, con un no saber más que hacer, padecimientos que tristemente han encontrado como única respuesta estatal el abordaje asilar. Padecimientos que podrían haberse alojado en dispositivos locales, terminan recibiendo como única respuesta la internación las más de las veces en grandes instituciones especializadas (¿o especializantes?) alejadas de la comunidad de pertenencia. Esas familias que encuentran cierto descanso, que consiguen cierto alivio al delegar el cuidado de ese integrante que se volvió ajeno, desconocido, extranjero -quizás por la locura o la descompensación- en otro espacio. Familias precarizadas que viven a varias horas de distancia del hospital, dedicadas al trabajo informal, luchando para sobrevivir en el no menos hostil “afuera”, sin tiempo para dedicar a visitas. Padres, madres añosas que fallecen, hermanxs que construyeron sus propias vidas, voluntaria pero más que nada involuntariamente van rompiendo el lazo con lo que no pudieron, con lo que les presentifica lo insoportable de lo familiar que se volvió extraño. De ese ideal cultural que no hay nada mejor que vivir en familia no están exentos las personas internadas. ¿Es acaso nuestro rol quitarle el velo a esa ilusión paralizante?
Nilda, usuaria del Moyano, dice en ese documental que dirigió Santiago Korovsky El hospital se volvió mi familia, mi mamá y mi papá.”
Nilda, usuaria del Moyano, dice en ese documental que dirigió Santiago Korovsky3: “El hospital se volvió mi familia, mi mamá y mi papá.” Ese decir -y de la forma tan bella que Nilda puede decirlo- da cuenta de las funciones que cumple la institución para las personas internadas de manera prolongada. Esto se refleja en un decir muy habitual para les que trabajamos en este tipo de instituciones: les usuaries nos llaman “mami”, “papi”, La institución pasa a cumplir (¿suple?) algunas funciones imaginarias, simbólicas y reales que en otras condiciones cumple la familia: el cuidado, el alojamiento, el abrigo, el alimento. Pero este funcionamiento “familiar” destina por lo general para estxs usuaries el lugar de niñxs eternxs, inválidos, desvalidos. Sin dudas, la persona que llega a este tipo de instituciones, las más de las veces, llevado por otrxs, llega en situación de desvalimiento subjetivo. En el doble sentido de la valía, del poder y del valor. La institución recibe a estos sujetos, debería alojarlos, contenerlos, darle abrigo, pero siempre teniendo el horizonte de la vida independiente. Pensarnos como un apoyo, cuya lógica implica el caer o corrernos cuando ya no seamos necesarios. El problema reside en que está lógica de “protección” puede deslizarse en una lógica de exclusión y de invalidación. "Una institución psiquiátrica toma cuerpo desde lo social, tanto en su dimensión de protección como en lo de exclusión, es lo que hace que el paciente pueda sentirse mal tanto de entrar como de salir de ella." (Briole, 2004, 36. El subrayado es mío.) Cuando esa protección invalida o tutela, corre el riesgo de excluir, de volverse un obstáculo a la circulación y participación en el espacio social.
Aparece como figura relativamente nueva: la del paciente crónico que no se liga en forma directa a un cuadro clínico, a un diagnóstico, sino que aparece con la característica de permanecer cristalizado largo tiempo en el marco institucional, o en el ámbito relativamente cerrado de diversos tratamientos psi. (Rossi, 2009, 361)
Todas las instituciones por las que transita el individuo, comenzando por la familia, pasando por la escuela, el matrimonio, la universidad, el trabajo, las instituciones religiosas, el estado, etc., dejan su marca en el sujeto. La institución asilar, en este punto, no se diferencia de cualquier otra institución produciendo subjetividad. Tomando las palabras de José Bleger, somos un “precipitado” de las instituciones por las que circulamos a lo largo de nuestra vida. “Toda la vida de los seres humanos transcurre en instituciones... La institución forma parte de la organización subjetiva de la personalidad. El ser humano encuentra en las distintas instituciones un soporte y un apoyo, un elemento de seguridad, de identidad y de inserción social o pertenencia… Cuanto más integrada la personalidad, menos depende del soporte que le presta una institución dada; cuanto más inmadura, más dependiente es la relación con la institución y tanto más difícil todo cambio de la misma o separación de ella” (BLEGER 1962, 80-81). Cuanto más vulnerable es un sujeto, y es el caso de los sujetos con padecimiento o discapacidad intelectual que cursan una internación, más expuesto está a depender de la institución y por ende a resistirse al cambio. En la mayoría de los casos, uno verifica que a mayor tiempo de internación más dependencia del sujeto respecto de la institución. Se considera que es responsabilidad de la institución sanitaria evitar que este proceso se enquiste en el sujeto, habilitando un desarrollo autónomo, dejándololo ir cuando sea necesario, o cuando, justamente, la institución se vuelva redundante, innecesaria y -por eso- iatrogénica.
La internación marcaría un antes y un después en la vida psíquica y social del sujeto. Si la estadía del interno es larga, refiere Goffman, se corre el riesgo de la ´desculturación´: un desentrenamiento que lo incapacita temporariamente para encarar aspectos de la vida diaria en el exterior. Es el caso de personas que luego de varios años de internación pierden el entrenamiento en las áreas básicas de la vida cotidiana, cocinarse, vestirse, bañarse, hacer compras, circular en la comunidad, trasladarse, etc. Así es que a la hora de la rehabilitación muchas veces nos encontramos desandando lo que la institución misma generó: el quite de sus habilidades, su des-habilitación. Si el sujeto conservaba algún nivel de funcionalidad este deja de ser útil, ya que la institución hace todo por él. “La mitología del desvalimiento da lugar a un conjunto de reglas de ayuda y protección que sólo sirven para la invalidación y la infantilización de las personas con algún problema de salud mental. Es como si hubiera habido una conspiración, por decirlo de alguna manera, entre diferentes fuerzas sociales para instruir al así llamado `enfermo mental´ a comportarse de una manera preestablecida: un inútil para el juego social, el idiota de la familia, un individuo débil de carácter y asustadizo.” (BASZ, 2012) La institución puede “debilitar” o fabricar “débiles”. Aquí es donde la institución debe hacerse cargo de sus efectos arrasantes y estar advertida para evitarlos en la medida de lo posible, intentando preservar la subjetividad y fomentar la funcionalidad autónoma y social del sujeto a medida que la persona vaya recuperándose de su crisis.
El obstáculo que nos encontramos a la hora de implementar proyectos de externación en sujetos de decenas de años de internación es que la institución ya forma parte de la subjetividad, cumpliendo distintas funciones, con lo cual se presenta una dificultad y un dilema ético.
Pareciera que uno pudiera marcar cierta relación directa entre el número de años de internación y el alcance de la estigmatización institucional: cuanto más se extienda la institucionalización más efectos estigmatizantes dejará en el sujeto; una relación entre el grado de dependencia, inmadurez o vulnerabilidad psíquica de un sujeto y la posibilidad de defenderse de quedar atrapado en la maquinaria alienante de la institución. El obstáculo que nos encontramos a la hora de implementar proyectos de externación en sujetos de decenas de años de internación es que la institución ya forma parte de la subjetividad, cumpliendo distintas funciones, con lo cual se presenta una dificultad y un dilema ético. Efectivamente, el miedo, el terror de algunos sujetos a abandonar el asilo tiene que ver con enfrentarse al abismo del vacío. Quizás sea necesario aclarar aquí que la institucionalización no implica solamente efectos negativos para el sujeto. Estos se generan cuando la internación supera los límites terapéuticos y se abre la puerta a la cronicidad, cuando cumple funciones que deberían ser cumplidas por otros atravesamientos institucionales, o cuando fundan la base de su práctica en el encierro y exclusión del sujeto del conjunto social.
“La reinserción supone, la mayoría de las veces de manera implícita más que explícita, la idea de un regreso del sujeto al seno de la normalidad social y económica. Esta representación viene junto a una dimensión espacial, donde se imagina al sujeto como una pieza del puzzle aislada y, por eso mismo, carente de sentido, que volveríamos a colocar -afirma- “en su lugar preciso, insertado, ciudadano por fin entre otros, en el marco de las obligaciones del funcionamiento social, económico y relacional. Curado, autónomo, viviría el resto de su existencia, colmado de las delicias de la normalidad, es decir, en definitiva, del trabajo”. (Declerck, 2006, el subrayado es mío).
Para lxs que ejercemos nuestra práctica en esta clínica anfibia o éxtima, que transita y bascula entre lo que queda configurado brutalmente como el “afuera” y el “adentro”, entendemos que no hay nada más relativo (¿o ficcional?) que el concepto de libertad. En la actualidad -historicidad noble obliga-, ni el adentro del hospital es un completo encierro, ya que lxs que allí viven salen eventualmente y lxs que no, encuentran poros, brechas, saberhaceres, formas de circular entre el adentro y el afuera. Ni el (¿idealizado?) afuera implica la total libertad. Como sujetos estamos sujetados al lenguaje, a nuestras determinaciones inconscientes, a nuestras marcas históricas, a nuestra cultura, a nuestras condiciones socio-políticas de clase y de época. También la vida en lo social implica otra forma de atadura y renunciamientos, para eso basta con leer el tratado freudiano sobre el “Malestar en la cultura”: pertenecer tiene sus beneficios, como rezaba el slogan de la tarjeta de crédito, pero pagando con los intereses del malestar. El vivir en común implica necesariamente un renunciamiento, un ceder, un acotamiento a lo pulsional para poder hacer lazo. Quizás sea en esta misma coyuntura que se juega la vulnerabilidad de quienes llegan a una internación, la irrupción en el espacio social de eso íntimo que se vuelve extranjero y lo extranjeriza de lo social.
El concepto de “libertad” que creo es aplicable a los procesos de externación y vida en la comunidad tiene que ver con las posibilidades del acceso a decidir: desde lo más simple o cotidiano (a qué hora me levanto, qué almuerzo, la administración de los tiempos vitales -sueño, trabajo, ocio-) hasta lo más complejo (dónde y con quién vivo, qué proyectos vitales, laborales, etc.). Entiendo que, en lo concreto de la vida en comunidad, la libertad tiene que ver con la posibilidad de decidir, la que está concreta y visiblemente afectada cuando la vida es institucionalizada, más precisamente en instituciones totales, en las que -al decir de Goffman- se pierde la diferenciación de espacios tan caros al sujeto: adentro-afuera, privado-público, íntimo-externo, trabajo-ocio. "La curación es a menudo un compromiso que permite al paciente reencontrar una cierta libertad, un margen de autonomía que conlleva una cierta calidad del lazo social." (Briole, 2004, 40). Pero bien sabemos que esta “libertad” puede volverse un peso -y no solo para lxs que están adentro.
No se le pide al psicoanalista que sea un teórico, se pide su presencia en acto. (Briole, 2004, 37)
Se dice, y acuerdo, que la salud mental ha cumplido muchas veces la función del control social, de dar un aval científico y argumentación a las prácticas de exclusión de los sujetos que no se amoldan a la norma o a las condiciones de la subjetividad de la época, aquellas que dicen que para pertenecer se tiene que ser productivo para poder consumir. La locura, se vuelve problemática porque puede implicar un punto de desafiliación de lo social. La locura puede ser consecuencia de la desafiliación y el desenlace que genera la época, pero también puede generarla, al volverse su exceso obstáculo al lazo. Es importante no dejar de desconocer las implicancias de la época en la producción de desafiliación, cómo la época incide en las modalidades de lazo, pero también de des-enlace, cómo aísla y desafilia a los sujetos. Eso debe marcar el camino de nuestras prácticas en salud mental: trabajar con el sujeto para encuentre la forma singular -no normativa- de afiliarse a algún lazo que limite y haga soportable su exceso. “Es ir contra la corriente que lo empuja a radicalizar su separación del Otro y de los otros." (Briole 2004, 39)
Quizás la locura, en sus presentaciones des-encadenadas o des-enlazadas, denuncia de modo dramático ese mal de la época, nos muestra en exceso esa verdad que dice que “nadie se salva solx.”
Creo saludable para el o la trabajadora de salud mental que pretenda insertarse desde el psicoanálisis en una institución, que pueda encontrarse con sus límites, con el no saber y no poder, ya que considero que es desde allí que -al decir de Elida Fernández- algo es posible, que puede aportarse algo que no es una nada, algo que puede implicar una diferencia, un espacio que preserve al sujeto -esta vez no a la persona- de quedar arrasado por la maquinaria institucional. Sino lo que queda es el refugio fóbico en la teoría, o en lo que hace las veces, en el famoso office, sub-muralla interna a la institución que separa a los que pretendidamente sanos, que saben o tienen el poder respecto de aquellos que se consideran enfermos, inferiores o inválidxs pero que, en realidad, por ese acto reversible, son los que nos posicionan, los que nos pueden.
"En una institución, todo paciente, sea neurótico o psicótico, es hablado y… una de las primeras cosas que se deben hacer en nuestra práctica es… realizar la operación del pasaje del decir sobre el enfermo a la escucha de su propio decir." (Briole, 2004, 37). Las reuniones de equipo son necesarias, fundamentales para que los saberes haceres de cada practicante o trabajador/a se anuden en un hacer común y no fragmentado. En esos espacios hablamos, a veces poco, a veces mucho, pero lo que es central es que ese decir entre varios, que ese hablar de no suplante a su propio decir, que ese decir no suponga, no sea portavoz sino habilitador de la propia voz de quienes están allí para justamente, recuperarla.
"Que la palabra del sujeto psicótico emerja y que la institución la retome, le da forma para que sea conforme con la norma: que por lo menos haga lazo social antes de que la institución se plantee separarse de él. Aquí el concepto de curación se extiende más allá de la reducción sintomática a la curación social." (Briole, 2004, 39. El subrayado es mío) Este último término lo leo como la posibilidad de re-armar y sostener un lazo social. No normal sino singular. Es así que Elida, no sin superar alguna resistencia, aceptó la oferta de incluirse en un dispositivo laboral interno a la institución, haciendo uso de sus saberes laborales previos. Este nuevo lazo, con trabajadores de ese dispositivo, dio lugar a nuevas circulaciones y nuevas demandas. Compartir otros espacios con otras personas generó en Elida una apertura posible a lo nuevo, a poder demandar y desear otras cosas. Es así que pienso, pensamos, que Elida, para poder pensarse en un espacio afuera, debe pensarse en un otro espacio posible, pensable para ella. Ese afuera-dentro, no nos engañemos, no es solo moebiano, pero no es sin ese espacio moebiano que el sujeto puede armarse un afuera estando dentro.
Lic. Emilse Pérez Arias
eperezarias [at] gmail.com
-Basz, E. La dignidad del riesgo como antídoto al estigma. Buenos Aires. 2012. Versión electrónica: http://observatoriodignidad.blogspot.com.ar
-Bleger, J. Psicohigiene y psicología institucional. Buenos Aires, Paidós, 1962.
-Briole, G. Orientarse por el psicoanálisis en la práctica institucional. Revista Norte de Salud Mental. N°19. https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=4830428
-Goffman, E. (1961) Internados. Buenos Aires, Amorrortu, 2004.
-Goffman, E. (1963) Estigma: la identidad deteriorada. Buenos Aires, Amorrortu, 2010.
-Declerck, P. Los náufragos. 2006
-Rossi, G. “Avatares de la cronicidad: políticas, instituciones, dispositivos y terapeutas.” Revista Vertex. 2019. Disponible en
-Perez Arias, E. Estigma y comunidad: el desafío de la integración comunitaria de sujetos internados en instituciones psiquiátricas o de salud mental. Revista Universitaria de Psicoanálisis N°14, 2014. Facultad de psicología. UBA
-Percia, M. Esquirlas del miedo. Lobo suelto. https://lobosuelto.com/tag/percia/
1 En un intercambio con un querido colega y amigo del campo de la salud mental, al comentarle mi inquietud ante esta escena, me refirió si no se (me) estaría jugando un “ideal de normalidad”, al esperar que una persona prefiera vivir en el afuera.
2 Título que retoma el título de una investigación con el mismo nombre. “¿Por qué la familia no se los lleva? Políticas públicas, redes sociofamiliares y necesidades de cuidado de las personas con internaciones prolongadas en hospitales públicos de la Ciudad de Buenos Aires.” Revista Margen. N°93-2019. Disponible en https://www.margen.org/suscri/margen93/brovelli-93.pdf.