1. I wanna be sedated
- Che, -me tira Cristina- hay un pibito que no sabés cómo llora... Hay que internarlo y no quiere, le está pegando a la madre... está acá en la salida de las ambulancias.
- Y sí, yo tampoco quisiera internarme- le digo y salgo a enfrentar mi destino.
El pibe (doce años, con sobrepeso y un color lechoso que sólo le cortan las ojeras y el llanto a mansalva) tranquilamente podría haber sido parte de un elenco de Tim Burton. Si a eso le agregamos una madre que no para de hablar, casi pelada y también cercana al sobrepeso, ya tenés la saga. Y si a eso le agregamos, como nota de color, que el pibe fue abusado por un tío materno en la cripta familiar poco después de llegar desde España a la Argentina, Tim Burton se está perdiendo el Oscar.
Después de un pequeño rodeo, invito al elenco a pasar a la salita naranja, que a esta altura es el set ideal de una peli de terror: la goma eva donde no está arañada, está despegada y se ve el revoque sucio y que, por supuesto, nadie va a querer arreglar.
- Me quiero ir de aquí- me tira el pibe con un acentito gallego.
- ¿De dónde sos?
- Bilbao. Nosotros nos fuimos de Argentina con el padre y mi otro hijo más grande y él nació allá, no lo esperaba- pisa la madre haciéndome miles de caras “cómplice” que no alcanzo a entender, mientras el niño no deja de moquear y de odiarme desde las ojeras. Porque sabe que yo soy la bruja que va a internarlo.
¿Quién dijo que los pacientes de este hospital sólo vienen de Florencio Varela, San Vicente o peor aún de Bolivia o Paraguay, países que en nada ayudan a levantar el prestigio de nuestra noble tarea asistencial? Prejuicios, doña Rosa, en este hospital también podemos internar pacientes de otros lugares del mundo, como ser, de Bilbao. ¿Bilbao dijo usted? ¡Hostias, que sí! ¡Bilbao, joder!
A mí, Bilbao me suena a inmigrante que vino en barco con mi abuelo, se puso un almacén en Chacarita que ahora es un Starbucks.
- No sé en qué parte queda Bilbao, no conozco...- le digo para aflojar.
- Ahh... -sigue la madre- es muy bonito ¿verdad? A él no le gusta Argentina, quiere volverse...
- ¿En serio?- pregunto.
- ¡Pues sí! -grita a moco pelado- ¡En este país del coño tengo que estar y encima me internan! ¡Tú y el otro psicólogo! ¿De qué me sirve quedarme aquí?
ACLARACIÓN: el “otro psicólogo” es el del servicio que lo vio unas cuatro veces y me lo mandó al pibe. Básicamente yo también lo odio. Pero interna la guardia, no el servicio.
- Bilbao... seguro que no puedo decirte que sos gallego...
El niño deja de llorar y me dedica un silencio asesino que me confirma la muerte cercana.
- ¡Ni se te ocurra decirle gallego porque te mata! Vasco, él es vasco- me corrige la madre.
Vasco. Mi apellido es vasco francés, que no tiene un pito que ver con su origen, pero de golpe se me viene a la cabeza el grupo Siniestro Total, que eran como unos Ramones gallegos de los ochenta. También pienso en Almodóvar y en el jamón crudo. Nada me sirve. Descarto.
- Yo no te conozco, pero me contaron que te pasó algo feo... y que por eso tu mamá te trajo al hospital.
Mirá lo que le tiro al pibe. Mínimo, es feo. Imaginate: te venís a un país que no conocés, a las semanas de estar acá te lleva el tío Lucas al cementerio y te da sobre la tumba de la familia. Feo es casi un eufemismo. Pero en estas situaciones, hasta la boludez más grande parece prender. El vasquito me hace que sí con la cabeza y me manda que no se puede dormir pensando “en eso”. Y de “eso” ya hace tres años. Que se quiere morir y que lo intentó tomando una pastilla que encontró en la casa. Que nada, que él estaría mejor en Bilbao.
- No le conseguí turno por ningún lado, joder con este país. Hace un año que estamos dando vueltas. Pero aquí en la guardia nos trataron de pelos, no tengo nada que decir. Y yo estoy muy de acuerdo con que se interne, sé que es por su bien- explica la madre en español con acento argentino.
- Y tú seguro que también estás de acuerdo que es por mi bien ¿verdad?- me pregunta el vasquito.
Ya lo amo. Me dice esas frases en gaita y me siento casi en Bilbao. Pero debo focalizarme en la intervención, joder.
- La verdad que no- le respondo.
Bingo. Deja de moquear y me mira sorprendido.
- ¿No? ¿Tú no me quieres internar?
- Como querer no quiero. Pero me decís que no podés dormir, que no podés dejar de pensar, te veo llorar y angustiado... hasta ahora nadie pudo ayudarte. Qué querés que te diga, muy bien no estás.
- ¡Pero es que yo no quiero internarme!
- Y yo así no puedo dejarte ir a casa. Por lo menos probemos unos días.
- ¿Y el fin de semana ya me puedo ir?
Me freno. Sé que viene la mentira, la cruel triquiñuela para que acepte encerrarse. Pero dada la circunstancia de que el tío abusador vive a setenta metros de la casa y el pibe se quiere morir, tampoco queda mucho más por hacer.
- Ok. Hasta el sábado y después vemos.
Hay algo que tienen las mentiras y es que, por un rato, funcionan. El vasquito cambia la expresión, se levanta y me pregunta si puede ir en la silla de ruedas porque quiere pasear un rato. A nadie se le niega un paseíto en silla, joder. Venga, pues.
Antes de verlo partir, le dice a la madre que no se olvide de jugar al Quini 6. Porque si llega a ganar, se vuelven todos a la Madre Patria.
2. Vacante en el aquelarre
Pero ninguna mentira dura para siempre, sobre todo si te internan en Salud Mental. Convencida de que el pibe iba a una sala común, llamo “al otro psicólogo” y le pregunto el por qué de esa elección. Me tira algo cercano a que alucina, que tiene “cosas raras”. Y sí, le digo, pero si a mí me pasa lo que le pasó a él, qué querés que te diga, raro es lo de menos...
Bueno, no hay discusión: si a vos te da el tío en el cementerio, tenés una familia loca, tomás pastillitas para no despertarte más, te ganás una vacante en el loquero.
Y llegó la noche. El momento en que las hadas duermen. Y los fantasmas aúllan sobre las tumbas.
Entonces veo a la madre en la sala de espera de guardia con una valijota, dando directivas por el celular. Por qué se me ocurre acercarme. Por qué. ¿Culpa? ¿Asistencialismo? ¿Lástima? ¿Burn out? Preguntas sin respuesta que me llevaron al abismo y a la condena, porque toda mentira tiene su castigo.
- Es que mi hijo mayor está en la sala y no sabe cómo llegar hasta acá y yo no puedo entrar- explica.
Le digo al de seguridad que la acompaño. Me habla excitada durante todo el camino que lleva como diez minutos. Y nos encontramos a vasco junior, un pibe de dieciocho que ya tiene las zetas metidas en el inconsciente.
- Ésta es la psicóloga guapa que nos ayudó tanto. -le dice- Él también está pensando en estudiar psicología.
- ¡No! ¿Para qué?
Juro que me salió de adentro. No nene, estudiá otra cosa. Geología. Algo que no involucre humanos.
Entrar en Salud Mental a la noche es como meterse en el aquelarre de la serie American Horror Story y que te atienda Kathy Bates con un tecito en la mano.
Las dos enfermeras que están de turno, son de las dos más temibles. Me dicen que no puede estar toda la familia en la habitación con el pibe. ¿Toda la familia?, pregunto. Sí, está el padre y... no les gusta tener hombres internados en la sala, de hecho casi no los dejan quedarse, excepto, por el permiso, que en este caso, ESTÁ PEGADO EN LA PARED DEL OFFICE. Pero las brujas son así; sólo quieren a los hombres para poseerlos.
No termino de decir ni “a” que aparece el Vasco mayor. Si no me dice que es argentino, te compro que nació allá. Petizón, brazos cortos, chueco y a las puteadas en gallego. Y entiendo: el aquelarre no quiere poseer al vasco, no les sirve.
- ¡Mi hijo aquí no se queda! No es igual a los otros. No está loco- tira casi a los gritos.
- A ver, su señora trajo la valija con las cosas para su hijo...- empiezo.
- Igual -me interrumpe Kathy Bates- no puede dejar esa valija acá adentro. Son las reglas.
- ¿Y en qué querés que traiga las cosas?- le pregunto.
Duelo de miradas con Kathy. Me llevo a los vascos importados al SUM de la sala para contención verbal y emocional con respuesta nula, porque si hay algo en lo que “el otro psicólogo” tenía razón era que la familia estaba loca.
Cuando volvemos a la habitación, nos sigue el aquelarre de Kathy Bates a inspeccionar la valija que no tiene más que ropa, un acolchado, la compu, las carpetas del colegio, una cartuchera.
- Hay que ver que no tenga elementos corto punzantes- dice la más joven. Y le confisca una tijerita escolar. Muy acertado, yo con eso te entraría a la yugular derecho. Y luego, bailaría sobre tu tumba.
El vasquito llora otra vez, y se va al baño. Le pido permiso para entrar. Está sentado en el inodoro, vestido con una remera y un pantalón pijama de barquitos.
- No me quiero quedar aquí. Yo sé que te dije hasta el sábado, pero no quiero... de qué me sirve quedarme si todo está aquí- y me señala la cabeza.
Lo más cuerdo que escuché en todo el día. Pero lo cierto es que entre el trauma y la familia, no hay mucho para hacer.
- Mirá, ahora ya es tarde. Mejor te vas a dormir y mañana hablás con...
- ¡Es que me cago en la leche, no entiendes que no puedo dormirme! ¡Y mi padre no quiere quedarse!
- Tu papá va a quedarse, de eso no tengas dudas. Y tu mamá te trajo algunas de tus cosas, hasta el acolchado.
- ¿En serio va a quedarse?
- Sí, pasa que es un poco... cómo le dicen ustedes... cabrón.
- Sí, él es así. Como yo.
- Como vos.
La última imagen que tengo de esa noche es de la madre echando spray para la ropa sobre el acolchado y asfixiándolo como un gran pez, pero no el de Tim Burton, sino más bien estilo orca, de esas que aplastan más el alma que el cuerpo.
La última frase que tengo es la de la enfermera del aquelarre, diciéndome que no estaba de acuerdo con que el padre se quedara, porque con un hombre “nunca se sabe si no puede ser un degenerado”.
Bajé las escaleras, silbando la canción de Siniestro Total. No me cabía otra cosa en la cabeza.