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El sueño de ser sometidos

 

La saga cinematográfica de ciencia ficción The Matrix (que ya cuenta con más de dos décadas desde su estreno y que promete novedades para este año) ha hecho escuela. El eslogan “somos esclavos del sistema”, cual verdad revelada, es hoy hit de una derecha política, económica y mediática que no rechaza a esta sociedad sino al concepto mismo de “sociedad”, que ya es un obstáculo para la libertad irrestricta de los poderes fácticos; y busca eco en las clases medias y en sectores populares consternados y (más) empobrecidos por la pandemia.

La fantasía paranoide de ser dominados por la tecnología como en Blade Runner o Matrix en realidad encubre un problema muy actual, con hondo impacto psíquico y social.

La trama del filme (hablamos de The Matrix, claro) gira en torno a un axioma oculto: la esencial enemistad entre la máquina automática y el ser humano, entre la creación y su creador. Derrotada, la raza humana duerme y vive un sueño artificial programado, lo que les permite a sus nuevos amos robóticos obtener bioelectricidad de esos cuerpos animales, sin riesgo de rebeliones ni de faltazos.

Lo interesante es que, para mantener a la humanidad dominada, la Matrix no proporciona sólo estímulos placenteros, como el soma en Un mundo feliz de Aldous Huxley. Lo que fabrica la Matrix es la ilusión compartida de una vida en sociedad.

Porque la vida en la Matrix es sintética y virtual, y la materia de que está hecha no son átomos y moléculas sino algoritmos de programación, los cuales han sido evidentemente capaces de producir una ficción de la que todos participan por igual. Y allí los sujetos viven, comen, duermen, se desean sexualmente, se enamoran, trabajan en empresas… No hay demasiados detalles sobre cómo se resuelve la ficción individual del nacimiento, la crianza y el Complejo de Edipo (nada es perfecto).

Lo que la Matrix nos dice es que, para dominar a los seres humanos, las máquinas han tenido que suprimir lo real de los objetos y los paisajes que nos rodean, pero no lo real de nuestros deseos, la percepción y las pulsiones. Esa vida social será falsa, pero no es falso que eso es una vida social compartida. No se le suministra a cada uno una realidad a medida, sino que el sistema conjuga las subjetividades en un todo armónico real. Y pareciera que ese todo armónico real es suficientemente bueno para todos los participantes.

Así, las máquinas parecen lograr una hazaña mucho más difícil que la de habernos sometido por completo: la de habernos dado un orden social acorde a nuestros deseos. ¿Cuál habrá sido su secreto? ¿Habrá sido la posibilidad de crear bienes materiales (virtuales, pero perceptibles) a libre demanda? ¿O han aprendido algo sobre nosotros que nosotros -aquí y ahora- desconocemos?

La aversión a las máquinas tomó mil formas en la realidad y en la ficción a lo largo de la historia, y hoy tiene una forma menos violenta que la de los ludditas pero mucho más extendida en los imaginarios culturales: el síndrome de Blade Runner

Escudo de omnipotencia

La aversión a las máquinas tomó mil formas en la realidad y en la ficción a lo largo de la historia, y hoy tiene una forma menos violenta que la de los ludditas pero mucho más extendida en los imaginarios culturales: el síndrome de Blade Runner o, a saber, la perspectiva de que los autómatas que supimos construir se rebelen contra el género humano. O sólo contra sus creadores: no faltan quienes albergan la esperanza de que sean los robots quienes finalmente encabecen rebeliones y proyectos políticos alternativos frente a los poderes actuales.

Los técnicos, ingenieros y creadores de tecnología han sido mantenidos a gran distancia de la categoría de “intelectuales” o de “artistas”, pese a que muchas veces las competencias cognitivas y estéticas de lo que hacen involucran aspectos vinculados a esos mundos

Otros sitúan ese supuesto enfrentamiento hombre-máquina más en el terreno simbólico que en el de la fantasía. Gilbert Simondon señalaba el núcleo de ese supuesto enfrentamiento en un escrito de 19561, cuando observa que la cultura occidental (en el sentido restringido de cultura “culta”) ha rechazado lo técnico, arrojándolo “en el mundo sin estructura de lo que no posee significaciones, sino solamente un uso, una función útil”. Los técnicos, ingenieros y creadores de tecnología han sido mantenidos a gran distancia de la categoría de “intelectuales” o de “artistas”, pese a que muchas veces las competencias cognitivas y estéticas de lo que hacen involucran aspectos vinculados a esos mundos.

En ese repliegue de la cultura técnica sobre sí misma, dice Simondon, surgió como reacción un imaginario propio basado en la omnipotencia:

“… los hombres que conocen los objetos técnicos y sienten su significación buscan justificar su juicio otorgando al objeto técnico el único estatuto valorado actualmente por fuera del de objeto estético, el de objeto sagrado. Entonces nace un tecnicismo intemperante que no es más que una idolatría de la máquina, y a través de esa idolatría, por medio de una identificación, una aspiración tecnocrática al poder incondicional. El deseo de potencia consagra a la máquina como medio de supremacía, y hace de ella el filtro moderno. El hombre que quiere dominar a sus semejantes suscita la máquina androide. Abdica entonces frente a ella y le delega su humanidad. Busca construir la máquina de pensar, soñando con poder construir la máquina de querer, la máquina de vivir, para quedarse detrás de ella sin angustia, libre […] de todo sentimiento de debilidad, y triunfante de modo mediato por lo que ha inventado.”2

Esta descripción del filósofo francés pareciera valer tanto para la idiosincrasia de una elite profesional como para una subjetividad de clase o una ideología hegemónica en sentido gramsciano. Y nos devuelve a la idea de que detrás de toda máquina o de toda maquinaria hay intencionalidades humanas. Tal vez ansias y proyectos de dominación, aunque no necesariamente. Más allá de sus funciones específicamente técnicas, de las posibilidades que da su uso, de la innovación que es capaz de aportarle al mundo y de cómo lo modifica, una tecnología puede ser además símbolo de un proyecto de dominación (para algunos y, por lo tanto, de sometimiento para otros).

Esconder las manos (sin haber tirado la piedra)

El concepto de “vergüenza prometeica”, según lo cuenta su autor, Günther Anders -nacido en Breslau, actual Polonia, en 1902, discípulo de Heidegger, esposo de Hannah Arendt y exiliado del nazismo-, suena algo frívolo y parece surgido de una gastada entre colegas.

Al parecer Anders se encontraba con el filósofo Theodor Adorno en una visita guiada a una exposición técnica en California, en marzo de 1941. Se hallaban frente a un dispositivo mecánico y “en cuanto empezó a funcionar una de las piezas más complicadas”, Adorno (a quien designa como “T.”), “… bajó los ojos y enmudeció. Aún más sorprendente fue que ocultara sus manos detrás de su espalda, como si se avergonzara de haber llevado esos ‘aparatos’ suyos, pesados, burdos y obsoletos, a esa alta sociedad de aparatos, que funcionan con tanto esmero y finura.”3

Pero Anders lleva esta idea, trivial si se quiere, hasta sus últimas consecuencias, y desarrolla una teoría entera acerca de la relación entre lo humano y el universo simbólico de la máquina. No se refiere a las consecuencias de ninguna tecnología en particular, sino más bien a la asimetría radical entre nuestra condición humana, capaz de producir esas maravillas tecnológicas, pero sujeta siempre a su propio carácter “imperfecto” y a una naturaleza que nunca puede dominar del todo, y la condición de aquello que está diseñado y construido para ser útil y cumplir funciones, que es lo que más de una vez quisiéramos ser pero, para bien o para mal, no podemos.

Los sectores dominantes no solamente imponen nuevas tecnologías con las que adquieren un creciente poder para darle forma al mundo según sus propias necesidades, sino que además conciben a la sociedad entera como un gran artefacto para la consecución de sus fines

El italiano Franco “Bifo” Berardi, sostuvo hace poco4 que Anders, quien falleció en 1992, “ha sido el pensador que mejor entendió estos temas de la humillación como efectos de la omnipotencia de los automatismos técnicos y como causas del fascismo”. Los hombres, dice Berardi, “perciben la omnipotencia de la máquina […] como algo que supera y aniquila la inteligencia humana misma”, y ahí “hay un núcleo profundo de la humillación como concepto político.”

Los sectores dominantes no solamente imponen nuevas tecnologías con las que adquieren un creciente poder para darle forma al mundo según sus propias necesidades, sino que además conciben a la sociedad entera como un gran artefacto para la consecución de sus fines. A diferencia de lo que pasa en las sociedades regidas por valores religiosos, donde son los preceptos teológicos los que imponen el sentido del deber ser (casi siempre en alguna correlación con el sistema político y económico vigente), la ética y la moral en las sociedades industriales y posindustriales están dadas por las funciones que cada persona y cada objeto cumple en el sistema de producción.

En esos esquemas técnicos que rigen la vida social, la naturaleza adquiere el carácter de mero recurso explotable, y la organización técnica de la vida social se naturaliza y toma el lugar original de aquella. Lo que a Anders más le preocupaba es que también la naturaleza humana es entendida, juzgada y evaluada en su mero carácter de “recurso” del “Gran Artefacto”, de manera que hasta las ciencias y disciplinas que abordan lo humano entran en esa carrera por ser parte, arrojando el anatema de lo obsoleto sobre todos aquellos aspectos de nuestra humanidad que no logren adquirir funcionalidad en ese conjunto.

El pecado de la ineficiencia

El núcleo duro de esta idolatría de la máquina, que según Anders estaba vigente tanto en los países de occidente capitalista como en las naciones industrializadas del bloque socialista, es la experiencia de la propia condición humana como algo fallido.

Este sustrato ideológico inducido por la organización técnica tiene un claro correlato, como bien señala el psiquiatra Christophe Dejours en sus estudios del trabajo, en el mundo del management, donde la concepción de la tarea por parte de los niveles gerenciales se divorcia cada vez más (y más radicalmente) de la realidad del trabajo vivo.5 Cumplir con la tarea programada, con el esquema de acción técnica, implica la resolución de problemas prácticos que los trabajadores de menor rango van a encarar apelando a saberes y experiencias que nada tienen que ver con los saberes y experiencias de los gerentes, quienes sólo deben mostrar la eficiencia de su gestión. En la prístina claridad del esquema técnico esos problemas sencillamente no existen, no hay un lenguaje para nombrarlos, salvo el de la ineficiencia. De manera que el trabajador, en lugar de experimentar el orgullo de haber sido capaz de resolverlos, sufre la vergüenza por haberlos tenido.

Esta filosofía surgida de los ámbitos empresariales se extiende a la política, donde las teorías de sentido común que se basan en una supuesta condición “fallida” esencial para explicar las razones del fracaso de algunas naciones (suponiendo que en las exitosas existe una prosperidad “pura” y uniforme y sin relación alguna, además, con las miserias que sufre el resto) están a la orden del día. Este sentimiento de que nuestra existencia es ontológicamente inferior a todo aquello que simplemente fue hecho para funcionar y efectivamente funciona no es, desde luego una ley general de la vida en un contexto tecnológico (y tecnológicamente organizado) como el actual. Pero basta con que nuestro inconsciente lo adopte como un axioma para que el dispositivo social, al menos en la parte del mundo que nos toca, funcione.

¿Chaplin miente?

El hombre, representado por Chaplin en Tiempos modernos, ese ser que, incluso cuando ya no está al servicio de la máquina, aún realiza movimientos mecánicos a manera de tics y que experimenta sorpresa u horror por haberse convertido en parte del aparato, ese ser chaplinesco no existe. […] Lo que sorprende al modern man es lo contrario: que aún permanece como resto de yo incluso cuando, adaptado a la explotación mecánica, propiamente no desearía ser otra cosa.6

¿Dejó de tener vigencia esta observación escrita a mediados del siglo pasado, hoy que el entorno de las líneas de montaje ha sido reemplazado por las pantallas, los teclados y la virtualidad algorítmica como principal escenario del mundo del trabajo, y que vivimos pidiendo disculpas por WhatsApp si es que no estuvimos conectados en el momento en que otro decidió mandarnos un mensaje? Es cierto que al compás de la tecnificación crece también un particular género de crítica quejosa y pasatista, como de stand up.

Banalizar la alienación es parte del problema. Adaptar el cuerpo a una tarea requiere siempre una entrega, un olvidarse de sí. El violinista que entrena debe someterse a las cualidades de su instrumento y a las indicaciones de la partitura, del mismo modo que el trabajador que forma parte de una estructura productiva debe entregarse a las exigencias fijadas por el esquema técnico que regula su actividad. Pero mientras el músico hace del instrumento una extensión de su corporalidad, el trabajador que se adapta al ritmo de la máquina pierde su subjetividad para transformarse en recurso de una subjetividad ajena.

En los entornos de comunicación digital, las interacciones simultáneas son tantas que no es fácil -y probablemente sea imposible- determinar cuándo nuestra adaptación a la tecnología es activa (como en el caso del violinista) o cuándo es meramente pasiva (como en el obrero de la línea de montaje). Pero en ambos casos, el del violinista y el del obrero, el yo irrumpe desde ese estado de entrega sólo como síntoma, en el contexto de la percepción de una falla del sistema.

La fantasía recurrente de ser dominados y sometidos por nuestras creaciones mecánicas (o por las creaciones de otras personas, tan humanas como nosotros) encubre una realidad efectiva y actual, que tiene que ver con la tecnología pero que no es inherente a ella

En el violinista experto que yerra una melodía esa falla bien puede atribuirse a la irrupción de su inconsciente, mientras en el trabajo alienado, escribe Anders, el yo “se extraña sólo porque desentona en cuanto queda fuera (fuera del “ello-aparato”, y de su existencia conformista); se encuentra a sí mismo sólo porque es visible como fuerza antagónica, como rival del aparato”.

En este sentido, la fantasía recurrente de ser dominados y sometidos por nuestras creaciones mecánicas (o por las creaciones de otras personas, tan humanas como nosotros) encubre una realidad efectiva y actual, que tiene que ver con la tecnología pero que no es inherente a ella. Y el extrañamiento respecto de ese estado de cosas, si bien irrumpe como síntoma, puede ser el punto de partida para trabajar por el logro de otras realidades más satisfactorias, en lugar de tener que ser visto como un destino aciago e inevitable.

Notas

1. Simondon, G., El modo de existencia de los objetos técnicos, Buenos Aires, Prometeo, 2007.

2. Simondon, G., op. cit., p. 32.

3. Anders, G., La obsolescencia del hombre Vol. 1: Sobre el alma en la época de la segunda revolución industrial, Barcelona, Pre-Textos, 2011, p. 39.

4. “Hay una crisis de la mente crítica”, reportaje a Franco Berardi realizado por Dolores Curia para Página/12, 17/05/2021: https://www.pagina12.com.ar/341983-hay-una-crisis-de-la-mente-critica

5. Dejours, C., El sufrimiento en el trabajo, Buenos Aires, Topía, 2019.

6. Anders, G, op. cit., p. 99.

 

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Articulo publicado en
Agosto / 2021