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Para una crítica de la razón tecnocrática

 

La racionalidad científico-técnica y la manipulación están soldadas en nuevas formas de control social. ¿Se puede estar satisfecho con el supuesto de que este resultado acientífico es producto de una aplicación social de la ciencia? Creo que la dirección general en la que acabó siendo aplicada era inherente a la ciencia pura, incluso en los casos en que no se buscaban fines prácticos, y que se puede identificar el punto en el que la Razón teórica se convierte en práctica social.
Herbert Marcuse, El hombre unidimensional (1964)

La cuestión no es nueva, pero cobró notoriedad masiva entre nosotros en marzo de 2019, cuando un encuentro internacional los reunió en la ciudad de Colón, en el extremo noroeste de la provincia de Buenos Aires: sin metáfora ni mediación simbólica que lo relativice, gran cantidad de personas en todo el mundo -adultas, educadas, muchas incluso prestigiosas en sus respectivas profesiones y razonablemente inscriptas en lo que los códigos sociales dan en llamar “una vida normal”- creen que la Tierra es plana y lo sostienen con activa militancia. Se reúnen en congresos, comparten información y correspondencia, conforman un jugoso target para una literatura y un merchandising que hacen al negocio de varios y organizan pruebas públicas de contrastación empírica para “refutar”, en épico alarde de la filosofía del “hágalo usted mismo”, aquello que el conocimiento instituido tiene como una de sus mayores certezas: la esfericidad terrestre.

No fue la NASA quien probó la esfericidad terrestre sino Eratóstenes de Alejandría, quien hace 2.500 años calculó además el tamaño real del planetade la man

En el documental que Netflix tituló Tan plana como un encefalograma (Behindthe Curve, 2018) puede apreciarse claramente el pícaro saludo terraplanista (con el antebrazo acostado marcando un plano a la altura del pecho, imitando la “verdadera” forma de la Tierra), la seguridad con que enuncian sus “verdades”, el terrible engaño del que somos objeto quienes creemos en las mentiras de la NASA, en esas fotos apócrifas de bolas celestes que es imposible que hayan sido tomadas desde el espacio exterior, en la “patraña” de la llegada a la Luna. Sus argumentos son la caricatura de una sospecha y el costado si se quiere simpático de las concepciones simplificadas del mundo de las nuevas derechas, “irreverentes” para con todo valor civilizatorio, que a caballo de discursos “políticamente incorrectos” ganan terreno imponiendo sus concepciones planas de las relaciones humanas, la economía, la sociedad. Pavorosa desocultación de la eficacia técnica de la estupidez, a la que nuestro tiempo asiste.

No fue la NASA quien probó la esfericidad terrestre sino Eratóstenes de Alejandría, quien hace 2.500 años calculó además el tamaño real del planeta con conocimientos matemáticos que hoy la escuela pública pone a disposición de cualquier adolescente de segundo año. La “Ciencia”, si es que puede ser nombrada así, en singular y con mayúscula, no es sólo esa actividad con rasgos esotéricos que despliegan los investigadores en sus laboratorios, sino además un capital cultural compartido en el que la humanidad busca su realización, basado en el ideal, siempre discutible pero siempre deseable, de obtener conocimiento verdadero.

Es cierto que el desarrollo tecnocientífico que ha llevado a la civilización a su estado actual fue consustancial con el desarrollo del capitalismo y de sus relaciones de dominación, cada vez más afianzadas en un soporte tecnológico globalizado, y que esto históricamente ha dado lugar a sospechas hacia la propia racionalidad que lo sostiene, a la que se supone que las ciencias exactas representan en su máxima expresión.

Por eso el delirio terraplanista hace síntoma en algo que para el pensamiento progresista crítico ha sido tradicionalmente un punto débil: pensar la asociación entre sistemas de conocimiento y el poder de los sistemas de dominación, entre tecnociencia y capitalismo, cuestión de la que se ocuparon largamente medio siglo atrás, entre otros, Michel Foucault y Herbert Marcuse.
 

La piedra en el zapato

Si pensar racionalmente es hacerlo de acuerdo con las reglas que le dieron forma al mundo actual, ¿es necesario pensar irracionalmente para construir un mundo en el que la concentración de la riqueza, el empobrecimiento de las mayorías o las inequidades de género y de clase no estén naturalizados? El terror de quedar vacíos de toda certeza y expuestos al vale todo nos acecha de sólo pensar que pudiera ser así. Los ideales del Iluminismo siguen funcionando como centinela de la idea de que conocimiento es poder, y es poder para toda la Humanidad por igual. Por eso ante fenómenos como el terraplanismo o la peligrosa moda antivacunas, la tradición hegemónica de la cultura científica aconseja reforzar la confianza en las instituciones (y con ello, la idea de que conocimiento y poder van necesariamente de la mano).

¿Es necesario pensar irracionalmente para construir un mundo en el que la concentración de la riqueza, el empobrecimiento de las mayorías o las inequidades de género y de clase no estén naturalizados?

También funciona como centinela la desastrosa experiencia del llamado “affaire Lysenko”. En la década de 1930 en la Unión Soviética se impuso la idea de que una sociedad socialista requería una ciencia diferente de la desarrollada en los países capitalistas. En ese contexto, la adhesión o rechazo a la teoría del agrónomo ucraniano Trofim Lysenko -que consideraba la influencia de las condiciones ambientales en la evolución de ciertas especies vegetales, como alternativa a las teorías “burguesas” que privilegiaban la herencia genética- fue utilizada por el régimen estalinista como “filtro” para purgar a la comunidad científica soviética, y hubo disidentes expulsados, encarcelados o directamente asesinados. La memoria viva del “affaire Lysenko” suele ser esgrimida hoy como prueba de que mezclar ciencia e ideología no puede sino dar resultados catastróficos. Nada dice este ejemplo, sin embargo, sobre la influencia de la ideología, la política y la economía capitalistas en el desarrollo de la tecnociencia y del conocimiento que hoy se considera verdadero.

Fue Marcuse, en El hombre unidimensional (1964), quien se inmiscuyó en la naturaleza de los sistemas formales más “puros” -la lógica y las matemáticas- para indagar sobre su potencial carácter alienante o funcional a sistemas de dominación.

Los sistemas formales permiten comprender la naturaleza, pero a diferencia de ésta, son invenciones humanas. En el proceso de abstracción que va desde la observación de una porción de lo real a su modelización en un sistema formal consistente, decía Marcuse, desaparece la potencialidad de los objetos en su contexto real, y emergen sólo las características que lo hacen manipulable, controlable, explotable: la forma, la composición en la materia, las funciones en lo viviente. En medio de esta “ofensiva empirista racional”, decía Marcuse, un concepto sólo tiene significado cuando están definidas las acciones para medirlo, y el orden social se vuelve represivo para con los significados culturales, éticos y estéticos del objeto estudiado.

La arraigada tradición iluminista concibe a la observación como algo netamente pasivo y neutral; si fuera de otra forma, según esa lógica, intervendrían la intencionalidad y la subjetividad del observador, con lo que el conocimiento no cumpliría las condiciones para ser válido. Pero para Marcuse esto supone un tipo específico y sesgado de razón (que no es la Razón misma) y conforma, a la vez, una práctica social subjetiva que se oculta y enmascara bajo la supuesta racionalidad objetiva del conocimiento.

Concluía así que una ciencia reduccionista y descontextualizada enmascara y “objetiviza” la tarea de producir un conocimiento sesgado y funcional a las estructuras de dominación y explotación vigentes, de la misma manera que la geometría de Euclides, hace veinticinco siglos, enmascaraba y “objetivizaba” la mundanal tarea de medir la tierra. Y para contrarrestar ese sesgo proponía oponerle, a esa razón positiva, una razón negativa, atenta a las potencialidades que el reduccionismo deja afuera. Si la ciencia y la técnica se habían transformado en herramientas de una minoría para moldear a la sociedad a su antojo, era necesario pensar diferente para que esa sociedad insatisfecha en sus demandas y deseos pudiera ponerse en el lugar de sujeto y tomar a la ciencia y la técnica como herramientas.
 

La trampa (y una posible salida)

La impronta instrumentalista de la ciencia es política, escribía Marcuse, y es un a priori técnico de la sociedad capitalista pero también de los modelos socialistas que venían desarrollándose en la Unión Soviética y China, imitadores del capitalismo en su búsqueda de eficiencia sin preocupación alguna por una racionalidad alternativa que no estuviera basada en la explotación y el control de los recursos naturales y humanos de la sociedad. En esos regímenes que se proclamaban superadores del capitalismo, las capacidades humanas seguían invisibilizadas bajo el concepto abstracto de “mano de obra”, y la organización social obedecía a un sistema de funciones diseñado “desde arriba”, en base a necesidades no siempre surgidas “desde abajo”.

Una ciencia reduccionista y descontextualizada enmascara y “objetiviza” la tarea de producir un conocimiento sesgado y funcional a las estructuras de dominación y explotación vigentes

El horizonte socialista que Marcuse intentó formular en sus escritos posteriores privilegiaba la “receptividad creativa” por sobre la “recursividad productiva” reinante en la sociedad industrial, y los rasgos reprimidos (femineidad, ternura, receptividad, sensualidad) como caracteres generalizados de una sociedad liberada de la dominación masculina. Pero varios años después, un discípulo suyo, el canadiense Andrew Feenberg, volvió sobre el problema de la racionalidad formal allí donde su maestro lo había dejado, y se halló en una trampa: si la lucha por un nuevo orden social implica buscar racionalidades alternativas al capitalismo, ¿qué lugar darle a la racionalidad formal como proceso y a su producto, el conocimiento científico?

Feenberg advierte que Marcuse se aproximaba a la posición sustantivista de quienes sostienen que la tecnociencia es en sí misma la raíz de los problemas de la civilización, y explícitamente busca salir de ese lugar.

Antes del capitalismo la sociedad se regía por un orden religioso, pero con el advenimiento de la modernidad, ciencia y técnica pasaron a ser cada vez más los factores decisivos en la construcción de poder y orden social, y por lo tanto esa abstracción de los sistemas formales a la que criticaba Marcuse, de algún modo, se traduce en una ideología de dominación en el nivel social. Siguiendo las ideas del filósofo francés Gilbert Simondon, Feenberg encontró que el origen de esa suerte de “traducción” está en el mundo del trabajo; más precisamente, en los modos de organización del diseño, la producción y el consumo en la sociedad industrial, donde las “funciones” son en realidad formas objetivizadas de designar relaciones sociales asimétricas ocultando las relaciones de poder que implican.

Así, “diseño-uso”, “planificación-ejecución” y demás binomios conforman pares ordenados que reproducen la división del trabajo entre quienes ponen la mente (y, por lo tanto, el conocimiento válido) y quienes sólo ponen el cuerpo, y la normalizan como una cuestión necesaria para el “natural” funcionamiento social. El “saber hacer” (la técnica) y el “saber cómo hacer” (la tecnología) se desarrollaban de manera conjunta e inescindida en la tecnicidad del artesano; pero tras la Revolución Industrial las grandes máquinas impusieron nuevos estándares de eficiencia productiva, y el cuerpo del trabajador perdió su centralidad y su antiguo significado técnico. Su propia subsistencia pasó a depender cada vez más de sus posibilidades de encajar en las funciones técnicas requeridas por el sistema, pensadas desde los estamentos de diseño y planificación, depositarios del conocimiento socialmente válido (que es el que hace que el sistema funcione).

Pero ese conocimiento, dice Feenberg, tiene un doble aspecto. No es falso: es un factor de dominación, pero efectivamente produce los efectos que se esperan de su aplicación; lo que corrobora su carácter verdadero. El pensamiento burgués nos lleva a imaginar a toda ideología de dominación como una gigantesca mentira o engaño (lo opuesto a un enunciado verdadero es un enunciado falso), fantasía explotada hasta el hartazgo en ficciones como Matrix, The Truman Show, o en algún episodio de la celebrada serie Black Mirror. Un gran genio maligno capaz de proporcionarnos experiencias falsas, como temía Descartes. Ante el problema de la alienación, este pensamiento binario (verdadero-falso) se enfrenta a sus propios límites.

Al desplazar el origen de la alienación del mundo de la ciencia al mundo del trabajo (volviendo, indirectamente, al temprano y provocador Marx de El trabajo enajenado), Feenberg nos tranquiliza el miedo de caer en el abismo de la irracionalidad o del negacionismo de la ciencia a la hora de abrir sospechas hacia la razón que guía el desarrollo tecnológico.
 

La falacia de la neutralidad

La organización social selecciona y abstrae ciertas características de las personas, del conocimiento y de toda la realidad material y las combina para constituir dispositivos sociales, de la misma forma que los organismos vivientes se componen de unidades más pequeñas (las células), las oraciones de palabras y éstas de letras. En Transformar la tecnología (UNQ, 2012) Feenberg se ocupa de aclarar que esta neutralidad relativa que le permite al conocimiento científico ser combinado en diferentes artefactos y dispositivos sociales no debe ser confundida con lo que llama “neutralidad en su forma abstracta”, que es la idea -muy cara al imaginario iluminista, y reforzada por teóricos de fuste como Karl Popper- de que el conocimiento científico, por naturaleza, no lleva implícita valoración social alguna, y que el buen científico debe, por lo tanto, ser indiferente a todo valor político o ideológico (al menos a la hora de hacer ciencia).

Las ciencias no conforman un compartimento estanco respecto del resto de la cultura, y las vinculaciones mutuas son mucho más directas de lo que habitualmente se asume

No obstante, y si bien piensa que el desarrollo tecnológico debe ser objeto de una profunda y permanente democratización y debate por parte de toda la sociedad (en especial de los movimientos sociales), el canadiense no ve otras posibilidades para redirigir el rumbo de la ciencia que una “transformación desde adentro”. Pensar que la ciencia pueda ser permeable a la crítica social pareciera implicar, para Feenberg, el riesgo de caer en la irracionalidad y en el rechazo del progreso técnico.

Sin embargo, fenómenos como el reciclado de la vieja noción de “esencia” en la cultura popular a través del concepto de “ADN” o la obsesión por optimizar el rendimiento del cerebro (como si fuera un artefacto y no un órgano) parecen indicar que las ciencias no conforman un compartimento estanco respecto del resto de la cultura, y que las vinculaciones mutuas son mucho más directas de lo que habitualmente se asume. Si la ciencia es capaz de “traducirse” en una multiplicidad de significados sustantivos para la sociedad y la cultura, se puede pensar que algo pasa, también, en el sentido inverso. Si es así, si las ciencias se nutren de ideas de afuera, ¿por qué pensar que lo que la sociedad tiene para transmitirles es sólo un código de adaptación a los poderes establecidos?

 

Marcelo Rodríguez
Periodista y Escritor
marcelo.s.rodriguez [at] gmail.com

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Articulo publicado en
Abril / 2020