Locura en la Literatura Latinoamericana de 1983 a 2009. Una mirada crítica de la medicina | Topía

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Locura en la Literatura Latinoamericana de 1983 a 2009. Una mirada crítica de la medicina

 
Segunda mención del Sexto Concurso de Ensayo Topía - 2017

Este texto recibió la segunda mención en el Sexto Concurso de Ensayo de la Revista y la Editorial Topía. El jurado estuvo compuesto por Úrsula Hauser, psicoanalista y psicodramatista suiza; Juan Carlos Volnovich, médico y psicoanalista; Vicente Zito Lema, poeta, dramaturgo y periodista; Miguel Benasayag, filósofo y psicoanalista y Enrique Carpintero, psicoanalista.
 

1. Introducción: cruce de miradas entre medicina, antropología y literatura

Si algo reúne a la mirada que imprimen médicos, escritores y antropólogos a la enfermedad, es su búsqueda por lograr descripciones meticulosas sobre el fenómeno a observar; si bien, las preguntas, intereses y búsquedas que orientan el trabajo en cada uno de estos campos resultan diferentes.

En el caso de la medicina, el foco se coloca en la determinación de la etiología de la enfermedad, elaborando detalladas descripciones sobre cómo ocurre la enfermedad, un cómo muchas veces limitado a mecanismos fisiológicos “alterados”, en relación a la norma que establecen los valores medios o estándares biomédicos. Su búsqueda se orienta hacia la identificación del mecanismo que inhiba un funcionamiento anómalo, restituyendo los parámetros de “normalidad” al cuerpo.

La literatura adopta diferentes formas de encarar la observación de “los otros” (enfermos y médicos), constituyéndose en una autentica fuente de conocimiento científico, que resulta irremplazable

En el caso de la psiquiatría, al momento de describir la enfermedad observamos que opera un mecanismo similar, existen modelos de conducta social y culturalmente aceptables, por fuera de cuyos parámetros se observa una alteración conductual, ante la cual es necesario actuar. El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM)1, herramienta diagnóstica y terapéutica por excelencia de los psiquiatras, representa un claro ejemplo de ello. La mirada “aséptica”, imparcial y objetiva que se atribuye a la ciencia médica y el supuesto carácter neutral de sus enunciados, contribuyen a eliminar cualquier sospecha sobre el carácter histórico, moral, ético, socio-político y económico que pueden esconder tales juicios.

En este sentido, tanto el análisis historiográfico de la medicina (ampliamente desarrollado por Michael Foucault), como la mirada que imprime la literatura de ficción en torno a la enfermedad y los estudios desarrollados en el campo de la Antropología médica y etnografía en particular, vienen a cuestionar e interpelar un saber que se presenta como un estado de cosas dadas desde la biomedicina; haciendo visible, sobre todo, el carácter histórico y socio-cultural de los procesos de salud-enfermedad.

Sin embargo, en el contexto actual, caracterizado por un creciente proceso de especialización, cada vez resulta más frecuente la visualización del cuerpo del enfermo como un conjunto de órganos, alguno de los cuales presenta una disfunción, que resulta necesario “reparar”, lo que impone una mirada sesgada del problema, acotada al mal funcionamiento orgánico.

Le Breton (1995) plantea que el punto de partida epistemológico de la medicina, basado en el estudio riguroso del cuerpo, en un saber anatómico y fisiológico, consagra la autonomía del cuerpo y la indiferencia hacia el sujeto al que encarna, ‘‘en la elaboración gradual de su saber, de su saber-hacer, la medicina dejó de lado al sujeto y a su historia, su medio social, su relación con el deseo, con la angustia, con la muerte, al sentido de la enfermedad, para considerar solamente el ‘mecanismo corporal’.’’2 No se trata de un saber sobre el hombre, sino de un saber anatómico y fisiológico que hoy llega al grado extremo de refinamiento con la hiperespecialización, el uso de nuevas tecnologías de diagnóstico por imágenes, el recurso a medios cada vez más dependientes de la técnica. El cuerpo se presenta como receptáculo de enfermedad, separado del hombre-sujeto que la padece.

Por el contrario, la antropología, especialmente una antropología o etnografía de la enfermedad, a partir del extrañamiento que desarrolla en sus observaciones, nos permite acercarnos a la forma en que la experiencia de enfermedad es representada y a la diversidad de prácticas que se desarrollan en torno a su atención; mediante descripciones que provienen de la observación directa de la propia realidad o la de culturas muy diferentes a la nuestra. Así, se convierten en objetos de su saber, no solo las tradiciones médicas de pueblos remotos, sino también las que se hallan presentes en la cultura o sociedad a la que pertenece el investigador, hasta abarcar las representaciones y prácticas que se elaboran al interior de las propias “culturas profesionales”.

De manera análoga, la literatura, en la medida que busca contar historias, plasmar ideas, transmitir una época, recrear sensaciones, situaciones, escenarios verosímiles con “la realidad”, tiene la capacidad de representar el modo en que es vivida, experimentada y pensada una época, un objeto-tema y/o problema particular. Al respecto, François Laplantine (1999) en su libro: Antropología de la Enfermedad, establece que la literatura desarrolla un interés muy especial por el detalle, la observación meticulosa de estados físicos y anímicos, que reúne las perspectivas propias del médico y del etnólogo. La literatura adopta diferentes formas de encarar la observación de “los otros” (enfermos y médicos), constituyéndose en una autentica fuente de conocimiento científico, que resulta irremplazable.
 

IV.II La medicalización de la vida cotidiana

Tomo seis pastillas diarias y me sospecho que algunas son innecesarias. Con los años me he vuelto obediente

Edgardo Rodríguez Juliá 20093

 

El relato de Rodríguez Juliá se constituye en torno a la narración biográfica, cuyos hitos fundamentales están marcados por episodios de enfermedad, que funcionan a modo de ritos de pasaje y van marcando el curso de su vida. Anclados en su memoria personal, funcionan como disparadores para pensar las épocas y sus enfermedades, la medicina y la tecnología biomédica que se dispone para la atención de los enfermos.

Comienza el relato: “a los nueve años tuve las primeras impresiones de mi propia mortalidad” (p. 207), con el descubrimiento de la vacuna de Salk (en el año 1955), familiarizado con toda clase de estragos que había producido a otros niños la poliomielitis, puesto que su casa se hallaba en las inmediaciones del centro de salud del pueblo.

En su adolescencia, disputándose entre el deseo por ser médico o escritor, su problema de asma lo lleva a adquirir un lujoso inhalador que lo emparienta con dos de sus héroes literarios: Marcel Proust y José Lezama Lima, definiendo su vocación literaria.

A los trece años se inicia en el hábito de fumar, que relata como desafío de libertad a sus pulmones “mi enfermedad era la de ese invento de los sesenta y setenta, la del teenager sin causa” (p. 209).

En su juventud descubre un defecto congénito en su espalda espondilolistesis, que le lleva a pasar varios años de su vida colgando de un arnés y durmiendo sentado -por prescripción médica-. A fines de los 80 sufre su primer ataque de presión alta, y en la década siguiente “cultivé lo que había sembrado en los sesenta y ochenta: padecía hernia en el esófago, piedras en los riñones, tenía el hígado graso y las enzimas hepáticas disparadas, sufrí de repetidos ataques de gota” (p. 211).

La medicina ha cambiado y con ello se despierta toda clase de temores en torno a la posibilidad de la sobremedicación y de diagnósticos desacertados

Sus padecimientos y la herencia que le dejó su padre “el ácido úrico -aún de joven- por las nubes” (pp. 211) le conducen en los noventa a sobrellevar su mal con el consumo de medicamentos que se llaman de mantenimiento.

Mientras, describe que muchos de sus amigos de la juventud ya habían muerto o estaban “locos” a causa del consumo de toda clase de pastillas, como el Altivan o el Xanax (ambos ansiolíticos), sino estaban en camino a divorciarse. Todo ello ocurre en una época y una generación “que quiso curarse de la tristeza de no ser santos con la marihuana y la cocaína (…) una generación que no acababa de crecer y comenzó a vivir químicamente, a curarse con las llamadas ‘pepas’ y el alcohol (…) y una sociabilidad diseñada para aplazar el momento de llegar a casa” (p. 210).

El relato muestra cómo la ansiedad y aceleración de la vida, sobre todo en las últimas dos décadas, ocurren en paralelo a los avances acelerados en el campo de la medicina, con el desarrollo de sofisticados instrumentos de diagnóstico y la proliferación de la industria químico- farmacéutica.

Este argumento se hace explícito cuando, a propósito de una instalación del British Museum: Cradle to Grave -en la que una tela de trece metros de largo representa los catorce mil medicamentos que los ingleses suelen usar a lo largo de su vida, construida a partir de algunas historias clínicas-, aparece la reflexión “En los últimos diez años de su vida tomó tantas pastillas como en sus primeros sesenta y seis años. Sin duda este aumento se debe a algo más que la vejez; en la última etapa de su vida le tocó el aumento vertiginoso en la producción, uso y abuso de los medicamentos” (p. 214).

La medicina ha cambiado y con ello se despierta toda clase de temores en torno a la posibilidad de la sobremedicación y de diagnósticos desacertados. El cuerpo y las enfermedades aparecen modelados conforme avanza el conocimiento médico. En este proceso ¿la medicina podría ser pensada como actuando del mismo modo que un hipocondríaco? Hallando enfermedades de todo tipo en todos lados, la proliferación de medicamentos “para todo” se convierte en la herramienta diagnóstica de una segura enfermedad. Al mismo tiempo, en la actualidad, la publicidad ofrece todo tipo de medicamentos con una fórmula muy similar a la que se ofrece un producto cosmético, una hamburguesa o una marca de cigarrillos. La salud de las personas se mercantiliza. En paralelo, se observa el desarrollo tecnológico con sofisticadas máquinas de diagnóstico por imagen, prescindiendo cada vez más del contacto directo del médico con sus pacientes.

De ello se deriva lúcidamente en el relato, la pérdida de autoridad del médico, hallándose “a medio camino entre la publicidad y la ciencia”.

Como lo hemos observado en Flores, de Bellatín y El Desbarrancadero de Vallejo, los medicamentos pueden resultar tan adictivos y enfermizos como las propias enfermedades. Es en parte esta “locura” de hoy, en la cual todo malestar puede ser objeto de tratamiento biomédico, que la vida cotidiana puede medicalizarse, y no necesariamente a causa del médico, sino también de la búsqueda por escapar a la “culpa de no ser santos”, a estar “vivos sin razón” o simplemente porque “la inconciencia o no conciencia es la condición sine qua non para la felicidad”, todas ellas respuestas a la ansiedad que genera la vida y cambios vertiginosos que caracterizan las últimas décadas.

Así, más que una enfermedad, el relato trata un malestar de la época actual que, al mismo tiempo, nos habla de la sociedad en que nos hallamos sumidos. Una sociedad donde existen medicamentos para todo, al tiempo que médicos, pero además personas que buscan o desean deliberadamente ser “seducidas” por la ciencia médica y calmar sus temores y ansiedades con las tecnologías que ésta ofrece. Si bien muchos de estos últimos malestares encuentran su causa en las relaciones que se establecen entre las personas y de éstas con su entorno, se termina buscando atender a esos síntomas químicamente, más que a su causa.

De manera similar, la medicalización de la vida aparece en Colonizadas. En este relato, la enfermedad representa la excusa para hablar acerca del vínculo patológico que puede establecerse entre una madre y su hija. Este vínculo se halla fundado en el imaginario social en torno a lo que se espera, no tanto de una madre, sino más bien, del comportamiento de una hija hacia su madre. En este contexto, la enfermedad se presenta como el evento perfecto para llevar este imaginario hasta sus últimas consecuencias.

¿La medicina podría ser pensada como actuando del mismo modo que un hipocondríaco? Hallando enfermedades de todo tipo en todos lados, la proliferación de medicamentos “para todo” se convierte en la herramienta diagnóstica de una segura enfermedad

Ambas, madre e hija, se encuentran unidas por un factor común: el sufrimiento ante la enfermedad, que las ensambla al tiempo que las aparta y aísla del mundo y la vida cotidiana. La forma simbiótica que adquiere su relación se expresa como resultado de la culpa o responsabilidad que siente la hija hacia el estado de su madre: “Cuidé la enfermedad de mi madre porque finalmente fui yo la que puso en riesgo sus órganos” (p. 93) “Yo, su hija envejezco por el exceso de dolor, por los exámenes, por como avanza mi enfermedad y por la preocupación que me ha causado y que me causa que mi madre sea una enferma terminal porque para una hija nada es más importante que su mamá. Eso me lo dijo mi madre, me dijo que para ella nada había sido más importante que su madre” (p. 82). Pero su voz es la de su madre, ella fue colonizada por su madre: “yo no puedo respirar si mi madre no me lo autoriza ni sé quién soy si ella no me lo dice y menos sé qué decir si ella no me hace un gesto afirmativo para que hable” (p. 93). Paradójicamente ambas padecen dificultades de audición a consecuencia de sus padecimientos.

La madre padece una enfermedad terminal y la hija diversas patologías, que han adquirido a su edad un carácter crónico. Así, la madre se constituye en sujeto de cuidados, en una relación donde se deja ver que lo único que sostiene a la madre es su hija, mientras ésta última es convertida en objeto de cuidado por su madre: “Aunque mi madre es la que padece un estado terminal, puso mi enfermedad antes que a sí misma y que a todo cuanto existe en el mundo que ya se ha cerrado para nosotras” (p. 81).

La madre se victimiza a sí misma y aplica el mismo mecanismo a su hija, así ambas resultan víctimas de algo que “coloniza” a ambas: la enfermedad.

En esta relación simbiótica, claramente madre e hija no se hallan unidas por el amor, sino por el espanto: el terror por la enfermedad, el cansancio de tantas pruebas bioquímicas y análisis. En suma, el horror hacia su médico quien decide un día separarlas para comunicar en privado a la hija que la enfermedad de su madre es terminal “Me lo dijo el médico, a mí, su única hija, me lo dijo ferozmente, con su mirada enferma de medicina, con su mirada traspasada de medicamentos y antibióticos de última generación, me lo dijo ese médico” (p. 85).

Con ello, aparece no solo la colonización de la madre hacia la hija, sino también la del médico hacia ambas, que aparece como una figura perversa que incita a la conversión, una conversión de la que él mismo se encuentra preso, luciendo bajo el vidrio de su escritorio un rosario aplastado.

Si bien, la hija prohibió a su progenitora la conversión religiosa, ambas practican una ferviente fe en el conocimiento y avances médicos y en “Un médico que duerme con su rosario y nos da medicamentos tras medicamentos porque todavía nos mantiene demasiado enfermas pero vivas” (p. 94). En este sentido, la figura del médico podría analogarse a la de la madre, es la madre quien le exige fe en lo que implica ser una “buena” hija, y su hija cree, deposita la fe en su madre y en el médico que, aunque enfermas, las mantiene vivas.

Anahi Sy
Lic. en Antropología, Dra. en Ciencias Naturales 
Docente e investigadora del Instituto de Salud Colectiva, CONICET, Universidad Nacional de Lanús
anahisy [at] gmail.com

Notas

1. En Inglés: Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, creado por la Asociación Psiquiátrica de los Estados Unidos, que contiene una clasificación de los trastornos mentales y proporciona una descripción de las categorías diagnósticas, a fin de favorecer la elaboración del diagnóstico e intercambio de información entre clínicos e investigadores de las ciencias de la salud, en torno a los distintos trastornos mentales.

2. Le Breton, David, Antropología del cuerpo y modernidad, Buenos Aires, Nueva Visión, 1995, p. 179.

3. Rodríguez Juliá, Edgardo (2009) “Tu bata blanca, el pastillero mío, ambos trofeos” en Guerrero, Javier y Nathalie Bouzaglo (comp.) Excesos del cuerpo. Ficciones sobre contagio y enfermedad en América Latina, Eterna Cadencia, Buenos Aires, p. 214. Las citas siguientes corresponden a este libro.

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Articulo publicado en
Julio / 2018