Una mañana de enero, mientras nadaba en la pileta, fui abordado por un señor de unos ochenta años. Me contó que le preocupaba saber si conseguiría un control remoto de repuesto para su televisor, ya que el suyo se había roto y no tendría sentido gastarse en arreglarlo. Acto seguido, el hombre viró el timón en dirección a su nieto de siete años, que esa misma tarde llegaría al aeropuerto desde Pinamar, con sus padres. Nervioso estaba, puesto que su encantador sucesor, le pidió que lo esperara con un cartel que tuviese escrita la palabra Bienvenido y, a continuación, le tuviera listo un asado.
Al ahondar un poco más, resultó que esa impaciencia por satisfacer todas sus demandas, radicaba en el temor de no poder verlo crecer hasta llegar a la adultez. Por lo tanto, no quería perderse una sola experiencia a su lado, dándole a su majestad el bebé todo lo que le plazca. La conciencia de muerte, a pesar del buen estado de salud que presentaba mientras nadaba con sus amigos, lo mantenía angustiado al ver que terminaría como el control remoto.
El narcisismo lo conservaba intacto. Proyectado en la tierna infancia del nieto, lo resguardaba de toda imposibilidad real. La ilusión de inmortalidad y juventud eterna, parecían hacerse realidad en la foto mental que el abuelo guardaba del niño. Esa tendencia infantil y machista de permanecer joven y fuerte, siempre dispuesto a mostrar la virilidad masculina ante quien se le pusiera delante, comenzó a asomarse en las palabras que le siguieron aquella mañana.
Cuando se alejaba de mi lado, lo escuche comentar que a pocas cuadras de allí, ejercían la prostitución unas chicas que rondaban los veintitrés años. Cuando lo dijo, su voz rechinó con una sonrisa maliciosa, gozosa por el poder de proporcionarse un placer y mostrar ese beneficio a sus semejantes, como si el tiempo no pasara y esas mujeres, en lugar de poder ser sus nietas adolescentes, como tanto anhelaba verlo en su propio nieto, fueran solo mujeres que le proporcionaban un placer inextinguible.
Una vez más la negación a la muerte, la doble cara de lo masculino, el tierno abuelito que se acongoja por no poder ver a su nieto más allá de la dulce infancia se codea con aquel hombre que muestra su ¿hombría? a los testigos de turno, para que vean que es macho, que todavía puede, que tiene algo entre las piernas que aún se mueve y tiene exigencias para con él y por tanto la muerte es una visita que puede esperar.
El hombre, y me refiero al género, se sirve de distintas estrategias para negar lo inevitable del perecer. En este caso, de la degradación amorosa de la sexualidad que atenta a mujeres que, estimo, no tuvieron las mismas posibilidades de vida que este señor. El supuesto hombre, reconocido como tal por ese pedazo de carne erguido, se cree macho en ese someter e intenta escapar de la angustia que le recuerda su final.
En este caso, como en tantos otros, ser hombre aparece como sinónimo de juventud, de fortaleza sexual y de capacidad de dominio. Muchos de aquellos que pierden alguna o todas estas cosas se sienten castrados en su ser masculino, perdidos en el mundo de los machos con pene, para pasar a sentirse deshechos de la humanidad próximos a entrar al limbo de los muertos vivos.
Para muchos que se dicen estar del lado macho, ser hombre es igual a tener pene y poder usarlo, los otros son tiernos abuelitos a los cuales hay que cuidar de que no se enfermen o directamente depositarlos en un geriátrico o, dicho de otra manera, en un “depósito geriátrico”.
El doble costado de sentirse castrado por la vejez, por un lado, y renegar de la misma a través de la mostración de una supuesta potencia sexual con el auxilio de la pastillita azul, por el otro, nos habla de una sociedad que no ve con buenos ojos ni la ancianidad ni la muerte, como tampoco el declinar lógico de la vida sexual genital, aunque esto no implique que la sexualidad no siga aconteciendo de las mil formas que el cuerpo, los sentidos, el amor y el placer lo permiten entre dos cuerpos que se quieren. El ser humano es el único animal que puede hacer el amor con las palabras, con las caricias y con todo el cuerpo, sin que por eso tengan que estar comprometidos el pene y la vagina.
La actitud de testigos oyentes de parte de los amigos ante las peripecias sexuales es un signo de complicidad masculina. Silenciosa aceptación a la horda macho. En la actualidad atravesamos tiempos en donde como sociedad somos muchas veces testigos cómplices, pasivos, víctimas, cuando no victimarios en el peor de los casos, del ejercicio de la violencia contra la mujer. Casos en los cuales ésta es maltratada física y psicológicamente, puesta en un lugar de objeto por parte del hombre, que considera a su par femenino un bien de consumo y como tal, siente el derecho de poder elegir sobre la vida de “su mujer”.
No obstante, para entender este fenómeno social, no debemos dejar de involucrarnos como actores sociales, pues observar desde afuera, en una supuesta neutralidad pasiva, como suele ocurrir con el espectador televisivo de informativos por ejemplo, nos deja parados en un lugar fácil, sin responsabilidad aparente y objetalizados a su vez a merced del horror machista mediatizado.
El que escucha u observa sin involucrarse es tan responsable como aquel que opera activamente. El entramado de identificaciones se multiplica.
Desde los noticieros se manipula la información, transmitiendo de una manera agresiva con el fin de atraer la atención del espectador, generando un efecto de impacto la mayoría de las veces desmesurado, donde en lugar de buscar reflexionar sobre la problemática en cuestión; lo que se trata es de cautivar al teleespectador con un exhibicionismo innecesario y violento para toda la familia, sin ni siquiera respetar el horario de protección al menor en lo que respecta a las imágenes y al vocabulario empleado tanto en las noticias como en programas informativos.
Acostumbramos a percibir estas noticias con horror, absortos por lo que nuestros oídos escuchan, al enteramos, por ejemplo, de que un hombre quemó a su mujer y, al entrevistar a un familiar de la víctima, la explicación que suele dar es que “el marido o novio era muy celoso”. No debemos dejar de pensar que estos hechos remiten a un síntoma que reproducimos como sociedad, esta violencia de género exacerbada es el resultado de la violencia mínima, cotidiana, la de todos los días. Esa que se le propina a una mujer cuando conduce su auto y, al ir despacio, se la insulta aduciendo que no está hecha para eso sino para lavar los platos, o aquella que reciben las docentes cuando sus alumnos sacan notas bajas en los exámenes y son atacadas por las madres de los mismos, cuando no directamente por sus dirigidos.
En fin, todos los días las mujeres son víctimas del maltrato en todas sus formas, no nos engañemos, también cuando una mujer cumple con el status quo de belleza y se apresura para parar el colectivo que se le está yendo y el chofer hace frenar la unidad, así esté atrasado en su recorrido, es víctima de ser tratada como objeto, considerada una mercancía que puede ser consumida como cualquier otro bien, si cumple con los requisitos de tener un cuerpo y una estética física acorde con las pretendidas socialmente. En cambio, si es una mujer excedida de peso y/o de piel negra se hace el desentendido y sigue camino como si nadie hubiese estado ahí. La violencia simbólica opera tanto para una como para otra, solo que en la primera es tomada como objeto de consumo y, en la segunda, es discriminada por no portar con las cualidades pretendidas de belleza femenina.
Lo que quiero decir es que la violencia es algo que se va naturalizando, todos la vamos percibiendo desde niños e inconscientemente la vamos aprendiendo como si fuera algo “normal”. Normal viene de norma, remite al “así deben ser las cosas” (la mujer en la casa fregando, cocinando, criando a los hijos, con un cuerpo perfecto y el hombre afuera trabajando) y aquella que no cumple con ésta norma es una loca o una puta, teniendo que pagar las consecuencias con algún tipo de violencia, donde muchas veces no se conforma el portador con ejercerla de un modo simbólico, sino que entra en una escalada donde el grado de agresividad es cada vez mayor; y lo que en principio eran malas contestaciones o insultos, pasan a ser golpes cada vez más severos, junto con una manipulación psicológica y emocional de la víctima que queda prendida, muchas veces sin posibilidades de reaccionar para pedir ayuda, ya que el hombre es el único que aporta y mantiene económicamente el hogar y la mujer, por pensar en el bienestar material de sus hijos, prefiere evitar desarmar la pareja para no perder el sostén monetario, quedándose ella sin un sostén emocional.
Bueno es mencionar que estos últimos casos se refieren, en su mayoría, a familias de bajos recursos y que la independencia económica de la mujer, al haber ganado terreno paulatinamente, ha llevado a que esté menos coaccionada en este punto, sin por ello dejar de ser violentada simbólica y, en el peor de los casos, físicamente.
Se nos impone, por cierto, pensar en la construcción tanto de la masculinidad como de la feminidad en nuestro tiempo. El Ser del hombre parece colgar de ese significante fálico llamado pene, símbolo de poder que termina operando como un mandato superyoico que ordena gozar al portador del mismo. Para ser hombre hay que tener: pene, mujer, dinero, etc., y por supuesto someter, es decir, mostrarle a los otros que uno es poderoso y que se hace lo que uno dice. Uno, por supuesto, porque el fin de esta masculinidad es mostrarse único, como el caso del abuelito. Él sabe cómo se hace, por eso relata su experiencia, explica dónde está el lugar indicado y da cátedra de su oficio de macho.
Ser mujer, en cambio, carece de significante para ser nombrada, por lo tanto es un misterio, un bello misterio de la humanidad, tal vez el más bello de todos. Y en ese no saber, el hombre cae horrorizado al ver esa carencia, esa castración tan temida, entonces reacciona con su pulsión de dominio para someterla por temor a sufrir la misma suerte.
Para hablar el mismo lenguaje que una mujer es necesario salir del machismo, olvidarse un rato del pene, del falo y tratar de ser poeta. Hablar de lo que no se puede decir, por que solo así se puede lograr entender a una mujer, a medias, donde las palabras dejan sus huellas tras los pasos de quien las nombra.
La mujer es un interrogante para el hombre, también para la mujer, pero solo aceptando la castración simbólica se puede lograr un sincero entendimiento. Lo demás es intento de dominación. También en muchas mujeres ocurre esta tendencia de someter y dominar al hombre como un objeto más. Son mujeres que no toleran la castración y responden a ella con la misma agresividad. Es que el machismo no tiene género, se da tanto en hombres como en mujeres. Claro que implica un cambio de posición subjetivo, dejar la búsqueda del tener machista para ubicarse en el ser femenino, dando lo que se tiene en la constitución más íntima y primordial como lo son las palabras que nos nombran y nos enmarcan como sujetos, sin saber que las tenemos hasta que damos con ellas y con nuestros afectos más básicos, formados para ser entregados a quien amamos sin saber porqué.
La relación amorosa entre dos personas difícilmente se sostenga si se basa en la posesión del otro para suplir imaginariamente la castración. Asumir la castración es la base de todo vínculo, de ahí en más queda construir desde un lenguaje que todo no lo puede decir porque todo no lo sabe. Es intentar, formular y reformular, pactar y construir juntos un porvenir que no está dicho de antemano, donde cada uno pueda buscar su individualidad sin estar sometido. Tan solo, y como si esto fuera poco, acompañado por quien dice amarlo.
Lacan da una proposición enigmática y bella que envuelve de nada a los amantes: “Amar es dar lo que no se tiene a quien no es”